miércoles, 31 de mayo de 2017

Victoria (VIII): El plan

La noche era cerrada ya en Bridgeport cuando logré deshacer el camino hacia mi choza. El encanto que le había encontrado al metro en la ida no me había parecido tan especial a la vuelta, cuando los tiempos en los transbordos se habían alargado hasta límites insospechados y la cuesta de Silvertone Way se me había antojado eterna.
Inspiré largamente, en un intento de tomármelo con calma, y me adentré en la oscuridad de mi hogar.
De pronto, tropecé con algo y caí de bruces contra el suelo.
Me incorporé rápidamente y saqué el móvil de mi bolso para enfocar la luz de su linterna hacia aquello que me había obstaculizado el camino.
«¿Pero, qué…?»
Era un cubo en cuyo interior se podía apreciar un banderín verde, una camiseta con un logo azulado, un muñeco de una llama, una carpeta… y un folleto.
Por un momento me asusté, siendo consciente de que, para que ese compendio de objetos estuviera en el interior de mi casa, alguien tenía que haber entrado.
¿Qué significaba todo aquello? Y, lo que era más importante, ¿quién había descubierto mi minúsculo cubículo y había decidido dejar sus cosas ahí?
Pegué un bote, sacudida por un terrible presentimiento, y enfoqué la linterna hacia el camastro, esperando encontrar un agujero enorme en la tierra bajo el mismo.
Sin embargo, el lugar donde se hallaba mi maleta no parecía haber sido alterado.
Me volví hacia el cubo, reticente, y tomé el folleto, dirigiendo la luz hacia él. En la parte delantera, un grueso letrero de color azul marino rezaba: Universidad de Swinford.
«¡La universidad!»
Recordé cómo horas antes la universidad había acudido a mi cabeza como un recuerdo lejano, cuando aún soñaba con esa posibilidad.
Pero, ¿y si…?
De un golpe olvidé todas mis inquietudes acerca de lo surrealista y extraño de la situación y comencé a leer detenidamente el folleto. A medida que se iban describiendo las maravillas que ofertaba el campus la boca se me iba haciendo agua, y empecé a imaginarme recorriendo sus calles empedradas, charlando con gente de mi edad en la residencia, asistiendo a sus clases… Casi tuve que contenerme para no emocionarme pensando en la realidad: toda aquella gente de mi edad comenzaría en septiembre su etapa universitaria, mientras yo me moriría del asco en aquella chabola sin luz ni agua…
Pero… ¿Y si podía no ser sólo un sueño?
Continué leyendo y averigüé que la carpeta tenía en su interior un formulario con los requisitos necesarios para cada carrera. Impaciente, me deshice del folleto y sus atractivas fotografías para abrir la carpeta a la velocidad de la luz y comprobar cuáles eran mis posibilidades.
La Universidad de Swinford parecía recientemente inaugurada y, por el momento, únicamente ofertaba las carreras de Empresariales, Comunicación, Bellas Artes, Educación Física, Medicina y algunas ingenierías. Me centré en las carreras de Comunicación y Bellas Artes, ya que eran las que más afines consideraba al trabajo que quería desempeñar en un futuro, y estudié detenidamente el temario de ambas, sin acabar de decidirme por ninguna. La carrera de Comunicación estaba más encauzada en formar futuros periodistas, cosa que no me interesaba especialmente, pero había varias asignaturas centradas en la escritura y la fotografía, que consideraba importantes a la hora de llegar a ser una buena directora de cine. Sin embargo, la carrera de Bellas Artes, aunque no estaba enfocada específicamente en ninguna materia relacionada con el cine, daba un bagaje y una cultura más amplia del mundo de las artes, y, tal y como había averiguado durante mi adolescencia en mis prolongadas sesiones de lectura cinematográfica, todas las artes se nutren de las demás artes, y el cine más que ninguna otra. Una buena película no sólo queda definida por un guión brillante y unos actores espléndidos; un profundo conocimiento sobre el color, la luz, la perspectiva, los volúmenes… era lo que acababa por marcar la diferencia en sus planos y secuencias. Por ejemplo, Fritz Lang, el director de Metrópolis, se había inspirado directamente en la corriente expresionista que imperaba en el arte en aquella época para la temática o los decorados de la película; o Christopher Nolan, que había hecho un claro homenaje a las escaleras interminables de Escher en Origen; o Cabaret, que tiene una escena que es un calco exacto de un cuadro… ¿Cómo se llamaba?
A medida que estos pensamientos germinaban en mi cabeza, me asaltó el recuerdo del día en que mi abuelo Lawrence me mostró por primera vez la sala más especial de la mansión Wright, muchos años atrás.
—Aquí es donde residen todos tus antepasados, Victoria –me había dicho mientras paseábamos por el mausoleo.
Era una habitación amplia, iluminada únicamente por la luz de algunas velas, pero, a pesar del aspecto tétrico inherente a un lugar así, era sorprendentemente acogedora. Modestos pedestales de piedra o madera se erigían como pequeños altares, sosteniendo las urnas con las cenizas de los miembros de la familia Wright que ya no estaban, y, sobre ellos, colgados de la pared, había un retrato de cada uno de los fallecidos.
Mi abuelo me acercó a la pintura de un hombre de mirada tranquila y cansada al que le faltaba una mano.
—Éste de aquí era mi abuelo Thomas –me explicó –. La mayoría de los retratos que ves aquí los hizo él, incluido el suyo propio.
—¿En serio? –había exclamado mi yo de doce años, estupefacta ante la idea de que un Wright hubiese sido capaz de hacer pinturas tan realistas.
Él asintió con orgullo.
—Él y su hermano Henry fueron llamados a filas en la Segunda Guerra Mundial. Allí fue donde perdió la mano, pero también algo mucho más valioso que eso: perdió a su hermano.
—¿Henry murió en la guerra?
Mi abuelo asintió gravemente.
—Fue un golpe muy duro para toda la familia, pero mi abuelo fue probablemente el que peor lo pasó. Él me contó que, cuando perdió su mano derecha, sintió que el mundo entero se le venía encima, pues jamás podría volver a pintar. Y, sin embargo, no fue nada comparado con lo que sintió cuando Henry cayó a su lado, atravesado por varias balas. Cuando me contó cómo la vida de su hermano menor se había ido apagando poco a poco en sus brazos… –se interrumpió, incapaz de relatarlo en palabras –. Me contó que pasó muchos años vagando por la mansión como un alma en pena, hasta que un día decidió que, aunque su hermano ya se hubiera marchado tiempo atrás, su recuerdo merecía permanecer inmortal.  Y, así, se armó de fuerza de voluntad, desempolvó sus pinceles y retomó la pintura, esta vez con la mano izquierda. Pintó día y noche, casi sin descanso, hasta que logró alcanzar una maestría si cabía mayor que la que llegó a tener en su día con la derecha, y fue capaz de recrear a su hermano Henry, trayéndolo de nuevo a la vida. Desde entonces, continuó pintando a los miembros de la familia, hasta que mi tío George le tomó el relevo, superando con el tiempo a su padre en su arte. La idea de crear este santuario para honrar la memoria de Henry y de los Wright caídos tras él fue de mi abuela Susan, y, de esta forma, este lugar fue creado.
Recordé cómo me había quedado embobada mirando la figura de Thomas con absoluta devoción y un profundo respeto por el difunto.
—¿Quieres ver a Henry? –había preguntado entonces mi abuelo.
Yo asentí, sobrecogida, y él me llevó a continuación hacia el lienzo que había iniciado todo.
Cuando vi el rostro pálido y risueño de mi antecesor, con aquellos ojos azules tan alegres y esa sonrisa que parecía hecha de terciopelo gracias a la técnica pictórica de su hermano, sentí un tremendo deseo de que mi figura estuviera algún día entre aquellas que tanto veneraba, y me prometí que, cuando llegase la hora, continuaría con la tradición y me aseguraría de que se mantuviera durante las generaciones siguientes.
Pero aquella promesa había muerto junto con mi antiguo hogar, y yo ya no era ni volvería a ser nunca una Wright.
Sin embargo, en esos momentos, con el programa de la carrera de Bellas Artes en mi regazo y todos esos pensamientos sobre las diferentes artes plasmadas en el cine que habían llevado a tantos directores a la gloria, aquel recuerdo fue la chispa que necesitaba para que el deseo de estudiar arte que me había surgido leyendo aquellos papeles dejara atrás la mera fantasía para transformarse en una decisión real.
Esa misma mañana había comenzado una nueva vida, dejando atrás Twinbrook y todo aquello relacionado con la familia Wright, y, a partir de ese día, estaba poniendo la primera piedra sobre la que se asentaría un nuevo legado: el de mi propia familia. Algún día, ese solar vacío sería un hogar digno de su ubicación, lleno de amplias salas y de numerosas dependencias en donde vivirían todos los miembros de la familia Legacy. Y, entre todas aquellas estancias, también estaría la que había sido tan especial para los Wright: el mausoleo Legacy, en el que retomaría la tradición que se había iniciado en honor a mi antepasado caído en la guerra.
Y esta vez no sería un fracaso. Yo me encargaría personalmente de que no lo fuera.
Pero, para que todo aquello que circulaba por mi mente fuera en el futuro una realidad, primero debía aprender a pintar. Y ahí era donde entraba la universidad, junto con la posibilidad de una prometedora carrera en el mundo del cine, que era lo que siempre había soñado.
Revolví entre los papeles de la carpeta y localicé el precio que pedían por la carrera de Bellas Artes.
Tuve que contenerme para no caer desmayada.
La carrera se completaba al cursar cuarenta y ocho créditos y, si cada uno de ellos costaba alrededor de noventa y dos dólares…
—Cuatro mil cuatrocientos dólares… –calculé en voz alta.
Vislumbré cómo mis ensoñaciones se hacían añicos frente a mis ojos.
Pero si algo me caracterizaba era que era demasiado testaruda como para aceptar así como así que no podía tener aquello que quería. Necesitaba entrar en la universidad. Era la única forma que tenía de alcanzar mis metas… Y, desde luego, no iba a vivir en una chabola el resto de mi vida.
Busqué desesperadamente entre el papeleo alguna solución, dejándome la vista en medio de aquella oscuridad únicamente iluminada por la linterna de mi móvil, hasta que finalmente di con algo que podía resultar interesante.
En un pie de página, en letra pequeña, se mencionaba como quien no quería la cosa la existencia de un sistema de becas, y aquella información remitía a otro papel donde se encontraba lo que andaba buscando.
—Bingo –murmuré.
Resultaba que, al menos en Swinford, podías acceder a cualquier estudio universitario simplemente teniendo en posesión el graduado escolar y pagando la cantidad establecida, pero existía una prueba de aptitud generalizada a todas las carreras que ofertaba la Universidad en la que se premiaban los buenos resultados con ayudas económicas. Esta prueba consistía en una serie de preguntas relacionadas con cada especialidad en la que podías obtener un máximo de dos mil puntos, cuatrocientos por cada especialidad. Si en la especialidad correspondiente se obtenía un mínimo de doscientos cincuenta puntos, la Universidad te podía regalar hasta dieciocho créditos, según tus resultados; pero, además, si sobre el total de los dos mil puntos se sacaba un mínimo de mil doscientos puntos, podían ofrecerte una ayuda económica de hasta dos mil quinientos dólares por semestre.
Así que, si lograba hacer una buena prueba de aptitud, podría estudiar la carrera que yo quería a un precio razonable y en menos tiempo del estándar.
Tenía que ponerme las pilas.
Rebusqué en mi bolso hasta dar con un bolígrafo y empleé el dorso de uno de los papeles para empezar a hacer cuentas y escribir ideas.
Si conseguía hacer una prueba de aptitud lo suficientemente buena y me regalaban los dieciocho créditos que ofrecían, la matrícula se reduciría a unos dos mil setecientos cincuenta dólares en total. Es decir, que si cursaba doce créditos por año, en dos años y medio habría acabado la carrera y habría tenido que pagar quinientos cincuenta dólares cada semestre. Lograr la ayuda de los dos mil quinientos dólares en mi situación era una utopía, pero si conseguía la de mil, que era el nivel inferior, podía hacer toda la carrera becada, con una ayuda de cuatrocientos cincuenta dólares cada semestre que, si lograba ahorrar lo máximo posible, podía destinarla a ir mejorando poco a poco mi actual hogar.
Conclusión, que sólo necesitaba que me contrataran en cualquier trabajo de mierda para cubrir los gastos del día a día, sacar tiempo de donde fuera para estudiar lo necesario y soportar vivir una temporada indefinida en mi choza particular hasta tener el nivel requerido para la prueba de aptitud que quería.
Sólo.
Cogí aire.
«Vamos allá», me dije mentalmente.