jueves, 10 de mayo de 2018

Victoria (XI): Una serie de catastróficas desdichas

El resto de la fiesta de Tiara pasó sin pena ni gloria a pesar de estar rodeada de algunas de las figuras más conocidas del panorama, como por ejemplo la famosa diva del pop Lola Belle, quien resultó ser una de las mejores amigas de la jefa de producción. El desafortunado encuentro con aquel tipo, Reuben Littler, me había dejado mal cuerpo, y la perspectiva de volver a verme en la obligación de mantener una conversación con él me causaba un rechazo innegable, así que, cuando la mañana murió para desembocar en el mediodía, abandoné la fiesta bajo el resguardo de una vaga excusa, me escabullí entre los invitados y me escapé de allí. Me había quedado con las ganas de ver de qué iba ese festival de verano que organizaban en Bridgeport, por lo que decidí que ése sería mi siguiente destino y me encaminé hacia allí.
El festival se celebraba en un parque cerca del centro de Bridgeport donde habían montado algunos puestos con comida y un montón de actividades, como una pista de patinaje, una portería para jugar al fútbol, concursos de engullir perritos calientes, puestos para pintarse la cara... En general se respiraba un ambiente familiar, de pareja o de pandillas de adolescentes para los que aquello era lo más cercano a salir de fiesta que podían experimentar.
En definitiva, un ambiente con el que yo no encajaba para nada.
No sé qué esperaba, de todas maneras. Supongo que me había acostumbrado demasiado rápido a ver celebridades por todas partes y en esos momentos bajar al mundo de los mortales, aunque fuera por un rato, me sabía a poca cosa.
Aún así, de alguna manera se me pasaron las horas en el festival. Ver a la gente de a pie haciendo sus vidas normales en uno de los escasos pulmones verdes de la gran ciudad supuso un golpe de realidad para el que no estaba preparada después del estrés y el surrealismo de los últimos días. Mientras me comía un helado sentada en la fuente que marcaba el epicentro del parque, no podía evitar que todas las escenas que se sucedían a mi alrededor me recordaran a la vida tranquila y pausada de Twinbrook y me traía escenas de mi infancia acompañada de mis abuelos.
Al final acabé por animarme y patiné un rato en la pista que habían instalado. Cuando asumí que ese día estaba llegando a su fin y no había hecho ningún contacto nuevo, decidí hacerme una foto en la caseta habilitada para ello y me marché de allí con el deseo de que la siguiente no volviera a ser en solitario. Al menos tendría un recuerdo de mi primer festival en Bridgeport.
Los siguientes días transcurrieron con la normalidad que le puedes pedir a una vida prácticamente nómada en una gran ciudad trabajando como extra de fondo en uno de los estudios cinematográficos de mayor prestigio... y con tu jefa pegada a tu culo veintiocho horas al día. Al final de la semana cobré mi primer sueldo y ese mismo fin de semana lo invertí en adquirir algún artículo de primera necesidad, como una silla, una cocina portátil y un trozo de encimera flotante para poder empezar a variar un poco más mi dieta.
A la mañana siguiente, emocionada como una niña pequeña, quise estrenar mis nuevos juguetes y hacerme unos gofres para desayunar.
Pero la suerte no parecía tener en gana darme tregua ni un solo segundo. Para cuando quise darme cuenta, mi cocina ardía en llamas ante mi atónita mirada (y de mis gofres ya ni hablamos). Sin acabar de procesar lo que estaba ocurriendo, me vi en la situación de tener que  llamar a los bomberos para apagar el fuego que acababa de generarse. Lo último que deseaba era que una panda de extraños asolara mi guarida, poniéndome en evidencia, pero a falta de extintor no me quedó otra que resignarme a que me descubrieran. Salí a trompicones de la cabaña, casi arrancándome las uñas a mordiscos en el ataque de nervios en el que estaba sumida y dándole vueltas a la posibilidad de que algún paparazzi de los que acosaban a Tiara se hubiese quedado con mi cara y fuera testigo de ese desastre. Sin embargo, ese pensamiento se me borró de un plumazo ante la venida de un miedo aún mayor.
Que mi minúscula y ridícula cabaña se viniera abajo pasto de las llamas.
Sentí que el corazón se me congelaba por momentos. Si eso sucedía, poco o menos importaba que me hubiesen visto todos los paparazzis del mundo. Aunque la situación de tener que vivir en una choza entre las lujosas mansiones de las mayores figuras públicas de Bridgeport pareciera una broma de mal gusto, me aferraría a ella como a un clavo ardiendo mil veces antes de no tener absolutamente nada.
Aquellos minutos hasta que llegó el camión de bomberos fueron de los más largos de toda mi vida, pero afortunadamente la cosa no llegó a mayores. Uno de los bomberos entró a zancadas, extintor en mano, y se deshizo del fuego en cuestión de segundos, mientras el resto de su equipo alternaban miradas entre ellos, estupefactos e impotentes ante aquella escena sacada de una comedia mala. Cuando su compañero acabó con su trabajo, salió por la puerta observándome con una expresión que bailaba entre el más absoluto desconcierto y la compasión más profunda. Sin saber muy bien en qué tono dirigirse hacia mí, me notificó que el problema estaba solucionado y que probablemente la fuente había sido la mala calidad de la cocina portátil, que, por otra parte, había quedado totalmente inservible después del incidente. Me sugirió que, la próxima vez, intentara cocinar en el exterior, ya que el ambiente claustrofóbico de mi hogar seguramente no había sido de mucha ayuda, o que esperase a poder disponer de una cocina de mejor calidad antes de aventurarme a preparar platos tan sofisticados.
Yo no sabía ni en dónde meterme. Podía percibir que el pobre hombre estaba haciendo un esfuerzo titánico por escoger las palabras, pero sus recomendaciones no habían hecho más que acrecentar mis deseos por que todo aquello no fuera más que parte de una pesadilla horrible. No había pasado más vergüenza en toda mi vida y sólo quería que todas esas personas se marcharan de mi casa y borrar todo lo que había sucedido. Por suerte, los bomberos tampoco debían encontrarse muy cómodos, pues, tras despedirlos con un escueto agradecimiento, no tardaron en subirse de nuevo al camión y salir de allí pitando.
Pues sí que me había durado el juguete nuevo. Ahora tenía unos gofres chamuscados, una cocina rota y unas ganas de morirme que no podía con ellas.
Que esperase a tener una cocina de mejor calidad, me había dicho el bombero… ¿Acaso podía caer más bajo?
Sintiéndome la más absoluta mierda del universo y sin saber qué otra cosa hacer, me serví mi calcinado desayuno en uno de los platos que había tomado prestados del comedor de los estudios y me lo comí lentamente sentada en mi nueva silla.
A partir de ahí el día transcurrió con relativa normalidad, e incluso llegué a dejar de sentirme miserable por unas horas mientras trabajaba en Plumbob. Cuando salí de trabajar, rehuyendo la idea de reencontrarme con mi dura realidad, decidí salir un poco a conocer el ambiente nocturno de Bridgeport. Fui a un club llamado The Brightmore, una pequeña discoteca situada en el sótano de un edificio del centro, esperando encontrar algún que otro famoso más y ampliar mi círculo de influencias, pero fue un fracaso más añadido a la serie de catastróficas desdichas de ese día (evidentemente, no sé qué esperaba) y, tras tomarme una copa de un sospechoso color morado con parte de los pocos ahorros que me quedaban, decidí dar por zanjado el día y regresar a casa.
Al día siguiente me desperté bastante tarde después del intento de fiesta de la noche anterior. Era el primer día desde que había llegado a Bridgeport que me levantaba sin nada que hacer por delante, y la incertidumbre inherente a ese hecho se mezclaba con la confusión y el mareo provocados por la total oscuridad que se cernía sobre mí. Siendo consciente de que, si me quedaba parada mucho tiempo, mis pensamientos volverían a jugarme una mala pasada, me hice con mi móvil para comprobar la hora, pero rebuscando en el bolso (con el cansancio de la noche anterior me había olvidado de guardarlo bajo la almohada) me topé con algo de cuya existencia me había olvidado con el ajetreo de los últimos acontecimientos.
La tarjeta de Richie Striker.
Me mordí una uña mientras consideraba la puerta que acababa de abrirse frente a mí. Richie me había pedido expresamente que lo llamara.
¿Lo habría dicho en serio?
Con esa duda revoloteándome en la cabeza, decidí seguir mi rutina habitual y, tras un breve desayuno, me vestí, guardé los platos sucios de los últimos días en mi bolsa de deporte y me encaminé hacia el gimnasio.
La idea no me abandonó durante todo el tiempo que permanecí ejercitándome en la cinta de correr. Más tarde, sentada en uno de los bancos del vestuario de mujeres, me quedé observando la pantalla de mi móvil, sopesando en mi cabeza las diferentes consecuencias de lo que podía suceder dependiendo de qué hiciera.
—Bueno, basta de tonterías –murmuré para mí misma, y procedí a marcar el número.
El corazón me latía con fuerza mientras escuchaba los interminables pitidos. Por un momento, llegué a estar convencida de que nadie me iba a responder.
Pero, por fortuna, no fue así.
—¿Sí? –sonó una voz masculina al otro lado del teléfono.
—¿Richie Striker?
—¿Quién eres?
Cogí aire profundamente.
«Vamos, Victoria, tú puedes».
—¿Ya no te acuerdas de mí? –pregunté con voz sugerente.
La respuesta se hizo unos segundos de rogar.
—La verdad es que me está costando ubicarte –contestó él con tono dubitativo.
Medité rápidamente qué decir a continuación. No le había dado mi apellido, así que tenía que ser algo que le dejase claro quién era sin dar demasiadas explicaciones para no parecer desesperada.
La solución se me presentó ante mí tan obvia que hasta me dieron ganas de reírme de mi genialidad.
—Dejémoslo en Victoria –fue mi respuesta final, parafraseando la manera en que me había presentado ante él hacía unos días.
Por suerte, Richie captó la referencia al vuelo.
—Por fin te has dignado a llamarme, ¿eh? –contestó alegremente.
Dejé escapar una risilla, encantada de que me hubiera reconocido.
—He estado algo liada, pero me debes algo y me temo que no soy el tipo de persona que deja de cobrar sus deudas.
—Muy bien, “dejémoslo en Victoria” –replicó él, divertido –. ¿Qué te parece si nos vemos esta noche en Aquarius? Es uno de los pubs más selectos de Bridgeport, no creo que tengas problema en localizarlo.
Me sonreí para mí misma, plenamente satisfecha.
—Allí me tendrás.
—¿A las diez?
—Por ejemplo.
—Pues ahí nos vemos, Victoria –acordó Richie animadamente –. Hasta esta noche.
—Hasta esta noche, Richie Striker.
Colgué el teléfono y me quedé mirando la pantalla, completamente embobada.
Si a mi yo de una semana anterior le hubieran dicho que, una semana más tarde, estaría tomando una copa con Richie Striker, hubiese pensado que me estaban tomando el pelo.
¿Podría ser que aquella quedada marcase el comienzo del fin de la serie de catastróficas desdichas?


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