miércoles, 14 de enero de 2015

Éxtasis o desesperación

Él miró de arriba a abajo a su compañero.
—Tú nunca has estado enamorado, ¿verdad?
La pregunta lo cogió tan de sorpresa que apenas supo cómo reaccionar. Observó al hombre que yacía a su lado como si fuera la primera vez que lo veía.
—¿A qué te refieres? –preguntó con cautela, evitando responder directamente.
—Me refiero a que no sabes lo que es amar a alguien. Crees que lo sabes porque has tenido lo que tú llamas unas cuantas relaciones serias, pero realmente no tienes ni idea. No sabes lo que es que tu felicidad dependa de la de otra persona.
—Es que no creo que eso sea una buena idea –replicó, molesto, tras meditar la contestación . Al fin y al cabo soy yo quien tengo que ser feliz en mi vida.
—Claro que no es una buena idea. El amor no sirve para nada sino para traer complicaciones. Seríamos mucho más felices si el resto del mundo no nos importara una mierda, pero el amor no es una elección que se hace. Tu vida es tranquila y va bien, pero un buen día te levantas y descubres que estás enamorado. Y no puedes hacer nada para evitarlo –hizo una pausa, perdido en sus pensamientos, pero pronto volvió a hablar . El amor es un sentimiento traicionero, ¿sabes? Se cuela por la puerta de atrás y te golpea con toda su fuerza, y te deja impotente en el suelo mientras no puedes hacer nada sino ver cómo rompe todas tus estructuras. No importa lo desorganizada que fuera tu vida, no sabrás realmente lo que es el caos hasta que estés enamorado. Porque da igual lo que tú creas o lo que te hayan contado, el amor es un sentimiento para el que nunca, jamás, se está preparado.
Calló, estudiando el fondo de su vaso vacío como si esperara que de un momento a otro se volviera a llenar mágicamente. El otro hombre lo contemplaba atónito, tratando de digerir sin mucho éxito la procesión de palabras que acababa de salir de la boca de su compañero. No estaba muy seguro de querer darle importancia a lo que decía, de todas maneras. Le ponía un poco nervioso la gente que hablaba como si supiera más que el resto. Sin embargo, en el fondo tenía la sensación de que en este caso debía escuchar, aunque la mayor parte de su ser lo rechazara de pleno.
De repente, recordó el paquete de tabaco que instantes antes había dejado sobre la barra del bar y casi se abalanzó sobre él, como intentando alejar de sí esos pensamientos filosóficos que no venían a cuento. Abrió la cajetilla, sacó un cigarro y lo ofreció a su acompañante, quien no había variado su posición.
—¿Quieres?
Él negó con la cabeza.
—Lo dejé.
En ese momento reparó en las negras bolsas que colgaban bajo los ojos del hombre. Por primera vez, captó tras su aparentemente tranquila mirada el abatimiento que parecía cernirse sobre él como un manto, y sintió una punzada de pena por él.
—Tío, tú no estás bien, ¿eh?
Él resopló, emitiendo un sonido que estaba a medio camino entre un bufido y una risa, pero no respondió.
El otro hombre lo miró con extrañeza, molesto por la reacción ante su intento ayuda. Se sacó el mechero del bolsillo y se encendió el cigarrillo, tomando la decisión de que tan solo era un loco más enganchado a la barra de un bar. ¿Qué sabría él? Tan solo exageraba. Se creía un sabio, pero no era más que un hombre deprimido.
—Sé exactamente lo que piensas –dijo él de pronto . Yo antes era igual que tú. Huía del amor como del diablo porque creía en la pastelosidad que los medios intentan vendernos y que ellas tienen tan idealizada. Ellas, que creen que lo saben todo del amor porque de pequeñas les contaron mil cuentos de princesas y se han tragado todas las películas vomitivas que han existido en la historia del cine, pero, ay amigo, no hay seres humanos menos preparados para el amor que ellas. Porque el amor dista mucho de ser un cuento de hadas –suspiró . De repente, el protagonista de tu vida ya no eres tú, sino la otra persona. De repente ya no es tu sonrisa, es la suya. Y esto, por romántico que suene, acojona un montón, porque lo único que significa es que a partir de ahora tu vida va a dejar de ser algo única y exclusivamente tuyo para empezar a depender de la de otra persona, y eso es algo que escapa totalmente de nuestro control… El amor solo es amor si se ama hasta el punto de que te aterrorice, de que tu primera reacción sea salir corriendo y no saber nada más del otro en un intento desesperado por recuperar ese control sobre ti mismo… aunque en el fondo sabes de sobra que volverás, porque ya te ha atrapado y ya no sabes vivir sin ella.
Lo miró de reojo, aún receloso.
—Pero tú no estás enamorado, lo que estás es obsesionado.
—Es que el amor es una obsesión –replicó él . Más que eso, el amor es como una droga. Te desboca cuando es correspondido, pero luego te deja un vacío inmenso cuando ella no está. Y esa felicidad desbordante que creías experimentar cuando estás a su lado, cuando la besas, cuando le haces el amor o simplemente cuando la miras a los ojos y ella te devuelve la misma mirada... Cuando te empapas de ella como si no existiera nada más... No es más que la falsa sensación de euforia que te proporciona una raya de cocaína. Porque cuando ella se va, parece como si una parte de ti se marchara con ella. Y entonces esa felicidad queda reemplazada por el ansia de volver a verla y recuperar ese algo que es tuyo y que ella te ha robado, y ya únicamente te sentirás en paz cuando vuelvas a consumir ese amor sin el que antes estabas tan tranquilo y sin el que ahora ya no te sientes capaz de vivir. Exactamente como una droga.
»El amor es éxtasis o desesperación. No hay término medio, y quien te diga lo contrario miente, pues si ese término medio aparece es que ese amor ya no existe. Llámalo cariño, llámalo costumbre, llámalo amistad, pero ya no es ese sentimiento que hace que el mundo deje de ser mundo, que lo que te resultaba tan importante ya no lo parezca tanto y por el que romperías todas las reglas escritas y no escritas, y si un buen día tienes que dar tu vida o simplemente dejarla marchar para que ella sea más feliz lo harás sin pensártelo dos veces, porque de repente lo que realmente importa, lo único que lo hace, es ella.

miércoles, 7 de enero de 2015

Victoria (I): Ciudad de gigantes

La bailarina giraba sobre sí misma. Su delgada figura de madera estaba roída y desteñida por los años, y ya no se llegaba a apreciar bien el color de su vestido ni el de su cabello recogido. Con los brazos alzados en una delicada pose, realizaba su pirueta a trompicones, sin prisa pero sin pausa, a medida que una melodía de campanillas sonaba, tan tenue que parecía que del revoloteo de un hada se tratase.
El Cascanueces. Durante todos esos años había abierto tantas veces aquella desvencijada caja de madera que la melodía ya resonaba en mi cabeza antes de que diera comienzo en el mundo real. Y solo pensar que aquella vez sería la última que vería a la bailarina girar me producía un nudo en la garganta difícil de contener.
Aún no asimilaba el hecho de que iba a abandonar el que había sido mi hogar y el de mi familia desde generaciones atrás. Por un momento me asaltó un ramalazo de debilidad, pero la decisión llevaba mucho tiempo tomada. Ya no me quedaba nada que me atase a Twinbrook. Era la última en la línea familiar de los Wright, y la única que seguía con vida. Quedarme en la mansión solo me traería dolor. Aquel lugar estaba impregnado de recuerdos, de vivencias durante más años de los que alcanzaba a entender mi mente. Caminar por los oscuros pasillos y divagar por las amplias habitaciones me producía una carga y un vacío realmente difíciles de soportar. Y, por eso, debía irme.
Tras la caja, una mujer me devolvía la mirada a través de un polvoriento espejo. Sus ojos, de un castaño tan claro que se asimilaba al oro viejo, aquellos ojos que tanto había alabado mi abuelo, relucían duros y firmes como la roca entre mechones de cabello castaño oscuro. No pude evitar asustarme ante la perspectiva de ser consciente de que aquella mujer era yo. Tenía el rostro demasiado serio, las ojeras demasiado marcadas y los grandes labios demasiado pálidos. Había llegado el momento de partir. Me recogí la parte del pelo que me molestaba con una horquilla en la parte posterior de la cabeza, aún al son de la lenta melodía, y cerré la caja.
Cuando la música desapareció sentí una aprensión enorme en el pecho, como si acabara de efectuar un aterrizaje forzoso contra el accidentado terreno de la realidad. Debía huir de allí de una vez. A la velocidad del rayo, empaqué mis cosas en una maleta de tamaño medio y me largué de la mansión Wright para no volver jamás.
Horas más tarde, mientras el taxi en el que iba montada rodaba colina arriba y abajo a través de páramos desiertos y frondosos bosques, se me hacía realmente difícil controlarme para no derramar unas cuantas lágrimas. Con la cabeza apoyada sobre el respaldo y un disco de rock trasnochado reproduciéndose a través de mis auriculares, no podía evitar que una nostalgia enorme se cerniera sobre mí. Aquella era la noche de mi dieciocho cumpleaños, y, por primera vez en mi vida, iba a pasarlo sola. Mucho más sola de lo que habría alcanzado a imaginar.
Inconscientemente, una de mis manos se deslizó hacia el anillo que lucía en la otra y se cerró sobre él. Había sido un regalo de mi abuela en su lecho de muerte. Supuestamente debía haber sido para mi madre, igual que lo fue para ella por parte de mi bisabuela. Supongo que mi abuela ya sospechaba entonces en dónde iba a acabar desembocando la trayectoria de mi madre, no lo sé. Yo era demasiado pequeña como para entender lo que ocurría. Para mí fue un regalo más que recibí con la misma ilusión que si hubiera sido mi cumpleaños. Recuerdo que ni siquiera me valía y que adornó la cintura de la bailarina durante años. Mi tierna abuela Roselyn... Cuánto habían sufrido ella y mi abuelo en silencio por culpa de mi estúpida madre...
El recuerdo de mi madre me revolvía el estómago. Me esforcé por alejar esos pensamientos de mi cabeza y me obligué a dormir.

—Señorita.
—¿Mmm?
—Señorita, hemos llegado a Bridgeport.
—¿Cómo?
La palabra Bridgeport había tañido en mi mente como una campana. Traté de desperezarme lo más rápidamente posible en un intento desesperado por ubicarme. Lo que vi a través del cristal de la ventanilla me dejó con la boca abierta.
A mi alrededor solo se erigían altísimos rascacielos hasta donde alcanzaba la vista. Acostumbrada al ambiente tranquilo y pueblerino de Twinbrook, me sentía como si me hubieran trasladado al escenario de una película de ciencia ficción. Me incorporé casi de un salto sobre el asiento y pegué mi nariz a la ventanilla del taxi como una niña pequeña, anonadada ante aquel paisaje. Todo eran carreteras, semáforos, altos edificios y algún que otro pequeño parque o plaza. A pesar de haber visto miles de fotografías por internet, no estaba preparada para la imagen en vivo de la ciudad.
—¿En dónde la dejo? –carraspeó el taxista.
—Hum... Al ayuntamiento –respondí, no muy concentrada.
El tráfico en Bridgeport era insoportable. Jamás en mi vida había visto tantos coches juntos. Y tanta gente... Las calles estaban totalmente abarrotadas. Eso no venía en las imágenes de internet.
Después de media hora de intensos atascos llegamos a la plaza del ayuntamiento de Bridgeport. Bajé del vehículo y el taxista me ayudó a sacar mi maleta. A continuación me cobró y se largó de allí, dejándome sola.
Alcé la mirada hacia el edificio del ayuntamiento que se alzaba tras varios tramos de monumentales escaleras. El edificio era majestuoso, pero apenas me dio tiempo a analizarlo.
—¿Victoria Legacy?
Busqué con la mirada a la persona que me había llamado. Me costaría un tiempo adaptarme al cambio de apellido.
Una mujer con el pelo castaño recogido en una cola de caballo se acercó a mí contoneándose sobre unos altos tacones. Llevaba una americana azul marino sobre una camisa de rayas y unas gafas con montura descansaban sobre su nariz.
—¿Es usted Victoria Legacy? –volvió a preguntar.
—Sí, soy yo.
La mujer me dedicó una enorme sonrisa y me tendió la mano.
—Natalie Taylor, de Inmobiliarias Richmond –se presentó, al tiempo que se la estrechaba.
—Mucho gusto –contesté.
—El placer es mío. ¿Ha tenido buen viaje?
—Más o menos. Gracias por venir a buscarme, no sé qué habría hecho para encontrar la inmobiliaria en esta ciudad tan enorme.
—No se preocupe, señorita Legacy, yo la acompaño. No está muy lejos de aquí.