Trazos
de luz se dejaban caer por las rendijas que dejaban las espesas hojas medio
marchitas de los árboles y se derramaban sobre aquel claro en mitad de la nada.
Un pequeño estanque relucía en mitad de aquel paisaje de cuento, como una
confundida y joven gema perdida que aún no supiera que su lugar estaba donde el
abrazo de la firme y dura roca pudiera protegerla de los avariciosos ojos del
mundo.
Era
una perezosa tarde de otoño. Las doradas hojas caídas de los árboles se
hallaban desperdigadas sobre la cobriza y deteriorada hierba, como si alguien las
hubiera descargado allí de cualquier manera, y a través de la cristalina
superficie del estanque se podían observar las brillantes piedras del fondo con
una claridad que hacía invisible al agua.
A Zoe
le gustaba aquel rincón perdido, inmóvil como si de millones de gotas de
pintura descansando sobre un liso lienzo se tratara, como si ese pedacito de
universo se hubiera escapado de cualquier otra dimensión. Le gustaba sentarse
cerca de la orilla del estanque, a una distancia prudencial, como si temiera
molestarlo si se acercaba demasiado; le gustaba dejar que la suave brisa
meciera su larguísima melena rubia y cerrar sus verdes ojos para disfrutar
mejor de la sensación; le gustaba el hecho de que pareciera que a los segundos
les costara un esfuerzo titánico pasar de largo y de que estuviera sumergida en
un eterno atardecer.
Zoe
había descubierto aquel lugar de casualidad, un día que se había perdido
jugando al escondite de pequeña, hacía ya lo que a ella le parecía una
eternidad. Amaba el arte, la música y la literatura, y se pasaba la vida
dibujando en un gran cuaderno que se llevaba a todas partes. Y, desde que había
tropezado con ese pequeño paraíso, se había enamorado irremediablemente de él,
convirtiéndose en el modelo que más le entusiasmaba plasmar. Tenía millones de
dibujos de aquel lugar, a distintas horas del día, en diferentes momentos de su
vida. Nunca se había cansado de representar aquel ambiente, y sabía que jamás
lo haría. La llama que encendía en ella aquel claro jamás dejaría de arder.
En
realidad, Zoe no era el nombre de la chica de largos y lisos cabellos rubios,
pálida tez y grandes y brillantes ojos verdes que visitaba con una frecuencia
prácticamente ininterrumpida el claro en medio del bosque, pero a ella le
gustaba utilizar ese pseudónimo para firmar los dibujos que realizaba de aquel
lugar. El nombre había surgido del claro, aunque ella no recordara cómo. Pero,
¿cómo podía recordarlo? Era una realidad como el azul del cielo, como el calor
del sol. El claro le había susurrado aquel nombre, aunque al principio de forma
imperceptible. Estaba escrito en el suspirar de la brisa, en el silbar de las
hojas de los árboles, en el silencio del agua del estanque. Aquel nombre
brillaba en las piedras del fondo y en
los destellos de luz dorada que se derretían por todas partes. Aquel nombre
había ido arraigándose poco a poco en lo más profundo de su corazón, sin
explicación. Y no sabía ni cuándo, ni cómo, ni por qué, pero lo cierto era que
jamás se lo había planteado. Era su conexión con el claro. Simplemente era así.
Siempre había sido así.
Zoe
encontraba en ese claro no solo una fuente de relajación y de inspiración, sino
que creía firmemente que aquel lugar entrañaba algún tipo de filosofía, y
pasaba horas y horas tratando de averiguar su lenguaje a medida que trazaba
cada uno de sus detalles. Conocía mejor los rasgos de ese lugar que incluso los
suyos propios. Había memorizado sin darse cuenta cada uno de ellos, los había
interiorizado, los tenía grabados a fuego bajo su blanca piel. Podía caminar
con los ojos cerrados por aquel claro exactamente de la misma manera que si los
tuviera abiertos. Podía ver los árboles, el estanque y la deliciosa luz que los
bañaba bajo el ligero peso de sus grandes párpados.
Desde
que había conocido al claro, había descubierto una nueva forma de vivir. Había
empezado a apreciar y disfrutar detalles en los que hasta ese momento no había
reparado: el mecer de las hojas con el viento, el gorjeo de algún pajarillo en
la lejanía, el rasgueo de sus lápices de colores contra la rugosidad del papel.
El propio silencio. Había comenzado a amar la soledad y a dejar de necesitar a
la gente.
Sí,
se había enamorado del claro. Cada vez que podía se alejaba de la civilización
y se adentraba en la espesura del bosque para encontrarse con su amado. Y se
emocionaba con el simple pensamiento de estar acercándose a él. Cada vez que
llegaba al claro, posaba sus pies sobre él con timidez y nerviosismo, como si
se desnudara frente a él por vez primera y él pudiera traspasarla y leer cada
uno de sus pensamientos. Y, cuando se iba, lo dejaba con la agridulce sensación
de quien no se quiere despedir aunque sabe que pronto volverá.
No,
Zoe no era una chica normal. Ella en el fondo lo sabía, pero no le importaba.
Como sabía también, a pesar de que jamás se hubiera parado a pensar en ello,
que nunca llegaría a amar a una persona como amaba a aquel claro.
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