viernes, 28 de junio de 2013

La Estación

Esta entrada fue escrita hace unos cuantos años, en una época muy especial de mi vida. Fue mi primer relato corto y le tengo mucho cariño, así que quería compartirlo con vosotros. Espero que os guste.

Había una vez una niña que alegremente esperaba sentada en la estación. Sus pies iban dando pataditas al aire y lucía una gigantesca sonrisa de oreja a oreja. Nerviosa e impaciente, pero feliz, alzó la vista por enésima vez en dirección al enorme reloj que colgaba del techo. Los números que indicaban los minutos casi nunca cambiaban, y para ella el tiempo parecía haberse dormido. Pero ella, como las otras millones de anteriores veces, se peinó el pelo con sus pequeñas y temblorosas manos y depositó la mirada en las viejas vías que día tras día recibían la visita de interminables trenes.
Se había arreglado para la ocasión. Se había puesto su vestido favorito, el más bonito que tenía en el armario. Se había calzado sus mejores zapatos. Tras haber pasado horas frente al espejo recogiéndose el pelo de miles de maneras distintas, había decidido dejárselo suelto, y se había pasado el cepillo a conciencia, dejándolo prácticamente liso. Hasta le había robado a mamá su lápiz de ojos y había tratado de hacerse una fina línea, sin éxito. Finalmente se había lavado la cara y había optado por un poco, casi inapreciable, de brillo de labios. Había dejado las cosas cuidadosamente, tal y como se las había encontrado, y había puesto rumbo hacia la estación.
Sentada en aquel banco, con los piececitos colgando, las manos retorciéndose ansiosamente sobre sus rodillas y su corto vestido, desbordaba inocencia. En cualquier momento llegaría el tren, pensaba, y entonces ella se convertiría en la princesa de cuento de hadas con la que siempre había soñado ser. Su sonrisa se ensanchó y volvió a mirar hacia el reloj.
De pronto, oyó un ruido. Una voz anunció la llegada de un tren. La niña se levantó de un brinco y se abalanzó sobre la vía, mirando a un lado y a otro. Al fin lo vio. El corazón empezó a latirle a mil por hora, y cada vez a más velocidad conforme el tren se iba acercando. Ahí estaba, ahí estaba. Dio unos pequeños pasos hacia atrás para dejar al tren pararse. Ya lo tenía enfrente suyo. Con las manos cogidas, buscó impacientemente con la mirada en todas y cada una de las ventanas del tren, pero no lo veía. Las puertas se abrieron y la gente empezó a salir atropelladamente del tren, empujándose los unos a los otros. Ella trotó a lo largo del andén, escudriñando todos los rostros de las personas que en unos momentos lo habían inundado. Pero ninguno era el que buscaba.
Alarmada, empezó a correr de un lado para otro. No había venido, pensó, y apretó el paso. Desesperada y sin saber qué hacer, se acercó a un guardia de seguridad que intentaba poner un poco de orden y preguntó por el tren que ella esperaba. El guardia le contestó brevemente que era el siguiente en llegar. Aliviada, volvió a respirar. Le dio las gracias con una deslumbrante sonrisa y volvió a sentarse en su banco.
El andén se vació tal y como se había llenado, y en él solo quedó la niña sentada en el banco. Los segundos apenas pasaban mientras ella esperaba y esperaba… Su sonrisa se ensanchaba a medida que se iba acercando el momento, momento que nunca parecía llegar.
Y una eternidad después, la voz volvió a anunciar la llegada de un nuevo tren.
Su corazón volvió a latir desbocado, como si quisiera ganar una carrera de caballos. Ella volvió a ponerse en pie tan rápido que nadie se hubiera dado cuenta y se acercó temblando al tren que acababa de parar frente a ella.
Las puertas se abrieron. Hombre y mujeres, niños y niñas salían del tren. Ella, muy quieta, paseó la vista de un lado para otro, buscando.
Y en ese instante le vio.
Se había encaramado a la puerta y observaba el lugar con ojos inseguros; debía de ser la primera vez que estaba allí. A la niña le dio el corazón un vuelco. Lo tenía ahí, a unos pocos metros de ella. Era tal y como lo había imaginado: guapo, alto, apuesto… Al fin había llegado su príncipe azul. Y unos segundos más tarde, ella sería su princesa y el cuento de hadas habría dado comienzo.
Ella se acercó a él, medio andando, medio corriendo. Quería demostrar seguridad en sí misma, pero el ansia de estar junto a él la estaba matando. Entonces, él se dio cuenta de quién era la niña que llevaba la vida esperándole. A ella aquella simple mirada, aquel primer encuentro de los ojos de su príncipe con los suyos le hizo pararse en seco. Apenas podía respirar y el corazón quería salírsele del pecho. Intentó seguir avanzando, pero no pudo. Se quedó ahí, con los ojos brillando como estrellas de la emoción, mientras intentaba escaparse de alguna forma de aquellos ojos en los que sin quererlo estaba buceando, tratando de volver al mundo real sin éxito. Él parpadeó varias veces, alzó una ceja y desvió la mirada. Sus pupilas se movieron en todas direcciones menos en la que se encontraba ella. La duda poblaba su rostro esculpido por ángeles y, finalmente, volvió a mirarla, tan solo unos segundos que fueron para ella como milenios, y volvió a meterse en el tren.
En ese momento, ella salió de su ensimismamiento y sus pies se movieron solos, desesperados, sin entender lo ocurrido, hacia la puerta que había sido el marco de tan maravillosa obra de arte. Su mano se alargó en su dirección, como queriendo atrapar un pájaro que se había escapado, como si pudiera cogerle y evitar que se fuera.
Pero las puertas se cerraron y el tren se puso en marcha. Y, tal y como había venido, se fue.
Y allí se quedó ella, al borde del andén, que le pareció un abismo de sombras, sin comprender lo ocurrido, con el corazón que hacía unos segundos latía a una velocidad endemoniada en uno de sus puños, y en el otro… En el otro nada, tan solo el aire que había conseguido atrapar en vez del príncipe que tendría que haber sido suyo. Sintió cómo el peso del mundo se sentaba sobre sus frágiles hombros e intentó soportarlo, pero no pudo. Se derrumbó y sus ojos se empañaron en lágrimas.
Una lágrima resbaló por su mejilla y cayó al suelo de la estación casi vacía, estación en la que solo se encontraba una niña llorando frente a una vía de tren.

martes, 25 de junio de 2013

Zoe (II): Nombres

Zoe dejó deslizar el lápiz por el papel en un último trazo y contempló su obra con gran satisfacción.
«Este es», pensó por fin.
Alzó la vista hacia el claro y sonrió con ternura, orgullosa del gran parecido que compartía con su pequeña obra. Hasta a ella misma le costaba asimilar que era la autora de la abrumadora cantidad de matices que había logrado arrancar del modelo original con apenas unos simples lápices de colores.
Se dejó caer sobre la suave hierba, cerrando los ojos para disfrutar mejor de la sensación, y se quedó así largo rato en recompensa por el gran trabajo que había realizado aquel día. Se sentía plena, embargada por una paz interior que solo era capaz de otorgarle aquel rincón del mundo en el que el tiempo parecía un concepto de otra dimensión.
No fue consciente de lo realmente tarde que era hasta que se le ocurrió levantar los párpados y vislumbró el cielo teñido de sangre a través de las doradas hojas de los árboles.
«Debería irme ya», pensó con amargura.
Se permitió unos minutos más antes de ponerse en pie y guardar su cuaderno y sus lápices en su mochila de piel marrón. Después, se la colgó del hombro y, como siempre, se quedó allí, en pie, durante lo que se le antojó una eternidad. Aquel lugar ejercía sobre ella un magnetismo tan poderoso que en esos momentos nunca se creía capaz de abandonarlo. Una voz muda resonaba en su mente, convenciéndola para que se quedara, y Zoe siempre estaba segura de que caería en la tentación. Sin embargo, sin saber muy bien cómo ni por qué, logró dar media vuelta y alejarse, prometiéndose, como cada día, que al siguiente sí sucumbiría.
Rato más tarde, la noche cubría con su negro manto estrellado el cielo y Zoe se hallaba abriendo la puerta principal de su casa, con su obra maestra en la mano.
—Ya estoy aquí –anunció en voz tenue al tiempo que cruzaba el umbral.
Su madre era la viva imagen de la preocupación cuando salió a recibirla en tropel.
—Hija, ¿dónde estabas? –preguntó, a medio camino entre la angustia y el alivio.
—¿Dónde voy a estar, mamá? –respondió Zoe tranquilamente . En el claro.
Su madre frunció los labios, consternada.
—Hija, ¿sabes qué hora es? Hace rato que cenamos ya.
Zoe fue a disculparse, pero aquel plural la había dejado desconcertada.
—¿Cenamos?
Su madre desvió la mirada, con una arruga dibujada entre las cejas.
—Papá está aquí.
«No». Zoe sintió cómo un gélido escalofrío ascendía por su espina dorsal.
Se sintió desfallecer. Justo el día que más tarde llegaba a casa era en el que a su padre se le ocurría pasar por allí.
Por un efímero instante rezó porque aquello no fuera verdad, pero su fantasía se vio pronto hecha añicos por el inconfundible rugido de su padre.
—¡Ruth! –estalló desde la lejanía . ¿Qué haces ahí? ¡Tráeme a mi hija!
La madre de Zoe lanzó una fugaz mirada hacia la puerta de la cocina y le indicó a su hija que entrara. Zoe guardó el dibujo en su mochila como pudo y obedeció.
Su padre se encontraba sentado junto a la mesa redonda, sobre la que reposaban un periódico abierto de par en par y una taza de café medio vacía. Se hallaba enfundado en un traje sencillo pero elegante, a excepción de la chaqueta gris marengo que abrigaba el respaldo de una de las sillas. Llevaba la corbata negra y lisa ligeramente desanudada, los cortos cabellos rubios ligeramente despeinados, y unas terribles ojeras surcaban su pálido y enfermizo rostro, pero aún así tenía un aspecto temible.
El hombre no habló enseguida. Bebió un sorbo de su taza y clavó sus fríos ojos grises en su hija con una intensidad tal que Zoe creyó que la estaba leyendo el pensamiento.
Una cosa estaba clara: estaba enfadado, muy enfadado.
—Siéntate –ordenó.
Zoe se acercó con paso dubitativo y escogió precavidamente una silla enfrente de su padre.
Al instante él se levantó.
—¿Qué hora es? –exigió saber.
Zoe miró de refilón su reloj antes de contestar.
—Las once y cuarto.
—¿Y te crees lo suficientemente mayor para estar llegando un día entre semana a estas horas? –gritó . ¿Cuántos años te crees que tienes?
—Dieciséis –respondió Zoe en un murmullo.
—He preguntado cuántos años te crees que tienes, no cuántos tienes en realidad.
Zoe calló. No sabía qué respuesta esperaba oír su padre. Tragó saliva, con la mirada fija en algún punto más allá de la mesa.
Él se pasó la mano por el cabello, estresado a más no poder.
—¿Me quieres explicar dónde has estado?
—En ninguna parte –contestó Zoe, con la intuición de que si le decía la verdad su ira sería aún mayor, si es que eso era posible.
El remedio fue peor que la enfermedad.
—¡¿Dónde has estado?! –repitió a gritos, cerrando la mano en un puño y golpeando la mesa con tal fuerza, que ésta se tambaleó y la taza cayó al suelo en una sinfonía de cerámica rota y café derramado.
Zoe sintió cómo las lágrimas se atropellaban contra sus ojos, presa de un miedo que hasta entonces no había sentido. Era cierto que su padre nunca había sido la persona con mejor carácter del mundo, pero no recordaba haberlo visto tan enfadado como en aquellos instantes.
Pese a todo, ella no pronunció palabra, sintiendo que con su silencio estaba, de alguna forma, defendiendo a su amado. Mas sabía bien que, aunque realmente hubiera querido decir algo, la violenta actitud de su padre la había dejado muda.
El hombre le clavó una mirada tan encendida que a Zoe se le erizó el vello de la nuca. Entonces, él desvió la vista hacia el suelo, un poco más a la derecha de donde se encontraba Zoe. Ella siguió la dirección de su mirada… y sintió cómo se le helaba la sangre en las venas.
Era su dibujo. Su trabajo de toda una tarde, y lo más importante, la plasmación del motivo por el que ella estaba allí sentada, reposaba tranquilamente sobre las baldosas de la cocina, mostrándose de manera completamente abierta ante los duros ojos de su padre.
«Dios mío, ¿por qué me odias tanto?»
Él se acercó lentamente a su obra, se agachó para recogerla y la examinó con ojos calculadores.
Los segundos transcurrieron con una lentitud que a Zoe se le antojó eterna. Escuchó el tic tac del reloj de pared, el suave quejido de la nevera y el cruzar de los coches en el exterior como si todos esos sonidos que habitualmente le pasaban desapercibidos se produjeran en su propia mente; y, sobre todos ellos, el frenético latir de su propio corazón se oía más fuerte que ninguno. Su llamada de auxilio callaba a los demás ruidos, con un apremiante retumbar cuyo ritmo parecía marcado por unas manos tartamudas, veloz como un rayo e insistente como el llanto de un bebé.
Cuando su padre finalmente le mostró el dibujo a su hija exigiendo una explicación, ella se sentía unos años más vieja y cansada.
—¿Qué es esto?
—Un dibujo –respondió Zoe.
—Eso ya lo veo.
Zoe cogió aire. Ya era tarde, no tenía alternativa.
«Lo siento, claro mío».
—Es el sitio en el que he estado.
—¿Es el sitio en el que estás todas las tardes?
Ella tragó saliva.
—Sí. Lo dibujo todos los días. Me gusta mucho.
Entonces él se dio la vuelta bruscamente, cogió un papel que descansaba sobre la encimera y lo depositó con fuerza sobre la mesa, frente a Zoe.
Un desfile de números y asignaturas bailó ante su mirada: Matemáticas, 5, Lengua Española y Literatura, 6, Física y Química, 4… Y así sucesivamente, en una procesión plagada fundamentalmente de cincos que no hizo sino conseguir marearla.
—¿A qué viene esto ahora, papá? Me dieron las notas hace un mes.
—Así que te sientes plenamente orgullosa de tus resultados.
Ahora sí sabía cuál era la respuesta correcta.
—No mucho –dijo.
—¿Estás segura? Porque no veo que te hayas molestado lo más mínimo en remontar esto.
Por fin sabía a qué dirección había querido llevar su padre la discusión desde el principio.
Zoe comenzó a sentir cómo el miedo la iba abandonando por momentos y una creciente irritación reemplazaba sigilosamente su lugar.
Calló, esperando pacientemente las palabras que ya sabía de antemano que él iba a decir.
Éstas no se hicieron de rogar. Su padre volvió a mostrarle el dibujo y le preguntó:
—¿Crees que esto te va a dar de comer?
Zoe se sintió más insultada que si le hubiera dado una bofetada.
—Papá, es mi hobby –se defendió.
—Es un hobby inútil –replicó él, y volvió a señalarle sus notas . Esto es lo realmente importante. No estás de vacaciones, estás en bachillerato y tienes una responsabilidad.
—¿Y por eso debo dejar de lado lo que verdaderamente me gusta?
Su padre golpeó nuevamente la mesa con la mano libre.
—¡No me des excusas de niña pequeña! –exclamó . Debes labrarte un futuro, para eso te pago un colegio privado. Tienes capacidad de sobra para sacar sobresalientes y no te permito que te conformes con menos.
Zoe se puso en pie, indignada.
—¡No son excusas de niña pequeña! –se quejó, pero antes de que pudiera decir más su padre la calló a gritos.
—¡No me levantes la voz! –tronó . ¡Tienes un futuro por delante y debes esforzarte al máximo por no tirarlo por la borda! Ya no estás en la ESO, estás preparando la selectividad y tu deber es sacar la máxima nota que puedas para escoger una carrera que te asegure un puesto de trabajo.
El enfado de Zoe iba en aumento.
—¿Cómo que una carrera que me asegure un puesto de trabajo? Tendré que escoger una carrera que me guste, ¿no?
—¿Acaso quieres ser una mendiga?
No podía creer lo que acababa de oír.
—¡Papá, con todas las carreras se puede conseguir un puesto de trabajo!
—Sí, puedes ser una cajera en cualquier supermercado. ¿Es eso a lo que aspiras?
Zoe abrió la boca para contestar, pero era tanto lo que quería responder que no pudo pronunciar palabra. No podía entender nada. ¿Cómo podía su padre pensar de esa manera? Para él todo era blanco o negro, no existía término medio.
Él continuó:
—Hija, estamos en crisis. En este momento hay cuatro millones de parados. ¿Quieres ser una más?
Ella no respondió enseguida.
—¿Y qué hay de ser feliz?
—¿Ser feliz? –bufó él . Lo que tienes que hacer es ser económicamente estable y después ya pensarás en ser feliz.
—¿Como tú? –sugirió Zoe.
Al instante supo que no tendría que haber dicho eso, pero lo cierto era que no podía arrepentirse.
Su padre no dijo nada. La miró con unos ojos plateados como rocas de hielo y, sin una palabra, sostuvo el dibujo ante la mirada de su hija y lo partió en dos.
—¡No! –chilló ella con un lamento de dolor, sintiendo que era su corazón lo que en realidad se partía en dos, como si ambos estuvieran de alguna manera conectados.
Él giró sobre sus talones, haciendo añicos el papel y dejando caer los restos en el interior del cubo de la basura.
Ella no podía creerlo. No quería creerlo. Era el dibujo que tanto había buscado, era el resultado de miles y miles de ellos que había trazado durante años. Con una impotencia como no había conocido en su corta vida, notó cómo los dos regueros de lágrimas que había estado conteniendo desde el primer momento se desataban y rodaban cuesta abajo sin poder ponerle remedio.
—Vete olvidando del claro y de tus dibujos, ellos no te llevarán a ninguna parte –sentenció con una voz carente de expresividad alguna . Te quedarás en casa estudiando para conseguir la nota que realmente eres capaz de sacar. Conseguirás la beca de excelencia en selectividad y estudiarás una ingeniería como yo hice.
Zoe clavó sus pupilas en las de su padre y trató de transmitirle toda la rabia y el odio que fue capaz.
—¿Quién te crees que eres para decirme lo que tengo que hacer? –preguntó con un hilo de voz . Es mi vida.
—Soy tu padre y no voy a permitir que seas una fracasada. Tomaré las decisiones que sean pertinentes hasta que seas lo suficientemente madura como para tomarlas por ti misma correctamente. Cuando ese momento llegue te darás cuenta de que yo tenía razón y me lo agradecerás.
«Jamás», fue el único pensamiento de Zoe.
—Raúl… intervino su madre por primera vez en toda la conversación.
—¡Tú cállate! –explotó de repente él . ¡Si la niña es así es por tu culpa! Créeme que si el juez me hubiera dejado quedarme con ella ahora tendría las ideas claras.
Ella puso los brazos en jarras, aparentemente impenetrable.
—La niña no tiene por qué escuchar esto.
—¡Yo decidiré lo que tiene que escuchar! ¡Ella no sabe lo que es mejor para ella!
Su madre no se atrevió a replicar. Él se dirigió de nuevo hacia su hija, quien le miró una última vez con unos ojos verdes destellantes de furia antes de recoger su mochila de piel y salir corriendo hacia su habitación.
—¡Sofía! –oyó rugir a su padre . ¡Vuelve aquí ahora mismo!
«No», pensó ella con rencor mientras notaba las mejillas cada vez más empapadas. «No lo entiendes. No me llamo Sofía». Abrió la puerta de su cuarto. «Mi nombre es Zoe».
Y, como si creyera que de esa forma él podría leerle los pensamientos, se encerró en su habitación con un portazo.