miércoles, 26 de diciembre de 2012

Zoe (I): El claro


Trazos de luz se dejaban caer por las rendijas que dejaban las espesas hojas medio marchitas de los árboles y se derramaban sobre aquel claro en mitad de la nada. Un pequeño estanque relucía en mitad de aquel paisaje de cuento, como una confundida y joven gema perdida que aún no supiera que su lugar estaba donde el abrazo de la firme y dura roca pudiera protegerla de los avariciosos ojos del mundo.
Era una perezosa tarde de otoño. Las doradas hojas caídas de los árboles se hallaban desperdigadas sobre la cobriza y deteriorada hierba, como si alguien las hubiera descargado allí de cualquier manera, y a través de la cristalina superficie del estanque se podían observar las brillantes piedras del fondo con una claridad que hacía invisible al agua.
A Zoe le gustaba aquel rincón perdido, inmóvil como si de millones de gotas de pintura descansando sobre un liso lienzo se tratara, como si ese pedacito de universo se hubiera escapado de cualquier otra dimensión. Le gustaba sentarse cerca de la orilla del estanque, a una distancia prudencial, como si temiera molestarlo si se acercaba demasiado; le gustaba dejar que la suave brisa meciera su larguísima melena rubia y cerrar sus verdes ojos para disfrutar mejor de la sensación; le gustaba el hecho de que pareciera que a los segundos les costara un esfuerzo titánico pasar de largo y de que estuviera sumergida en un eterno atardecer.
Zoe había descubierto aquel lugar de casualidad, un día que se había perdido jugando al escondite de pequeña, hacía ya lo que a ella le parecía una eternidad. Amaba el arte, la música y la literatura, y se pasaba la vida dibujando en un gran cuaderno que se llevaba a todas partes. Y, desde que había tropezado con ese pequeño paraíso, se había enamorado irremediablemente de él, convirtiéndose en el modelo que más le entusiasmaba plasmar. Tenía millones de dibujos de aquel lugar, a distintas horas del día, en diferentes momentos de su vida. Nunca se había cansado de representar aquel ambiente, y sabía que jamás lo haría. La llama que encendía en ella aquel claro jamás dejaría de arder.
En realidad, Zoe no era el nombre de la chica de largos y lisos cabellos rubios, pálida tez y grandes y brillantes ojos verdes que visitaba con una frecuencia prácticamente ininterrumpida el claro en medio del bosque, pero a ella le gustaba utilizar ese pseudónimo para firmar los dibujos que realizaba de aquel lugar. El nombre había surgido del claro, aunque ella no recordara cómo. Pero, ¿cómo podía recordarlo? Era una realidad como el azul del cielo, como el calor del sol. El claro le había susurrado aquel nombre, aunque al principio de forma imperceptible. Estaba escrito en el suspirar de la brisa, en el silbar de las hojas de los árboles, en el silencio del agua del estanque. Aquel nombre brillaba en las piedras del fondo  y en los destellos de luz dorada que se derretían por todas partes. Aquel nombre había ido arraigándose poco a poco en lo más profundo de su corazón, sin explicación. Y no sabía ni cuándo, ni cómo, ni por qué, pero lo cierto era que jamás se lo había planteado. Era su conexión con el claro. Simplemente era así. Siempre había sido así.
Zoe encontraba en ese claro no solo una fuente de relajación y de inspiración, sino que creía firmemente que aquel lugar entrañaba algún tipo de filosofía, y pasaba horas y horas tratando de averiguar su lenguaje a medida que trazaba cada uno de sus detalles. Conocía mejor los rasgos de ese lugar que incluso los suyos propios. Había memorizado sin darse cuenta cada uno de ellos, los había interiorizado, los tenía grabados a fuego bajo su blanca piel. Podía caminar con los ojos cerrados por aquel claro exactamente de la misma manera que si los tuviera abiertos. Podía ver los árboles, el estanque y la deliciosa luz que los bañaba bajo el ligero peso de sus grandes párpados.
Desde que había conocido al claro, había descubierto una nueva forma de vivir. Había empezado a apreciar y disfrutar detalles en los que hasta ese momento no había reparado: el mecer de las hojas con el viento, el gorjeo de algún pajarillo en la lejanía, el rasgueo de sus lápices de colores contra la rugosidad del papel. El propio silencio. Había comenzado a amar la soledad y a dejar de necesitar a la gente.
Sí, se había enamorado del claro. Cada vez que podía se alejaba de la civilización y se adentraba en la espesura del bosque para encontrarse con su amado. Y se emocionaba con el simple pensamiento de estar acercándose a él. Cada vez que llegaba al claro, posaba sus pies sobre él con timidez y nerviosismo, como si se desnudara frente a él por vez primera y él pudiera traspasarla y leer cada uno de sus pensamientos. Y, cuando se iba, lo dejaba con la agridulce sensación de quien no se quiere despedir aunque sabe que pronto volverá.
No, Zoe no era una chica normal. Ella en el fondo lo sabía, pero no le importaba. Como sabía también, a pesar de que jamás se hubiera parado a pensar en ello, que nunca llegaría a amar a una persona como amaba a aquel claro.


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