martes, 4 de agosto de 2015

Zoe (IV): El estanque

Zoe no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos.
¿Qué? ¿Cómo que me voy a Madrid?
El gesto de Ruth se contrajo en una mueca lastimera.
Papá estaba muy enfadado, hija. He intentado convencerle, pero ya sabes que cuando se le mete algo entre ceja y ceja…
Zoe sintió cómo todo su mundo se venía abajo, haciéndose añicos.
No, mamá. Me niego.
Ella suspiró.
Me parece que no tienes elección. Es lo que he tratado de explicarte antes, pero no me has dejado…
No pienso irme con papá –sentenció. Su voz iba cogiendo cada vez más fuerza –. ¡Él no puede decidir mi vida!
Su madre se acercó a ella en un intento de abrazarla, pero Zoe la apartó de un manotazo.
Sofía… –murmuró, entre desconcertaba y abatida.
¡No me llamo Sofía! –gritó la chica –. ¡Estoy harta de ese maldito nombre! ¡Estoy harta de que estéis siempre persiguiéndome, diciéndome lo que puedo hacer y lo que no! ¡Soy vuestra hija, no vuestra muñeca!
Cariño, por favor, intenta tranquilizarte…
¡No! –chilló –. ¿Papá me lleva a la fuerza a Madrid y tú pretendes que me tranquilice?
Ruth contuvo el aliento durante unas milésimas de segundo, meditando a toda velocidad qué responder.
Entiendo perfectamente cómo te sientes…
¿Tú que vas a entender? –replicó Zoe –. ¡Tú y papá no entendéis nada! ¡Tú al menos intentas entenderme, pero no me digas que me entiendes porque no es cierto!
Ella calló unos segundos, mirándola con amargura. Por un instante, Zoe casi se ablandó, pero en aquellos momentos su rabia era tan inmensa que le impedía ver más allá.
Estoy harta –repitió, con lágrimas en los ojos –. Papá se cree mi títere y tú me tratas como si estuvieras cuidando de una loca, o de una enferma.
Se dirigió hacia la puerta de la cocina con paso firme. Su madre trató de retenerla alargando un brazo hacia ella, pero Zoe lo rechazó con fuerza y miró una última vez a su madre a los ojos, muy seria.
Me voy, mamá –declaró –. Y ni por un momento se te ocurra detenerme.
Zoe dio media vuelta y, sin echar la vista atrás, cerró de un portazo la entrada principal de la casa y salió corriendo de allí, haciendo oídos sordos a la llamada agonizante de su madre, que clamaba su nombre a voz en grito.
Corrió y corrió durante casi media hora. Jamás en su vida había corrido tanto tiempo de seguido, pero en esos momentos apenas sentía el cansancio. La cabeza de Zoe era un hervidero de sentimientos desenfrenados que volaban en todas direcciones, chocándose los unos contra los otros. 
Era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera la frustración y el enfado que la dominaban. ¿Por qué nadie la comprendía? ¿Por qué cada vez que intentaba ser ella misma el mundo trataba desesperadamente de ponerle un bozal? En los últimos años había escuchado tantas veces la palabra “inmadura” que casi la podía sentir tatuada bajo su propia piel, como un recordatorio latente de que aquella vida no estaba hecha para ella. ¿Por qué no podía ser simplemente feliz junto a su claro, dibujándolo hasta morir ambos fusionados en un solo ser? ¿Por qué el destino la castigaba de aquella manera?
La noche se cernía sobre ella y las lágrimas formaban una gruesa película frente a sus ojos, pero eso no le supuso ningún impedimento para llegar a su destino. Siguió huyendo de su hogar lo más rápido que le permitieron sus descalzos pies, que hacía rato ya que habían abandonado las zapatillas de estar por casa que los vestían. Nada le importaba. El único objetivo que tenía era refugiarse en el seno del único que la hacía sentir libre.
Su amado claro la acogió como siempre hacía incluso antes de que Zoe se derrumbara cuan larga era en él. Tenía las mejillas resecas de tanto llorar y los pies en carne viva de tanto correr, todo su cuerpo se convulsionaba por el agotamiento, y sentía su garganta a punto de estallar. Por un momento que se le hizo eterno pensó que moriría allí mismo.
Y tampoco le habría importado.
Transcurrió mucho tiempo en la misma posición, con los ojos cerrados y la mente en blanco a causa del dolor que la sacudía como una interminable descarga eléctrica. Súbitamente, advirtió que hacía rato que la boca le sabía a sangre, y ladeó ligeramente la cabeza para escupirla, no sin antes disculparse mentalmente ante el claro. Poco a poco, fue notando que el temblor de su cuerpo remitía, y se atrevió a estirar las piernas. Sintió que chasqueaban varias veces, pero después de eso no sucedió nada más y fue capaz de incorporarse lentamente, hasta que logró sentarse erguida y vio por primera vez después de la carrera sus magullados pies.
Apenas conseguía distinguirlo por la oscuridad de la noche, pero tenía las plantas completamente ensangrentadas. Acarició la superficie con un dedo para comprobar la textura y casi se sintió desfallecer. Todavía le ardían con intensidad y, empujada por el instinto, los introdujo en el agua del estanque, que maravillosamente la hizo sentir mejor.
Cuando fue capaz de pensar con mayor claridad, se dio cuenta de que la pernera del pantalón se estaba empapando. Aún llevaba los vaqueros puestos al haberse quedado dormida con ellos y, viéndose incapaz de arremangárselos, pues eran muy ajustados, optó finalmente por quitárselos. Dobló las piernas con precaución, sacándolas del agua, y se los sacó muy despacio, poniendo un cuidado inmenso en que rozaran lo mínimo con las plantas de sus pies.
Fue imposible. Ahogó una maldición cuando un nuevo latigazo de dolor la hizo zarandearse de arriba a abajo, pero finalmente lo consiguió, y suspiró aliviada cuando volvió a meter las piernas en el agua.
En ese instante se percató de que jamás había visto el claro a aquellas horas, y echó de menos su cuaderno y sus lápices de colores. Habría dado la vida por retratarlo en aquellos momentos de la noche. El estanque brillaba más que nunca, iluminado por la luz de la luna llena que se reflejaba en sus tibias aguas. Las hojas de los árboles mostraban un color nuevo, un negro intenso que únicamente se apreciaba por las caricias blancas que evidenciaban sus respectivos contornos. Y la hierba… La hierba estaba húmeda, y más suave que nunca.
Zoe cerró los ojos, abandonándose a esas nuevas sensaciones que le inspiraba el claro que tanto conocía, y que sin embargo todavía seguía sorprendiéndola. Reparó en que era la primera vez que probaba el agua del estanque y, movida por un impulso, se deshizo de la ropa que le quedaba y se sumergió en él.
Cuando sacó la cabeza de nuevo a la superficie se sentía totalmente renovada por dentro. El dolor, el cansancio, los sentimientos que minutos antes la habían embargado, sus padres… Todo había pasado al olvido más profundo. Ese íntimo momento era únicamente de ella y de su claro, y para Zoe el hecho de que algo lo estropeara no suponía ningún tipo de posibilidad. De hecho, se hallaba tan sumida en el embrujo que el claro ejercía sobre ella, que no se percató de que el estanque brillaba cada vez más y más, como si irradiara luz propia.
De pronto, Zoe notó como si una fuerza tirara de ella hacia adentro del estanque. Al principio pensó que había sido una alucinación suya, pero volvió a sentirlo, y esta vez de forma más potente. Zoe se alarmó, pues el estanque no era en absoluto profundo y se podía hacer pie, pero no podía negar lo que sus sentidos percibían. Chapoteó en todas direcciones, intentando zafarse de aquello que la aprisionaba, pero fue inútil. La fuerza tiró de ella hacia adentro, sumergiéndola en el agua cada vez a más velocidad. Zoe trató de averiguar qué era aquello que la tenía asida, pero lo único que alcanzaba a ver si miraba hacia el fondo era una infinita negrura. ¿Qué diablos estaba pasando?
Se agitó, acosada por un inmenso ataque de ansiedad. La superficie del estanque quedaba cada vez más lejos y, por más que se revolvía furiosamente, no conseguía impedirlo. Comenzó a sentir cómo le faltaba el aire, pero no podía sino dejarse llevar, impotente. ¿Acaso estaría soñando? Pero todo había sido tan real… No entendía nada.
Su angustia fue acrecentándose a pasos agigantados, a medida que sus pulmones se iban vaciando de oxígeno. Y, cuando comenzaba a asumir que aquel era su final y que moriría allí ahogada, perdió el conocimiento, y las aguas prosiguieron arrastrando su peso muerto hacia un abismo del que parecía que jamás llegaría su fin.