domingo, 27 de agosto de 2017

After Death (I): El valle de las almas perdidas

Leah

El valle de las almas perdidas.
Así era cómo llamaban coloquialmente a Shining Valley, el lugar al que me dirigía. Una pequeña ciudad en medio de la nada a la que íbamos a parar todos aquellos que ansiábamos volver a empezar.
El valle de las almas perdidas…
En esos momentos no parecía haber otro lugar al que pudiera ir.
Las laderas de las montañas dibujaban siluetas sinuosas que se contorneaban a medida que avanzaba sorteando las curvas de la carretera. Unas solitarias gotas de lluvia golpeaban la luna delantera de mi furgoneta al son de la guitarra de Tracy Chapman. La melodía de su Fast Car resonaba a través de los altavoces, haciendo temblar a la pequeña muñeca de trapo que colgaba del retrovisor… y a mi trémulo corazón.
La voz grave e intensa de Tracy recorría mis venas y erizaba mi piel como si estuviese hablando de mí misma a través de ella. Mis dedos tamborilearon sobre el volante, tratando de mantenerme concentrada en cualquier cosa salvo en sus palabras para que el cielo no fuera el único que llorase.
Apreté el acelerador. Supongo que me sentía en mi derecho dada la letra de la canción, pero en realidad lo único que ésta hacía era acentuar mis ganas de escapar.
Huía. No sabía qué esperaba encontrar al otro lado de esas montañas, pero poco importaba. Lo único que tenía importancia era lo que dejaba atrás… y que ése era el único lugar donde debía permanecer.
Bien atrás.
El cielo no tardó en cubrirse con enormes nubarrones grises que dejaron caer algunas compañeras a las pocas lágrimas que habían vertido ya. Resignada, me vi obligada a girar la manivela de la ventanilla para cerrarla, y continué mi camino con la voz de la cantautora retumbando en mis oídos.
Ya quedaba menos.
Cerca de una hora más tarde, el camino de tierra entre montañas por el que circulaba doblaba su último recodo sin señalizar para dar paso al primer cartel que auguraba la cercanía de mi destino.
Era un poste desvencijado de madera con una flecha carvada en él como única indicación. Un pájaro solitario me lanzó una mirada severa desde la cabeza del mismo, como queriendo alertarme en silencio de que estaba adentrándome en sus dominios. Reduje la velocidad y continué conduciendo entre dos escarpadas paredes de roca cubiertas de musgo y liquen. 
La lluvia había cesado hacía un rato y decidí abrir de nuevo la ventanilla para aspirar el aire puro de la montaña y del que sería mi nuevo hogar.
Cerré los ojos para disfrutar mejor de la sensación, pero, de pronto, la furgoneta pareció tropezar con un bache y se caló. Inmediatamente mi mirada se dirigió al retrovisor para asegurarme de que mis pertenencias seguían en su sitio, y respiré aliviada al comprobar que las tres maletas que llevaba conmigo permanecían inmóviles, amarradas con los cinturones de seguridad.
Respiré hondo, agarrando con fuerza el volante, y me dispuse a bajarme de la furgoneta para ver qué era aquello que me había forzado a detenerme.
Al hacerlo, comprobé que no había sido la única interesada. Una pequeña ardilla olisqueaba curiosa el pedazo de roca que había hecho a mi vehículo renquear. 
El animalito se quedó petrificado al reparar en mi presencia. Esbocé media sonrisa, enternecida, y tardé un abrir y cerrar de ojos en volver con una bolsa de frutos secos en una mano y mi vieja Canon colgada al cuello.
La ardilla tenía algo más allá de su esponjoso pelaje y sus adorables orejas en punta que me cautivó. Sus ojos negros relucían con un fulgor especial, casi como si fuera un humano deseoso de hacer preguntas en vez de un animal esperando a cualquier mínimo movimiento por mi parte para escabullirse a la velocidad del rayo.
—Hola, pequeña –la saludé con voz suave –. ¿Estás perdida como yo?
Con paso precavido, le tendí una avellana escogida al azar de mi bolsa. La ardilla alargó su hocico hacia mi mano, la olisqueó y, con un rápido movimiento, se hizo con ella y se alejó de un par de saltos para comérsela sin la sombra de mi desconocida presencia.
—Eres una desconfiada, ¿eh? –sonreí, acercando el visor de mi cámara de fotos a mis ojos.
Cada vez me caía mejor ese bicho.
Ajusté el objetivo y me arrastré muy lentamente por el suelo, tratando de buscar un encuadre apropiado para esa escena, con mi nueva amiga recortada en parte contra la pared rocosa que se levantaba a sus espaldas y en parte por el majestuoso bosque de abetos que se podía apreciar a lo lejos, con sus copas apuntando hacia el cielo. Quería captar su esencia, el brillo curioso e inteligente de sus ojos, el espíritu humano que encerraba tras ellos.
Como cada vez que tomaba una fotografía, me fijé en el tatuaje que adornaba el dorso de mi mano derecha.
—¿Qué opinas, Warren? –pregunté al aire –. ¿Ves en ella lo mismo que yo?
Apreté el disparador.
—Sí, yo también lo creo –dije, viendo cómo la ardilla se alejaba finalmente –. Sería una buena recluta.
Aún con una sonrisa en el rostro, aparté la roca que entorpecía mi camino y volví a subirme a la furgoneta.
La muñeca de trapo del retrovisor me dirigió una mirada cargada de circunstancias.
—No te preocupes, Cindy –la tranquilicé, dándole un suave golpecito con uno de mis dedos –. Tú siempre serás nuestra favorita.
De pronto, observé por el retrovisor algo que me dejó petrificada.
Las maletas estaban abiertas.
—Warren, ¿has sido tú? –pregunté con voz temblorosa, negándome a abandonar mi fantasía.
Pero no hubo respuesta.
Me quedé helada, esperando algún tipo de movimiento. Los segundos se escurrieron de forma tan lenta y perezosa que podía visualizarlos en mi mente como el goteo de un grifo sobre un lavabo, hasta que, tensa como la cuerda de un arco, volví a bajarme de la furgoneta para arreglar el estropicio.
Una vez me hube cerciorado de que no faltaba nada y que las maletas volvieron a estar cerradas y aseguradas con los cinturones, eché un vistazo a mi alrededor, con la convicción de que, quien quiera que hubiese hecho aquello no andaría muy lejos.
A no ser que, como yo, fuese en un vehículo motorizado y hubiese aprovechado mi distracción con la ardilla para intentar birlarme algo.
Suspiré largamente. Desde luego, daba igual lo lejos que huyese, siempre habría genta mala en el mundo.
Aquel pensamiento me dejó una sensación de vacío y desesperanza difícil de digerir. 
Por un momento, consideré la opción de abandonar toda aquella pantomima y regresar por donde había venido. ¿Qué esperaba? No encontraría nada diferente a lo que había vivido hasta entonces tras esas montañas.
Me quedé largo rato observando mis maletas, sin saber qué hacer.
Sin quererlo, mis ojos se desviaron hacia mi compañera de viaje, que en esos momentos se mecía suavemente empujada por la brisa fresca del monte.
«No has llegado tan lejos para nada», me regañó silenciosamente.
Una ligera sonrisa se dibujó en mi cara.
—Por eso siempre serás mi recluta favorita –le dije tras haber ocupado de nuevo el asiento del conductor, chocando su pequeño puño de trapo con el mío –. No sé qué haría sin ti.
Sin embargo, por algún motivo no pude evitar sentirme obsevada al hacerlo, como si una presencia vigilase mis actos desde el asiento de atrás.
Un escalofrío recorrió mi espalda.
Sacudí la cabeza, alejando de mi mente esos pensamientos, y arranqué la furgoneta de nuevo para completar el último tramo del viaje.
Poco después, el valle de las almas perdidas se extendió frente a mí como un oasis en medio del desierto.
Shining Valley era como un pueblo de cuento. Pequeñas construcciones de piedra blanca y tejados rojos se desperdigaban aquí y allá, con el humo de sus chimeneas elevándose hacia la inmensidad de un cielo tan azul que resultaba sobrecogedor. Las montañas abrazaban con su poderosa presencia a la pequeña población, como dioses cubiertos por un manto esmeralda, y, salpicando de color la extensión de hierba que rodeada la ciudad, una gran variedad de flores se esparcía por doquier, resaltando como si de piedras preciosas se tratara.
Era como si ese bosque que acababa de atravesar fuera algún tipo de portal a otro siglo… o, directamente, a otra dimensión.
Al llegar con mi furgoneta al suelo empedrado que indicaba el comienzo de vida civilizada, comprobé que alguien aguardaba, mirándome a través de la luna delantera con una amplia sonrisa. Era un hombre de baja estatura, entrado en carnes, con un prominente bigote y ojos pequeños y redondos, vestido con una especie de frac y un sombrero de copa.
Lo dicho, como sacado de otra dimensión.
Aparqué como pude y me bajé de la furgoneta, volviendo a sentir aquella mirada invisible clavada en mi nuca.
Tragué saliva.
—¿Leah Parker? –me preguntó el rollizo señor amablemente, sacándome de mi trance.
—Sí, soy yo –respondí, mirándolo con algo de desconfianza.
El hombre ensanchó su sonrisa tras la enorme mata de pelo que crecía bajo su rechoncha nariz.
—Derek Johnson, alcalde de Shining Valley –se presentó, estrechándome una mano –. Estaba deseoso de conocerla.
Me vi incapaz de proferir palabra, con demasiadas preguntas circulando por mi cabeza.
—Sé lo que estás pensando –dijo él alegremente –. He visto esa expresión demasiadas veces. ¿De dónde sale este señor? ¿Por qué va así vestido? ¿Cuál es el motivo de que venga el alcalde a recibirme personalmente? –hizo una pausa y redujo el tono de su voz en un movimiento teatral –. Pero, joven Leah, para todas esas preguntas y todas las demás que seguramente te estés haciendo ahora mismo sólo tengo una única respuesta: aquí, en Shining Valley, cada uno es exactamente quien quiere ser. Por eso has venido hasta aquí, ¿no?
Las palabras del buen hombre me pillaron bastante desprevenida en el momento, percatándome poco a poco de que, efectivamente, aquella sencilla explicación podía servir de solución a cualquiera de mis preguntas.
Había llegado a Shining Valley huyendo de la vida que me precedía, deseando volver a empezar. ¿Qué sentido tenía esperar las mismas reglas del juego en mi destino? ¿Para qué me había marchado si no?
Correspondiendo tenuemente a su sonrisa, apreté su regordeta mano y me dejé guiar, no sin antes percibir por última vez aquella presencia que me había perseguido durante esa última etapa como un aliento gélido.

Ethan

La vi alejarse empujada suavemente por el abrazo del alcalde hacia el interior del pueblo, sentado con las piernas cruzadas sobre el asiento trasero de su furgoneta.
¿Quién era ella? ¿Qué la habría llevado hasta allí?
¿Sería la persona que por fin me daría la clave?
La figura espigada de Rob se materializó a mi lado, posándose con suavidad sobre una de sus maletas, y me lanzó una mirada cargada de represalias e incertidumbre.
—No deberías estar aquí –me advirtió.
Sus palabras se desvanecieron en el aire, demasiado ensimismado como estaba en mis propios pensamientos como para prestarle atención.
—Ethan –insistió al ver que mantenía la vista clavada en el horizonte.
Sin volverme hacia él, y sin terminar de creerme aún lo que acababa de suceder, murmuré, muy despacio:
—Esa chica me ha sentido.


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