Los primeros días de trabajo fueron un caos.
Encontrarme por primera vez en un set de rodaje real se me antojaba un sueño. No podía creerme que mi trabajo estuviera en el lugar donde se habían tomado tantas y tantas fotografías que había visto en mis libros de cine. Ver en primera persona cómo se rodaban escenas de acción (y lo ridículas que quedaban desprovistas aún de efectos especiales) o cómo eran en la realidad algunos decorados eran sólo algunas de las cosas que no dejaban de maravillarme a cada rato que pasaba allí. Eso por no hablar de la impresión brutal que causaba trabajar a sólo unos metros de Matthew Hamming, quien simulaba luchar contra los crímenes cometidos por una mafia rusa, o algo así. El típico argumento sobreexplotado con el que dormirse un domingo por la tarde, vaya. Por lo menos, el director, un tipo llamado Warren Thorne, era decente, y pude empezar desde el primer minuto a fijarme en todo lo que hacía en un intento de aprender de él.
Por su parte, Tiara Angelista se había convertido en mi jefa directa. A pesar de que su trabajo aparentemente nada tenía que ver con estar pendiente de los extras, era ella quien daba indicaciones a toda la bandada que éramos para que no nos descontrolásemos. La primera mañana, tras darnos las debidas explicaciones sobre lo que teníamos que hacer y una vez todo el mundo se puso en marcha, Tiara aprovechó un momento que pasé a su vera y me preguntó, como quien no quería la cosa:
—¿Se resolvió el problema con el inquilino?
Me volví hacia ella, completamente desconcertada.
—¿Perdona? –pregunté, sin tener del todo claro si era a mí a quien se dirigía.
Ella ni me devolvió la mirada. Caminaba a mi lado, como si coincidiera el lugar al que ambas nos dirigíamos.
—El problema que me comentaste anoche –respondió, ajustándose las gafas de sol –. ¿Averiguaste quién fue el que te levantó la chabola?
Honestamente, me costó unos segundos deducir de qué estaba hablando. Había borrado de mi memoria la patética excusa con la que me había cubierto las espaldas la noche anterior, y desde luego estaba convencida de que ella ni siquiera me había escuchado.
Debo reconocer que fue una grata sorpresa.
—Ah, sí –balbuceé rápidamente –. No, no averigüé de quién se trataba. Tendré que pasar alguna noche más por allí hasta que lo cace. No quiero denunciar hasta que no sepa quién es el pordiosero que me ha invadido.
Tiara asintió casi imperceptiblemente.
—Nos vio una paparazzi.
Empalidecí.
Aquello era lo opuesto a que nadie conociera en dónde vivía. ¿Qué iba a hacer ahora?
—La prensa no descansa –comenté, tratando de disimular mi pavor.
—Por suerte, yo tampoco. Me aseguré de que no vendiera esas fotos. Pero no me gustaría que te relacionaran conmigo… Al menos no de momento –añadió antes de separarse de mí y regresar a su puesto.
No estaba segura de si sus palabras habían sido una especie de amenaza o simplemente una advertencia, pero poco me importaba. Era la primera que no quería ser descubierta por la prensa y, aunque en otras circunstancias habría aceptado de buena gana haber levantado el interés público, no me lo podía permitir… al menos no hasta que lograse un hogar más digno, lo que me iba a llevar bastante tiempo, de acuerdo con mi plan. Además, no era tan rastrera. Que te relacionen con otros famosos siempre es un empujoncito, pero algún día quería ser reconocida por mi trabajo, no por mis amistades.
Desde entonces, Tiara pareció tomarse muy en serio sus palabras de la noche anterior. Prácticamente no se despegaba de mi persona, aunque ponía bastante cuidado de cara a mis compañeros de trabajo en que pareciera totalmente casual y fortuito.
Adaptarme a la rutina que conllevaba mi nueva situación estaba siendo duro, pero, por suerte o desgracia, llevaba unos cuantos años acostumbrada a sobrevivir en circunstancias infrahumanas. Hice algunas compras con mis nulos ahorros que consistieron en poco más que cereales y ensalada para ir tirando, y me mentalicé en que en aquello iba a consistir mi dieta hasta que recibiera mi primera paga. Afortunadamente, en el trabajo nos daban de comer, así que, por lo menos a mediodía, podía incluir algo de variedad en mis comidas.
Tuve que hacer varias cosas en contra de mis principios que jamás pensé que me vería en la situación de hacer: tomar prestado algo de cubertería del comedor de los estudios, puesto que no disponía de más dinero para poder adquirirla por mis propios medios, y tomar prestados los baños del gimnasio local, puesto que yo no disponía de ningún tipo de saneamiento en mi infravivienda… y, si os estáis preguntando si me colaba todos los días en el gimnasio sin ser vista, lo cierto es que fue una opción en mi cabeza hasta que descubrí una oferta con la que disponía de una semana de prueba antes de empezar a pagar la cuota correspondiente, por lo que pude concederme esa semana de tregua hasta recibir mi primer salario. A partir de ahí, ya veríamos.
Así que todos los días, después de pasar la noche con un ojo abierto por miedo a cualquier tipo de incursión, me levantaba, me preparaba un desayuno rancio que almacenaba en mi nevera inoperativa, me vestía con mi ropa de deporte y, bolsa en mano, me tragaba una hora de viaje en metro y ascendía los veinticinco pisos del rascacielos sobre el que se situaba el gimnasio de Bridgeport. Para hacer el paripé, y ya que estaba allí, aprovechaba para hacer algo de ejercicio en la cinta de correr y, a continuación, me daba una buena ducha, me cepillaba los dientes a conciencia y fregaba los platos en el lavabo del baño cuidándome de que nadie me descubriera en tan humillante situación. Luego me volvía a meter en el metro para ir a trabajar, donde me llevaba a la boca la mayor cantidad de comida posible, y me dedicaba a hacer mi labor de extra de fondo para después volver a encerrarme en el metro durante otra hora y pico y caminar la eterna cuesta de Silvertone Way, completamente agotada. Una vez llegaba a las proximidades de mi solar, me aseguraba de que no había paparazzis a la vista, cenaba en medio de una oscuridad total un plato de ensalada sin aliñar y me enfundaba en mi pijama para meterme en mi camastro y pasar otra noche casi en vela.
De ese modo transcurrieron varios días hasta que llegó, hacia el final de la semana, un día festivo cuyo motivo no me quedó claro. Al parecer, era la manera laica que tenían en Bridgeport de conmemorar el verano o algo así, y me enteré de que habría hasta una especie de festival con actividades al aire libre durante todo el día que acabaría en un espectáculo nocturno de fuegos artificiales.
Para cuando se dio el momento yo estaba absolutamente exhausta y lo único que quería era dormir durante todo el día, pero para mi sorpresa recibí un mensaje de texto de Tiara en el que me invitaba a una fiesta en su piscina esa misma mañana. Me costó varios minutos procesar la información, sin entender los motivos de aquella invitación. Ya me costaba entender la persecución a la que me sometía en el trabajo (aunque aprovechara como es lógico la oportunidad para intentar entablar relación con ella y sacar tajada de la situación), pero, ¿que después de apenas tres días de trabajo me invitara a mí, una simple extra de fondo, a una fiesta privada en su casa? No comprendía nada.
Pero, por supuesto, no podía desaprovechar la oportunidad, así que me despedí de mi día de descanso y me dirigí hacia mi destino con toda la brevedad que pude.
Tiara Angelista vivía en una mansión en una calle perpendicular a Silvertone Way. Era una vivienda moderna, de dos plantas, cerrada con planchas de hormigón blanco y dotado de un juego de cubiertas inclinadas de color negro que la hacía muy particular. Tenía una parte de la vivienda completamente en diagonal, como incrustada de cualquier manera en el resto de la casa, y algunos huecos de diferentes tamaños se esparcían por las paredes, demasiado pocos para mi gusto. En la parte izquierda se apreciaba la entrada a un garaje, y un muro de piedra protegía la casa del exterior.
Me acerqué maravillada y pulsé el botón del telefonillo bastante nerviosa. Enseguida las puertas se abrieron por algún procedimiento mecánico, dando paso a un jardín delantero totalmente desnudo, desprovisto de cualquier tipo de planta o flor que pudiera adornarlo.
Eso no me gustó. Yo siempre había soñado con cultivar mi propio jardín, incluso mi abuelo Lawrence me había permitido crear un pequeño huerto en la mansión. Me prometí a mí misma que, cuando ampliara lo suficiente mi maltrecho hogar, dedicaría todo mi empeño en crear un hermoso jardín con todo tipo de vegetación, incluyendo mi propia plantación de frutas y hortalizas, tal y como tenía en mi anterior casa.
Tiara estaba enmarcada en la puerta, vestida con un elegante bañador de cuerpo entero, sus pendientes de aro y sus ya características gafas de sol, y portaba una bebida de aspecto cítrico en su mano.
—¡Eh, Victoria Legacy! –me saludó, con una gran sonrisa en su rostro.
Era la primera vez que la veía demostrar algún tipo de expresividad.
Me acerqué a ella, bastante insegura acerca de lo que esa mujer esperaba de mí, y ella me invitó a entrar a un amplísimo salón en el que algunas personabas charlaban o bailaban al son de una estridente música electrónica.
—Tienes un cuarto de baño arriba donde puedes cambiarte –me indicó –. La piscina también está arriba, en la terraza, pero si quieres servirte algo antes, aquí a la derecha tienes una barra de bar, en la zona de comedor.
Entonces, echó un vistazo en derredor y su cara se iluminó al localizar a alguien en concreto.
—¡Ah! Ahí está Lola –se volvió de nuevo hacia mí –. Pásalo bien, por aquí hay algunas personas interesantes. Estaré por ahí si me necesitas.
Y, dicho esto, se acercó a un grupito de unas tres personas con las que comenzó a parlotear alegremente.
Un poco confusa, decidí hacer caso a Tiara y, tras ponerme mi bikini en el único baño que encontré, bajé de nuevo las escaleras. Iba tan ensimismada buscando a mi anfitriona que no reparé en que un hombre se disponía a ascenderlas, y me abalancé sobre él, derribándolo en el acto.
—¡Perdona, lo siento! –me apresuré a disculparme, agachándome para tenderle una mano y ayudarlo a levantarse.
El hombre me dirigió una mirada lastimera antes de dejarse ayudar. Debía de andar alrededor de los cuarenta, aunque poseía un rostro de rasgos algo aniñados. Tenía la piel cetrina, el pelo corto y rubio y los ojos de un verde bastante apagado, además de ser bastante enclenque. Era como un muerto viviente que en vida debió de ser atractivo.
—No te preocupes, señorita –tartamudeó, poniéndose en pie –. ¿La conozco de algo?
Lo observé con detenimiento, y de pronto lo reconocí.
—¿Trabajas en Plumbob?
Su rostro gris se iluminó.
—Soy ayudante de dirección. Reuben Littler –se presentó, estrechándome una mano.
—Victoria Legacy –lo correspondí –. Extra de fondo.
Reuben esbozó una media sonrisa que no me gustó nada.
—Extra de fondo –repitió, repasándome de arriba a abajo –. ¿Y cómo es que has sido invitada al gran evento de nuestra jefa de producción?
Los pocos remordimientos que había podido sentir hasta ese momento se borraron de un plumazo al comprobar la altivez y el deje lascivo que denotaban su voz. No pensaba quedarme con ese señor ni un segundo más.
—Pues lo mismo que tú, supongo –repliqué, cortante –. Nos vemos en el trabajo, ayudante de dirección.
Y me alejé de él rápidamente, asqueada a más no poder.
Pero, ¿de qué iba ese hombre? ¿Cómo se le ocurría mirarme de esa manera, como si fuera un cacho de carne? Yo merecía un respeto, y eso sin contar con que por edad ese tío podría ser mi padre perfectamente. Menudo pedófilo.
Sin más dilación, ahuyenté de mi mente la escena que acababa de vivir y me acerqué de nuevo a Tiara para simular que estaba ocupada.