martes, 9 de agosto de 2016

Kai (I): Hanan

La piedra lisa y plana rebotó dos veces sobre la cristalina superficie del estanque antes de que las aguas se la tragaran como a sus hermanas.
Kai había perdido la cuenta del número de cantos rodados que había lanzado ya al que consideraba su pequeño santuario en Hanan, su pueblo natal. En aquel pequeño y recogido lugar, fuera de miradas de curiosos, Kai pasaba los ratos muertos en los que necesitaba estar solo. Allí era donde realmente dejaba que sus pensamientos fluyeran y sus emociones le embargasen, y en donde había tomado la gran mayoría de sus decisiones. Para él era como una especie de ritual: cuando no era capaz de analizar con claridad lo que estaba sucediendo dentro de su cabeza, Kai escogía un momento en el que tuviera la certeza de que nadie iba a estar allí y se refugiaba en aquel silencioso y minúsculo paraíso para tratar de entenderse a sí mismo.
La luz de la mañana se filtraba entre las hojas de los árboles en una danza de tonos rosados y anaranjados. Aquel día, Kai había abandonado su lecho al rayar el alba, una vez hubo asumido que no iba a ser capaz de dormir más en toda la noche. A hurtadillas, había huido de su hogar procurando no despertar a su madre y se había escabullido entre la penumbra para adentrarse en ese diminuto vergel. No tenía ni idea del tiempo que llevaba ahí resguardado, pero sabía que pronto la actividad en Hanan daría comienzo y debería marcharse de allí.
Se asomó al estanque y su reflejo le devolvió la mirada con expresión seria y el ceño fruncido. Contempló sus profundas ojeras y casi no se reconoció a sí mismo. Su pelo era una maraña de mechones de color rubio cenizo sin ningún tipo de sentido, y Kai se descubrió a sí mismo intentando poner algún orden en él antes de dejar escapar un suspiro. Reparó una vez más en sus pequeñas orejas redondeadas, su condena desde el día de su nacimiento, y las odió con todo su ser como había hecho día tras día desde que había entendido lo que significaban. Aquel era el distintivo de que ese no era su lugar, a pesar de haber transcurrido toda su vida en el pacífico pueblo entre los árboles que era Hanan. Por culpa de ellas y de sus intensos ojos negros no podría elegir jamás su destino, resignándose a ser un simple arquero durante el resto de su existencia.
Kai se tapó las orejas con el pelo en un ademán violento y retiró rápidamente la mirada del estanque.
—¿Kai?
El muchacho se volteó repentinamente para ver quién lo llamaba.
Un chico alto y fornido, de pelo rubio y piel clara, lo observaba con los musculosos brazos en jarras y una amplia sonrisa entre sus finos labios. Tenía la nariz ancha, los ojos verdes con esas vetas amarillas que tan cautivadores los hacían y la mandíbula cuadrada, lo que le confería un rostro muy agradable, a pesar de que Kai siempre había pensado que tenía las facciones algo duras para ser un thaender de raza pura. Sus grandes orejas picudas en forma de hoja sobresalían perpendiculares a su rostro, y el chico no pudo evitar detenerse en ellas más de la cuenta, lamentándose internamente. Mostraba su musculado torso desnudo, vistiendo únicamente con el pantalón de tela caqui común a todos los habitantes de Hanan, arremangado por debajo de las rodillas, y aparte de eso solo llevaba su blusa blanca al hombro. Así, irguiéndose en todo su esplendor, aparentaba ser bastante más mayor que Kai a pesar de tener la misma edad que él, y el muchacho fue consciente más que nunca del enorme atractivo del joven.
—Weid –lo saludó.
Weid ensanchó su luminosa sonrisa.
—Sabía que te encontraría aquí, Kai –se acercó a él y se sentó a su lado –. ¿Qué, preparado para las pruebas de final de ciclo?
Kai se encogió de hombros.
—Supongo que sí.
Weid soltó una carcajada y le palmeó la espalda.
—Claro que sí, eres el mejor arquero de todo Hanan, y cuando acabe esta semana serás un miembro más que consolidado de la Casa, sin ninguna duda. ¿Has pensado ya si irás a Elbor?
Kai lo miró de reojo con recelo.
—Weid, para eso primero me tienen que seleccionar –dijo, aunque en el fondo podía dar por sentado que iba a tener esa opción a su alcance. Por algo había pasado toda la noche en vela.
Weid volvió a palmearlo.
—No te hagas el modesto ahora, sabes de sobra que te van a coger. Solo hay que ver cómo sostienes el arco para darse cuenta de que tienes talento. Entonces, ¿qué? ¿Lo harás?
Kai tardó unos segundos en contestar.
—No lo sé aún.
—No sabes las ganas que tengo de ir contigo y con Nera a Elbor –exclamó él con entusiasmo, como si no hubiera escuchado la respuesta de su amigo –. Ya me lo estoy imaginando: los tres juntos aprendiendo nuestros respectivos oficios, convirtiéndonos en los mejores profesionales de toda Thaenderia. Y, algún día, yendo finalmente a Eleon y viviendo allí.
Kai dejó escapar una risilla.
—Deja de soñar, Weid. ¿De verdad crees que con la de gente que hay en Thaenderia el Consejo de Sabios va a escoger a tres pringados de Hanan para entrar en la Escuela Especializada de Elbor? –replicó haciendo énfasis en las últimas palabras para tratar de que Weid se percatara de lo lejano que quedaba todo aquello.
Su amigo, lejos de eso, se limitó a hacer un gesto con la mano.
—¡Bah! No seas aguafiestas, sabes de sobra que vamos a entrar.
—¿Por qué estás tan seguro de ello? No sabes cómo son los demás aspirantes y solo entran veintisiete cada año.
—¡Porque somos los mejores, Kai! Tú tienes un don para el arco, yo no he parado de construir cosas desde que empecé a gatear y tengo mucha inquietud por seguir aprendiendo, y Nera… Bueno, es absolutamente imposible que no cojan a Nera.
Hubo un silencio en el que Weid se quedó con la mirada perdida, en dirección al estanque. Kai desvió la vista y se forzó a contener un suspiro.
De pronto, Weid volvió en sí y obsequió a su compañero con una nueva palmada en la espalda.
—Bueno, es la hora de la verdad –anunció, poniéndose en pie –. ¿Vamos?
Kai sintió con la cabeza, resignándose.
—Vamos –coincidió, en un hilo de voz.
Weid se puso la blusa y, en ese momento, encontrándose vestidos de la misma manera, Kai no pudo evitar compararse con su amigo. A su lado, Kai parecía un fideo pequeño y esmirriado, a pesar de ser un chico fibroso y esbelto. Sus espaldas apenas eran la mitad de anchas que las de Weid, por no hablar de que, si quisiera, su compañero podría darle capones con la barbilla. 
Kai ahogó un nuevo suspiro y juntos salieron del pequeño claro para regresar a la vida real.



jueves, 7 de julio de 2016

Tu Luz

Aun en la más profunda oscuridad, siempre habrá una luz que te guíe.
Ten fe en la luz, y la oscuridad nunca te derrotará.
Kingdom Hearts

Cuando una puerta se cierra, otra se abre.
A veces esa puerta no será más que un ventanuco colgando del techo, un hueco tan pequeño que no podrás evitar preguntarte cómo diablos vas a entrar por ahí; a veces será un portón gigante, tan hermoso y magnífico que te costará acordarte de la puerta que se acaba de cerrar; a veces la puerta será difícil de encontrar, y puede que la halles escondida al final de un laberinto de obstáculos; a veces se alzará ante ti desinhibida y segura de sí misma, como la entrada a una ciudad. Pero, sea de la forma en que sea, siempre existe esa puerta. Solo es cuestión de darle una oportunidad y buscarla.
Así que abre los ojos.
Abre los ojos y dime qué ves a tu alrededor. Más allá de las ruinas que te aprisionan el pecho, más allá de las cenizas de tu mundo arrasado por las llamas, más allá del polvo que colma el aire y te impide respirar. Mira más allá del cielo ensangrentado, del humo que te quema las entrañas, mira más allá de este manto de huesos astillados que algún día fueron tus sueños, más allá de los rostros grises e inertes de los que han luchado a tu lado. Observa a través del paño de lágrimas que se ha mimetizado con tus pupilas, a través del abanico de muerte que ha dejado esta guerra al marcharse, a través de esta oscuridad.
¿La ves?
Está sola y perdida en algún lugar de esta ciudad de hielo, escondida entre el polvo y las cenizas, oculta tras el humo y los cristales. Es pequeñita y tiende a pasar desapercibida si no te fijas en ella bien, pero su esencia es la más grande y bella de todas. Está por ahí, agazapada bajo las ruinas de tu corazón, tiritando de frío e incertidumbre, aterrorizada como un cachorrillo abandonado, contemplando con los ojos como platos este páramo de vacío y tristeza que ahora son los cimientos de tu mundo. Y probablemente ella todavía no sepa quién eres, pero te está buscando.
¿No la ves aún? ¿No la ves encogida sobre sí misma, atrapada entre los escombros de todas las cosas que salieron mal? ¿No escuchas su suave respiración entrecortada como un soplo de esperanza entre toda esta destrucción? ¿No sientes su inmensa fuerza, no notas toda la vida que desprende incluso desde esta orilla de dolor? ¿No la ves brillar como el sol a través de este océano de oscuridad que lucha por ahogarla?
¿No ves la luz?
Acércate a ella. Más. Haz a un lado la pena, acalla los recuerdos que gritan en tu cabeza, ignora los fantasmas de lo perdido. No la pierdas a ella, camina hacia ella, deja que ilumine tu noche de luna nueva y estrellas ausentes. Escarba entre la escarcha y la desolación y rescátala. Porque está esperando ser encontrada, y en el fondo tú sabes que nunca has dejado de buscarla. Que nunca has dejado de creer en ella, que nunca la diste por vencida, y que tampoco te has dado por vencido a ti mismo. Porque, a pesar de todo, a pesar de las ruinas y el hielo, a pesar de las  cenizas, el polvo y el humo, a pesar de las astillas y los huesos, de los cristales, los escombros y la escarcha, a pesar de todo eso, a pesar de que todo ahora esté roto y perdido, no existiría la oscuridad si no existiese la luz. ¿Y sabes lo que eso significa? Que, hasta en la más profunda oscuridad, siempre habrá una luz.
Tu luz.
Así que tómate tu tiempo, y, en cuanto estés preparado, sécate las lágrimas, coge mi mano y vamos a buscarla.
Vamos a buscar tu puerta.

viernes, 17 de junio de 2016

Victoria (VI): Port-A-Party

«No lo he conseguido», fue mi primer pensamiento. Me maldije por ser tan bocazas. Era cierto que por lo poco que había leído del guión, la película tenía de buena lo que yo de bromista, pero debía haber sido más humilde teniendo en cuenta que aquella era la primera puerta que debía cruzar en el camino que yo misma me había trazado.
Una vez fuera de los estudios, decidí no pensar en ello y darme un día de tregua. Al fin y al cabo llevaba una temporada muy dura, el viaje desde Twinbrook había sido muy largo y, lo que llevaba de día hasta el momento, una jornada muy intensa, entre la estafa de la inmobiliaria y la espera y los nervios del casting. Me apetecía sentarme en algún bar y tomar algo, aunque con lo que me quedaba de ahorros poco más podía hacer que pedir un vaso de agua. Sin embargo, eso no me frenó, y caminé un poco hasta que llegué al primer sitio con pinta de pub que encontré.
El lugar se llamaba Port-A-Party y, fuera de lo que cabría esperar de un lugar con ese nombre, tenía una pinta decente. De hecho, mucho más decente de lo que buscaba. 
Era una especie de club para fiestas, con apariencia de discoteca pequeña. Los colores azulados, oscuros y violetas inundaban el lugar, que contaba con una moderna barra de bar, una mesa de mezclas que presidía una de las esquinas sobre un podio y un pequeño escenario, por lo que deduje que además podría ser un lugar para conciertos. También había una zona de sofás para poder sentarse, y unas escaleras estratégicamente colocadas conducían a un piso superior del que nada podía saber desde mi posición.
Debía de tener pinta de despistada, porque un hombre se acercó a hablarme.
Era de raza negra, vestía completamente de negro y era alto y fornido. Tenía el pelo rapado al cero, nariz ancha y labios grandes, y los ojos ocultos tras unas gafas de sol, cosa que vi algo estúpida teniendo en cuenta que estábamos en un sitio cerrado cuya iluminación no era su mayor fuerte. Imaginé que sería una especie de guardaespaldas.
Hola, preciosa, ¿te puedo ayudar en algo?
Mal empezábamos.
Me llamo Victoria, no “preciosa” –respondí en tono hiriente.
Él, lejos de sentirse cohibido por mi respuesta, se echó a reír.
¡Vaya, con una chica con carácter hemos topado! Tienes un bonito nombre de todas maneras, así que creo que sobreviviré llamándote por él –me guiñó un ojo –. No se puede decir lo mismo del mío, pero puedes llamarme Champ.
¿Qué clase de nombre era Champ? ¿Y por qué no desistía en su empeño por adularme? Tomé la decisión de largarme de allí.
Eh... Mira, Champ, será mejor que me vaya. Creo que me he equivocado. O mejor dicho –rectifiqué –creo que tú te has equivocado.
Él volvió a reírse, esta vez más fuerte. Comenzaba a darme miedo.
Hay que ver lo rápido que se asustan las niñas de hoy en día. No te preocupes, no voy a intentar nada contigo. ¿Te quedas más tranquila?
Champ me sonrió ampliamente, pero lo cierto era que no sabía si confiar en él o no.
Dime, ¿buscas a alguien?
Alcé las cejas, sorprendida por la pregunta.
¿Qué? No, ¿a quién voy a buscar? Si no conozco a nadie –se me escapó, y ya me resigné a dar explicaciones –. Me acabo de mudar.
¡Ah! ¿Estabas de visita cultural por Bridgeport y te ha llamado la atención mi humilde local? Lo comprendo, tiene un encanto particular –dijo con un suspiro, sin dejar de mostrar su desfile de blanquísimos dientes, que contrastaban con el color oscuro de su piel.
Aquel lugar tenía más bien poco de humilde, pensé echando un vistazo a mi alrededor, perpleja.
Es broma –me susurró al ver mi expresión –. No estés tan seria, que se te va a caer la cara de lo poco que la usas.
No pude evitar sonrojarme. Nunca se me había dado demasiado bien captar las bromas, y la gran mayoría de las veces ni siquiera me hacían gracia.
En realidad solo buscaba un lugar donde tomar algo –dije, cambiando de tema.
Él se encogió de hombros, apenado.
En ese caso creo que te has equivocado de sitio. Esto es una nave para fiestas, así que me temo que no es exactamente el lugar que tenías en mente. Pero por ser tú podría ofrecerte una copa, si quieres, claro.
Rechacé la oferta inmediatamente.
No, gracias, no tengo ganas de tomar alcohol –«por no tener no tengo ni la edad legal para beber», pensé para mis adentros, «ni dinero para pagarlo... ni ganas de que tú me invites» –. Creo que buscaré otra cosa.
Champ asintió.
Hay un bar relativamente cerca de aquí. El camino no es directo, pero no es difícil de encontrar. Si quieres puedo indicarte yo mismo.
Consideré la propuesta, pero finalmente decidí que en realidad tampoco me merecía la pena desvivirme por un mísero vaso de agua.
Gracias, pero creo que he cambiado de idea.
El hombre dejó de sonreír por primera vez.
¿Te he hecho sentir mal? –preguntó –. Lo siento, no era mi intención.
Parecía sincero en sus palabras, así que reconsideré si no lo habría juzgado antes de tiempo.
No, no –respondí –. Perdona, es que ha sido un día largo.
Él me sonrió nuevamente, y esta vez su sonrisa estuvo cargada de comprensión.
No te preocupes, todos tenemos un mal día de vez en cuando –metió su mano en un bolsillo y de él sacó una tarjeta blanca que me tendió –. Toma. Ahora tengo algunos asuntos que atender, pero si en algún momento necesitas que te echen una mano con algo puedes llamarme. Esta ciudad es muy grande y cuesta adaptarse a ella.
Vacilé, pero finalmente acepté la tarjeta que me ofrecía.
Él sonrió.
Bien, Victoria, pues hasta otra. Espero verte pronto, no todos los días se tiene el placer de conocer a una chica como tú.
Su voz quedó flotando en el aire mientras yo acababa de leer la tarjeta que me acababa de alargar:

Champ Ward
Propietario de "Port-A-Party"

viernes, 10 de junio de 2016

Zoe (V): Heridas sin sangre

El dolor de cabeza era insoportable. Zoe ya no sabía cuánto tiempo llevaba despierta, ni cuánto llevaba dormida. La transición entre el sueño y la vigilia se había producido lenta y confusamente. De hecho, Zoe todavía tenía dudas acerca de si seguía o no durmiendo. Sentía su boca pastosa y los párpados le pesaban tanto que era incapaz de levantarlos. Era como si se los hubieran sellado con alguna clase de pegamento extrafuerte. Se sentía mareada y desubicada, y no recordaba absolutamente nada de las últimas horas, incluso días, no podía saberlo con exactitud. Su mente era una tábula rasa que en esos momentos lo único que hacía era luchar por funcionar.
Muy lenta y casi dolorosamente, Zoe fue notando cómo su cabeza se iba despejando, y empezó a escuchar a su alrededor voces que su mente apenas se esforzaba por procesar. Poco a poco, los recuerdos se fueron acumulando en la retaguardia de su cerebro: los gritos de su padre, el dibujo del claro roto, la discusión con su madre, el dolor en sus pies mientras corría descalza... El estanque tragándola hacia el fondo... 
Frunció el ceño. Vaya sueño más extraño había tenido.
De pronto, se dio cuenta de que no la cubría ningún tipo de manta. Se habría dormido de cualquier forma sobre la cama por el agotamiento. Alargó un brazo para alcanzar su edredón, pero su mano gimoteó en el aire antes de dejarse caer sobre su piel desnuda. ¿Ni siquiera había hecho la cama? Y, ¿por qué no llevaba puesto el pijama? Extrañada, se palpó el cuerpo, y descubrió no sólo que no llevaba el pijama encima: no llevaba literalmente nada puesto.
Eso sí que era raro. Podía creerse que su cansancio la hubiera llevado a quedarse dormida a mitad de cambiarse de ropa, pero, ¿dormirse tal y como su madre la había traído al mundo? Zoe se guardaba mucho de no quedarse desnuda más de una milésima de segundo. ¿Cómo había podido ocurrirle eso?
Alarmada, recayó en las voces que segundos antes había ignorado. Se desvivía por creer que no se encontraban en la misma habitación que ella, pero sonaban demasiado cercanas como para que no fuera así. Intentó escuchar lo que decían, pero aún con la cabeza completamente despejada no hubiera sido capaz. Hablaban un idioma extraño, suave y envolvente, con un acento cantarín que alargaba las eles y lo que parecían vocales. Trató de identificarlo con todas sus fuerzas, pero no se parecía a nada de lo que había escuchado con anterioridad.
¿Qué demonios estaba ocurriendo?
Se percató de que esa gente, fuera quien fuera, estaba ahí, a su lado, charlando alegremente mientras ella “dormía” sin ninguna clase de ropa encima. Deseando que estuvieran demasiado ocupados hablando entre ellos como para que les hubiera dado tiempo a reparar en su desnudez, Zoe buscó a tientas su edredón para deshacer la cama sigilosamente, pero pronto descubrió con pavor que no reconocía el lugar donde se hallaba tendida. Aquella superficie era mullida, pero no era una cama. Al tacto, aventuró que descansaba sobre un lecho de alguna especie de hierba, mucho más suave y esponjosa que la que ella conocía, que se deshacía entre sus dedos. Presa de un ataque de pánico y sin atreverse aún a abrir los ojos, rodó hacia un lado y se encogió lentamente lo máximo que pudo, deseando con todas sus fuerzas que lo que estaba ocurriendo no fuera más que una terrible pesadilla.
De repente, una voz femenina cortó la conversación de sus compañeros y dijo algo en ese extraño y cantarín lenguaje. Se hizo un profundo silencio. Zoe notó las miradas de esos desconocidos clavadas sobre ella, y no pudo evitar encogerse un poco más, clamando internamente por que se la tragase la tierra. La voz de un hombre murmuró algo, y entonces no solo sintió cómo los ojos de los presentes la atravesaban, sino que escuchó pasos que cada vez sonaban más próximos.
Zoe contuvo la respiración, con el corazón latiéndole a una velocidad tan endiablada que temió que le fuera a estallar de un momento a otro, y sintiendo tanta vergüenza que su cerebro se negaba a trabajar pese a las millones de preguntas que circulaban por él en esos instantes. Apretó los párpados muy fuerte, encogiéndose aún más de manera inconsciente, y fue entonces cuando sintió esa mano sobre su piel.
Zoe pegó un chillido y brincó como un resorte nada más notó el contacto con el desconocido. Movida por un total instinto de supervivencia, corrió como alma llevada por el diablo hacia el primer lugar que vio, buscando con desesperación algo tras lo que esconderse, y acertó a taparse con lo que parecía una especie de manta arrugada en un rincón. Se acurrucó lo máximo que pudo contra la pared, echándose rápidamente la manta por la cabeza, y comprobó con pavor que la “manta” en cuestión era la tela más transparente que había visto en su vida. Histérica perdida, volvió a gritar, notando lágrimas de desesperación agolparse en sus pestañas. Le dio mil vueltas a la tela buscando la manera de cubrir su desnudez de la manera más efectiva, y comenzó a hiperventilar al darse cuenta cada vez con más certeza de que era imposible. Con el corazón a punto de salírsele del pecho, buscó de nuevo por la habitación, y de pronto vio lo que parecía una especie de bañera de un extraño material llena de agua. Sin pensárselo dos veces, corrió hacia y ella y saltó dentro, derramando parte del agua fuera. Se aseguró de cubrirse lo máximo posible con brazos y piernas y confió desconsoladamente en que el efecto óptico del agua la mantuviera a salvo.
Fue entonces, aún con el corazón luchando por salírsele del pecho, cuando observó por primera vez a las personas que compartían habitación con ella, y no pudo evitar pegar un pequeño bote dentro del agua.
Eran cuatro, una mujer, dos hombres y, al fondo, junto a la puerta, una chiquilla en la frontera entre la niñez y la adolescencia. La mujer debía de rozar la cuarentena, y era una mujer imponente, de anchos hombros y caderas, algo entrada en carnes, que la observaba sonriente. Tenía el pelo de color verde lima, con mechas anaranjadas, rosadas y de un brillante amarillo a partes iguales, revuelto en un enmarañado recogido que en esos momentos Zoe no se encontraba ni en la capacidad de entender. Iba vestida con un extraño atuendo de telas imposibles que revelaba más carne de la que Zoe estaba dispuesta a soportar, la mayoría de ella impregnada de coloridos tatuajes, y parte de la ropa que sí la cubría dejaba entrever la desnudez de la mujer a través de transparencias que definitivamente Zoe no necesitaba conocer.
Los hombres no tenían nada que ver entre sí: mientras uno, el mayor de ellos, que rondaría la cincuentena, era bajito y bastante regordete, el otro era un muchacho alto y joven, de unos veintipocos años, delgado y musculado. Ambos también tenían el pelo de colores extraños, el mayor de un curioso verde botella y el joven de un profundo azul marino, aparte de poseer la piel bronceada plagada de tatuajes como la mujer que los acompañaba. Apenas iban vestidos, con un pedazo de tela amarrado a sus piernas que a duras penas cubrían sus partes íntimas y poco más.
La chiquilla del fondo, por su parte, debía de tener unos doce años. Agazapada contra la puerta, cabizbaja y en una actitud incluso más tímida que la de la propia Zoe, dejaba que su larguísima melena, que le caía hasta la cintura en una cascada de cabellos negros con reflejos violetas, ocultase parte de su rostro. No parecía muy alta y vestía unas telas opacas que tapaban bastante más parte de su piel que la de sus compañeros y que apenas insinuaban las incipientes curvas propias de la preadolescencia.
Pero lo que más impactó a Zoe no fue el extraño y revelador vestuario, ni los coloridos tatuajes, ni los estrambóticos colores de sus cabellos; ni siquiera llegó a reaccionar como se merecía ante el intenso azul marino de los ojos del hombre mayor, ni el sobrenatural turquesa de los del joven, ni siquiera el antinatural rosa pálido de los irises de ambas mujeres. Lo que realmente hizo que el pulso de Zoe se detuviera fueron las extrañas y desagradables heridas sobre la caja torácica de todos ellos, una especie de aberturas horizontales que parecían haberles practicado con un cuchillo sobre la piel que cubría sus costillas. Todos tenían seis, tres a cada lado, siendo las inferiores las más largas y las superiores las más cortas, como pliegos de piel colgante que dejaban entrever algo de la carne que había debajo.
Zoe ahogó un chillido. Deseó con todas sus fuerzas desmayarse, pero no fue capaz. A cambio, se quedó con la mirada clavada en los cortes de los seres que la estudiaban, incapaz de apartarla, casi esperando a que empezaran a sangrar en cualquier momento, pero eso no sucedió. De pronto, algo hizo clic en su cerebro y se percató de que había visto esa clase de “heridas” en alguna parte... En otro tipo de ser vivo.
Eran branquias.
Antes de que Zoe pudiera cuestionarse nada más, la mujer del cabello verde lima se acercó unos pasos hacia ella, vistiendo una sonrisa divertida, y comenzó a hablarla en su irreconocible idioma. Zoe se echó hacia atrás dentro de su bañera todo lo que pudo, cubriéndose inconscientemente con las manos. El hombre rechoncho avanzó hacia la mujer y posó una mano sobre su hombro, diciéndole algo que Zoe no comprendió. La mujer le replicó, y a continuación volvió a dirigirse hacia Zoe y le habló de nuevo. Zoe permaneció callada, ahora sin poder apartar la vista de sus antinaturales ojos rosados y sintiendo se le escapaba la respiración por momentos.
El muchacho joven intervino entonces, hablándole a la pareja más mayor. Intercambiaron unas palabras entre ellos con expresión confusa y, tras un breve silencio, la mujer se dirigió una última vez hacia Zoe. Los ojos de la chica bailaron nerviosos entre los presentes, de color vivo de tatuaje a color vivo de cabello y a color vivo de ojos a posteriori, y preguntándose cómo a esas alturas no se había desmayado aún. 
La mujer se acercó un par de pasos más, muy tranquila y portando una cálida sonrisa. Posó una mano sobre su pecho y pronunció una palabra que Zoe no acertó a descifrar. A continuación, extendió la misma mano hacia la chica y volvió a sonreírla.
Zoe se dio cuenta de que la mujer esperaba una respuesta por su parte. Súbitamente, su miedo y su nerviosismo disminuyeron, percatándose de que la mujer, fuera la criatura que fuera, no deseaba hacerla daño sino comunicarse con ella. Para su propia sorpresa, se descubrió a sí misma arrepintiéndose de no haber prestado más atención a la palabra que había pronunciado la mujer y agudizó el oído por si volvía a decirla.
Ella pareció haber escuchado su súplica interna, porque, sin dejar de sonreír, volvió a colocar la mano sobre su pecho y a repetir la palabra:
Isshia.
Esperó un par de segundos y de nuevo extendió la mano hacia ella. Zoe se quedó unos momentos dubitativa, hasta que comprendió de repente. 
La mujer acababa de decirle su nombre, y en esos momentos aguardaba a que la muchacha le dijera el suyo.
Zoe dudó unos instantes antes de decir, finalmente, con la voz pastosa:
Zoe.
La sonrisa de la mujer se ensanchó, y, asintiendo con la cabeza, le ofreció la mano para ayudarla a salir del agua.


jueves, 17 de marzo de 2016

El camino correcto

Llega un momento en tu vida en el que cualquier consejo o frase motivadora que puedas recibir del exterior deja de aplicar.
Si algo he aprendido últimamente es que no hay una sola solución para un mismo problema, y hay veces que ni siquiera hay solución. No existe una verdad generalizada a la cual te puedas agarrar como un clavo ardiendo, pensando que de esa manera solucionarás mágicamente tu vida. Mucha gente se cree en la potestad de decirte lo que debes o no hacer dadas unas determinadas circunstancias, y, aunque sea con buena intención y lo digan con un convencimiento absoluto, esto no quiere decir que lo que según ellos debas hacer sea lo que tú necesites hacer. Y esto sucede porque cuando te aconsejan, no lo hacen pensando en ti, no se ponen realmente en tu piel e intentan pensar y sentir como tú lo haces, sino que piensan en lo que ellos mismos harían en tu lugar… Claro, que tampoco tienen ni idea de cuál es tu lugar realmente, porque es muy fácil quedarse en la perspectiva cómoda de contemplar el problema desde lejos.
Todas las complicaciones que te puedan surgir en la vida se circunscriben a un contexto y una situación concretos. Esto quiere decir que puede que para un problema cuya solución pueda parecer obvia, en realidad puede que no lo sea tanto. ¿Acaso saben lo que piensan o sienten las personas implicadas, saben cómo son y cómo reaccionan ante los problemas y saben por qué momento de su vida están pasando como para juzgar lo que es correcto y lo que no? Por mucho que te esfuerces en explicarle a alguien los detalles de tu problema, por mucho que tengas la capacidad de expresar en palabras tus sentimientos y por mucho tiempo que inviertas en contarle a alguien la historia de cómo has llegado hasta el punto en el que estás, siempre va a haber cosas que se escapen tanto a tu entendimiento y conocimiento como a los de la persona que te intenta (o no) ayudar. Y esto no es porque no les importe aquello por lo que estás pasando (o tal vez sí, también hay que considerar esa posibilidad), sino porque, hasta en el supuesto caso de que fueras capaz de expresarte con la suficiente claridad como para transmitirle a alguien lo que te está pasando por dentro, siempre lo van a mirar desde el prisma de su experiencia. Y la voz de la experiencia es una voz peligrosa, porque puede que esa voz sea la de alguien que ha perdido la fe en la vida. 
Aunque este no fuera el caso, la gente, y me incluyo, tiende a pensar que otras personas, en el supuesto de que se sientan igual, reaccionarán igual ante un mismo problema, y para nada esto es cierto. Alguien echado para adelante le plantará cara al problema y se devanará los sesos día y noche hasta encontrar una solución. Alguien inseguro e indeciso se devanará los sesos como el primero, pero nunca logrará averiguar cuál es la solución al problema y se quedará estancado en él. Alguien abierto y transparente hablará con muchas personas para que le intenten ayudar. Alguien cerrado y hermético intentará solucionar el problema por sí mismo y, además, procurará que nadie se entere de que tiene un problema. Hay gente que tiene una capacidad de expresión fantástica, y hay gente que es incapaz de ponerle palabras a lo que le pasa por dentro. Y hay gente que tiene muy claros sus sentimientos y gente que por mucho que intente entenderse a sí mismo no llega a tener jamás ni puñetera idea de lo que quiere o siente. Dependiendo de con qué tipo de persona te topes, puede que lo que a simple vista parezca que sucede no tenga absolutamente nada que ver con lo que está pasando en realidad, y esto es un factor muy importante que la gente suele pasar por alto.
No digo que haya que menospreciar la opinión de los demás, al contrario, porque siempre he pensado que cuantas más opiniones recibas y más diferentes sean, mejor. Ya no solo porque resulte muy útil para uno mismo contrastar puntos de vista de distintas fuentes y sacar tus propias conclusiones, sino porque sencillamente a veces necesitas sacar lo que llevas dentro, o recibir criterio de alguien que ve las cosas desde fuera para asegurarte de que no te vuelves loco y de que no te estás ahogando en un vaso de agua. Pero que eso no te impida valorar las cosas desde tu posición, porque al fin y al cabo eres tú el que las está viviendo y eres tú el único que sabe con certeza qué siente y qué necesita para volver a estar bien.
Hay un consejo muy recurrente ante muchas situaciones que es: “pasa del tema”. Lo ideal, si fuera posible. Pero, desgraciadamente, simplemente porque te digan esta frase no te curan. A veces cuesta poco, pero otras veces cuesta mucho, mucho tiempo “pasar del tema”. Y, a veces, por mucho que te esfuerces, nunca acabas de “pasar del tema”. Entonces, si no pasas del tema nunca, ¿qué sucede? ¿Acaso es que no eres lo suficientemente fuerte? ¿Acaso es que estás roto y no eres capaz de hacer las cosas “bien”? 
Ni una cosa, ni la otra: eres humano y, te digan lo que te digan, es completamente lícito no ser capaz de superar algo, porque eso simple y llanamente significa que fue tan importante para ti que aún te sigue doliendo. Y puede que abandonarte al pasotismo haga que, con el transcurso del tiempo, logres que el dolor remita… Pero siempre quedará ahí la cicatriz, y lo malo de las cicatrices es que forman parte de ti y es imposible olvidarlas.
Tenemos una imagen preconcebida de que el fuerte es aquel al que no le duelen las heridas y que es capaz de continuar con su vida pase lo que pase. Y, sin embargo, creo que a veces el más fuerte no es el menos débil, sino el que es capaz de mirar a los ojos a su dolor y hacer lo que sea para curar esas heridas, por mucho que escuezan. Porque la realidad de la vida es que “el fuerte”, el que “siguió adelante”, fue un cobarde y se rindió. Y por las mañanas se levanta y continúa con su vida, pero por las noches, en la soledad de su cama, la incertidumbre del qué pudo pasar le sigue atormentando, y no puede evitar que esas heridas que en su día simuló ignorar sangren como el primer día.
A veces el camino correcto no es el más evidente, ni es el más fácil. A veces, ni siquiera es el correcto. Porque el único camino que debes seguir es el que en el fondo de tu ser sabes que necesitas seguir. Y la gente se empeñará en guiarte por caminos lisos y rectos, sin obstáculos, para que no te hagas daño. Pero, a veces, por paradójico que suene, es que necesitas hacerte daño para poder curarte. A veces, sencillamente no estás dispuesto a rendirte. Que la gente diga lo que quiera, que digan que eres un kamikaze y que estás loco por meterte por todo el puñetero medio de un bosque de espinas, pero si arriesgándote a salir peor parado es la única opción que tienes para liberarte de una carga que no estás en la obligación de llevar durante todo el resto de tu vida, si te puedes librar de convertirte en un alma en pena compañero de piso del demonio de la incertidumbre… Pues a la mierda. A la mierda el miedo, a la mierda el orgullo, y a la mierda la opinión de los demás. Y sí, podría ignorar mis heridas, podría dejar que cicatrizasen solas y bordear seguramente el bosque de espinas… Pero es que yo quiero curarme.
Al final, da igual qué te digan ni quién te lo diga. Olvídate de estigmas, no existen los caminos correctos e incorrectos, y olvídate de pensar que alguien que no seas tú te va a solucionar la vida con una frase mágica. Lo único que te puede aportar alguien externo a ti son herramientas para ayudarte a entenderte mejor y averiguar qué es lo que quieres y lo que necesitas para poder salir de tu agujero. Porque al final, lo único que importa, lo que verdaderamente importa, es que tú estés bien, y nadie más que tú mismo puede saber cuál es el camino que debes seguir para que eso suceda.

lunes, 29 de febrero de 2016

Gabriel (III): El precio de la hospitalidad


María permaneció lo más inmóvil que le fue posible, casi aguantando la respiración, hasta que oyó al hombre roncar. Entonces, se incorporó y, sentándose al borde del camastro viejo, se echó a llorar.
Se cubrió con sus propias ropas, sintiéndose sucia y avergonzada, mientras las primeras lágrimas caían silenciosas. Como todas las veces que ocurría, en aquellos momentos solo deseaba desaparecer del mundo. Desgraciada, despreciable y humillada, la única razón que le impedía buscar en uno de los cuchillos de la cocina su liberación era él: su pequeño, tierno e inocente Gabriel.
Como las anteriores veces, intentó consolarse pensando que al menos en esos momentos tenían un techo bajo el que resguardarse... Aunque el precio a cambio de él fuera el único que María podía pagar. Había perdido la cuenta de los años que llevaba sin un duro en el bolsillo, y hasta la fecha se las había apañado como había ido pudiendo. Pero un niño de seis años no debía vivir a la intemperie, y si aquella era la única forma de que Gabriel tuviera algo parecido un hogar... Que así fuera.
Sin embargo, era consciente de que la “hospitalidad” del hombre que roncaba sonoramente a su vera podía no ser eterna, y María se sentía en un callejón sin salida. Necesitaba dinero desesperadamente, tanto que aunque consiguiera un trabajo decente no sabría ni por dónde empezar. Necesitaba en primer lugar estabilidad para al menos alimentarse a ella misma y a Gabriel regularmente, pero no podía simplemente conformarse con eso. Gabriel precisaba de un techo propio, con todo lo que eso conlleva, y de una educación, como corresponde a cualquier niño, pero para poder solicitar una plaza en un colegio público María tenía que solucionar previamente una serie de cuestiones que temía más que al mismo Dios... Al igual que para solicitar un trabajo.
A María la buena suerte nunca le había sonreído. No solo no tenía dinero ni para vivir, sino que además no tenía la educación necesaria, ni estudios, ni familia o amigos que pudieran ayudarla. Por no tener, ni siquiera tenía papeles que la hiciesen legal en el país... Y una desventura tras otra era lo que la había llevado a esa situación, con un niño a cuestas al que debía mandar hacer todos los recados por miedo a que alguien la encontrase y la exigiese una serie de explicaciones que ella temía revelar.
Poco después, María se obligó a serenarse y continuar con su vida. No podía arriesgarse a que aquel señor la viera llorando, y mucho menos Gabriel. Tosió varias veces, se limpió las lágrimas y, con la espalda erguida y la cabeza bien alta, acabó por vestirse y salió del dormitorio como si nada hubiera pasado. Se miró en el espejo del baño, lavándose una y otra vez la cara con agua fría hasta que se cercioró de tener el rostro de la mujer fuerte que aparentaba ser, a pesar su piel mortecina y las enormes bolsas bajo sus ojos. Se recogió el pelo con una pinza, pensando que así ofrecería una imagen más respetable, pero entonces descubrió el moratón que lucía sobre su hombro izquierdo.
Mierda –musitó.
Alarmada, dio media vuelta y deslizó la camiseta que llevaba puesta hacia abajo para revelar parte de su espalda. Y allí estaba: otro moratón enorme que cubría la parte posterior del hombro.
Ese cabrón había vuelto a pasarse de la raya, pensó María cabreada mientras volvía a entrar en la habitación en busca de alguna otra prenda que la cubriera más. Relacionó los moratones rápidamente con los golpes que había recibido cuando el gordo borracho la había empujado sin medir en absoluto su fuerza contra el cabecero de la cama, y solo del recuerdo de lo que había sucedido apenas un rato antes le entraron ganas de vomitar.
De pronto, María volvió a toser. Se dobló sobre sí misma, justo cuando se agachaba a recoger una chaqueta del suelo, y trató sin ningún tipo de éxito de frenar los fuertes y secos sonidos que salían de su boca para no despertar al durmiente hombre. Cada vez la tos era más sonora y dolorosa, y su intento de detenerla no hacía más que empeorarla. El hombre se revolvió en la cama, emitiendo gruñidos de molestia, hasta que finalmente María tuvo que cesar en su intento de silenciar su tos y él acabó por despertarse del todo.
Nena, ¿quieres parar con esa mierda ya, joder?
María lo intentó de nuevo, pero ya nada podía hacer para evitarlo. Sentía la garganta en carne viva, y la tos cada vez sonaba más y más desagradable.
Nena –la palabra sonó esta vez como una afilada daga –. Vete a joder a otra parte. Se me están quitando las ganas de follarte. Y ya sabes lo que eso significa.
Pero a María no le hizo falta ni digerir la amenaza. De pronto, la tos se fue tal cual había venido.
Eso está mejor –comentó el hombre, aliviado –. Venga, nena, ven aquí –dio unas palmaditas sobre el colchón –. No soy el único al que has despertado.

Sí –murmuró ella, pero su atención estaba puesta en otra parte.

Ante sus ojos, sostenía la mano con la que se había tapado la boca para acallar la tos.
Una mano totalmente ensangrentada.



← Gabriel (II): Lluvia de meteoritos   |  Próximamente 

jueves, 14 de enero de 2016

Victoria (V): El casting

Victoria, ¿no? –dijo una de las mujeres que se hallaba tras la mesa, estudiando mi cuestionario.
Asentí enérgicamente.
Premio a la mejor actriz en el instituto durante varios años consecutivos, has participado en varias obras con compañías de teatro, has hecho giras por todo el país... –me miró directamente a través de sus impolutos cristales . ¿Quién diablos es Tom Allen?
La mujer que me observaba rozaría la cuarentena y era tan delgada y estilizada que costaba creer que sus huesos no se quebraran sobre sí mismos. Tenía la tez pálida, el pelo castaño claro corto como si fuera un chico, pero con un flequillo de peluquería, y los ojos algo rasgados del mismo color. En su rostro destacaban unos pómulos marcados y se atisbaban indicios de posibles retoques quirúrgicos (no podía ser que esa nariz y esos labios tan perfectos fuesen suyos, además de no tener ni rastro de arrugas). No se podía apreciar bien estando sentada, pero parecía bastante alta.
Y también una estirada de campeonato.
Es uno de los más grandes en Twinbrook –contesté.
Por supuesto de Tom Allen lo único que había verídico era el nombre, que lo había tomado prestado de un compañero del instituto con el que nunca tuve demasiada relación.
Ah, Twinbrook –replicó, y en su voz se apreció claramente una nota de desprecio.
«Seguro que ni siquiera sabías que existía», pensé, aunque me moría por decirlo en voz alta.
La mujer continuó leyendo mi retahíla de logros completamente ficticios, aparentemente sin prestar demasiada atención. Me hubiera jugado un brazo a que sus ojos saltaban de un párrafo a otro casi aleatoriamente, hasta que decidió que ya había tenido suficiente y apartó el montón de papeles a un lado sin poner mucho cuidado.
Bien, veamos qué sabes hacer.
Respiré hondo, repasando a toda velocidad las líneas que me habían hecho aprender minutos antes.
«Vamos, Victoria, mientes como si te pagaran por ello, esto no puede ser muy distinto», me infundí ánimos a mí misma.
Me tuvieron durante un buen rato recitando frases de una película y de otra (la mayoría de ellas nada tenían que ver con el género del filme por el que me estaba presentando), gritando y gimoteando como una histérica y corriendo de un lado para otro para comprobar mi resistencia física. También me pidieron que les mostrase diferentes expresiones faciales y más tonterías de las que no entendí demasiado bien el motivo, hasta que mi nueva y estirada amiga declaró que era suficiente.
La mujer invirtió los siguientes segundos en estudiarme de arriba a abajo, hasta que finalmente habló.
¿Cómo decías que te llamabas?
Victoria –respondí, algo molesta . Victoria Legacy.
Y dime, Victoria Legacy, ¿por qué crees que deberíamos contratarte?
Ni sé de dónde salió lo que a continuación salió de mis labios, pero no titubeé ni un instante cuando dije:
Porque me necesitáis.
La mujer y sus dos compañeras alzaron las cejas, visiblemente sorprendidas ante mi respuesta. Yo también estaba algo sorprendida, a decir verdad.
Y, si puede saberse, ¿por qué te necesitamos, Victoria Legacy? –quiso saber ella . ¿Qué te hace pensar que has actuado mejor que los otros cientos de personas que han pasado por aquí antes?
¿Actuar? No, hombre, no, no me refiero a eso. Yo qué sé si he actuado mejor o peor que nadie. Me refiero a esto –dije, dirigiéndome de nuevo a la mesa donde poco antes había dejado mis frases y sosteniéndolas en alto . El guión es una basura. El diálogo es insípido, las escenas intrascendentes, y, ¿se puede saber de dónde habéis sacado estas frases? No he leído nada más estúpido en mi vida. Creía que Plumbob no se permitía este tipo de bodrios.
Las mujeres que se hallaban al lado de mi principal interlocutora se giraron hacia ella, visiblemente afectadas, como pidiendo hablar, pero ella levantó una mano y me observó a través de los cristales de sus gafas con los ojos entrecerrados.
¿Acaso sabes con quién estás hablando?
Me encogí de hombros, aparentando que poco me importaba, aunque por dentro temía haberme pasado de la raya.
Soy Tiara Angelista, una de las productoras más aclamadas de Plumbob.
Madre de Dios, pensé, comenzando a notar cómo sudores fríos circulaban por mi espalda. Conocía de sobra la trayectoria de Tiara Angelista, y no podía creer que acabase de soltarle lo que precisamente acababa de soltar a uno de mis ídolos en la industria del cine. Si no la había reconocido anteriormente había sido porque jamás había visto una fotografía suya, además de que al estar a la sombra no era una cara demasiado conocida de puertas para afuera.
Pensé en la posibilidad de disculparme, pero dadas las circunstancias ya era tarde para echarme para atrás. Le sostuve la mirada y, sin dejar que me temblara la voz, respondí:
En ese caso no debería molestarle lo que he dicho. Usted es productora, no guionista. No dudo de que sabrá hacer un gran trabajo con esta bazofia, pero eso no logra que argumentalmente deje de ser lo que es.
Durante lo que a mí me pareció un lapso de tiempo eterno, Tiara no dijo nada. Se limitó a mirarme con una expresión indescifrable mientras yo mantenía como podía la compostura, con la cabeza bien alta y preparada para cualquier cosa que pudiera decirme. Finalmente, ella volvió su mirada a los papeles que tenía en la mesa y, sin demostrar un ápice de molestia, como si nada de aquello hubiera ocurrido, dijo:
Es suficiente. Lauren, acompáñala a la salida.



sábado, 2 de enero de 2016

360 Grados

¿Conocéis esa sensación que se tiene cuando sientes que todo ha cambiado muchísimo, pero en el fondo no lo ha hecho en absoluto? Lo que sería dar un giro completo de 360º: tu vida ha dado un vuelco enorme, pero sigues en el mismo sitio en el que estabas al principio. Pues, para mí, eso es lo que ha sido el año 2015: un giro de 360º.
Es una sensación extraña, ciertamente. Si me pongo a analizar, aparentemente no ha sucedido nada interesante en mi vida este año. Sigo estudiando la misma carrera, sigo teniendo los mismos amigos que en 2014, he seguido trabajando en las mismas cosas, intentando desarrollar los mismos proyectos personales… Sentimentalmente ha sido un año totalmente plano, sin telenovelas ni emociones fuertes. Si preguntas a la gente que me conoce más, seguramente todos te dirán que soy la misma persona que en enero de 2015. He viajado más que otros años, eso sí, pero podría decirse con total calma que acabo al año tal cual lo empecé.
Y, sin embargo, para mí todo es distinto.
Es curioso que sienta todo más cambiado ahora que el año pasado. 2014 fue un año repleto de emociones, de cambios muy radicales y de giros argumentales inesperados. Salí mucho, conocí a mucha gente nueva y me marqué horizontes nuevos. Mi día a día era una locura constante. Pero, es ahora, en la calma tras la tempestad de 2014, cuando todos esos acontecimientos que me limité a vivir y que me sacudieron por dentro se han ido asentando y han cobrado un significado.
A veces necesitas dar un alto en el camino y pararte a analizar todo lo que ha ocurrido y lo que te está ocurriendo. ¿Es esto que estás haciendo ahora lo que quieres? ¿Es este el camino que te acerca más a la meta que persigues? ¿Son estas las personas que quieres a tu lado? ¿Eres tú la persona que quieres ser?
Sin duda 2015 no habrá sido el año más increíble ni emocionante de mi vida, pero sí uno de los más importantes, porque ha sido con diferencia el año en el que he experimentado una mayor evolución personal. He pasado mucho tiempo conmigo misma, conociéndome, analizándome y desgranando cada uno de mis pensamientos, de mis sentimientos y de mis aspiraciones y, después de tantas horas de reflexión, puedo afirmar con total convicción una cosa: soy la misma chica que he sido siempre, pero mejor.
Mejor porque por primera vez en mi vida puedo afirmar que casi en la totalidad de los casos no me importa una mierda lo que piensen de mí los demás. Porque no necesito que nadie me diga que soy alguien increíble para creérmelo. Por fin he comprendido que no soy diferente a nadie, aunque me haya sentido diferente toda mi vida, porque todo el mundo es diferente, y en el fondo nadie lo es. Porque por fin he entendido que el hecho de ser o sentirme diferente no me hace ni mejor ni peor que nadie, que simplemente soy una persona como otra cualquiera con sus alegrías, sus penas, sus deseos, sus ilusiones, sus miedos y sus inseguridades, y que cada uno enfoca todo esto de una forma personal y distinta. Por fin he admitido que, pese a lo que me he esforzado en creer, yo también tengo prejuicios y he infravalorado a muchas personas sin saber quiénes eran realmente. He aprendido que no hay un solo motivo en este mundo lo suficientemente fuerte para avergonzarse de uno mismo ni de los demás, y que por mucho que cueste no debes formarte ninguna imagen de nadie sin antes darte la oportunidad de conocerlo. He aprendido que nadie es como es por motu propio, que todos tienen una historia detrás y un mundo dentro que les han llevado a ser como son y a actuar como actúan. Que no es tan difícil entender a los demás si te tomas la molestia de intentarlo, y que todos se merecen una segunda oportunidad. Que perdonar es mucho más fácil cuando te das cuenta de que tú tampoco eres perfecto.
Por fin he reconocido que he sido mucho más hipócrita e inmadura de lo que me gustaría, que no he admitido perdón en ocasiones en las que si me pongo a pensarlo tal vez yo tampoco habría logrado hacerlo de la mejor forma, y que he denunciado y criticado actitudes que yo también he tenido. He aprendido que el contexto es determinante para entender las razones por las que las personas actúan como lo hacen, y que hay muchas cosas que tachamos de inmorales porque no entra dentro de nuestra cultura, y en realidad tampoco lo son. He aceptado que hay errores de los que me siento orgullosa, no solo porque me han llevado a la persona que soy hoy, sino porque, pese a que objetivamente estuvieron mal, honestamente a mí me gustó cometerlos y lo volvería a hacer. He aprendido que es lícito equivocarse y nunca demasiado tarde para pedir perdón, y que el orgullo es un arma de doble filo de la que casi siempre es mejor deshacerse. He comprendido que hay muy poquitas cosas que realmente son importantes y que muchísimas que lo parecen ni siquiera se acercan a serlo. Que hay muchas cosas que la gente llama defectos y lo cierto es que no lo son, aunque tampoco sean virtudes, tan solo características. Que no pasa nada por admitir tus imperfecciones, que intentar quedar bien delante de los demás y justificarse constantemente es una pérdida de tiempo y que solo tienes que dar explicaciones de lo que haces y dejas de hacer si realmente te apetece hacerlo. Que hay tantas cosas que no son para tanto… He aprendido que, seas como seas, está bien, y que lo único que tienes que cambiar es aquello que te aleja de ser la persona que tú quieres ser.
He aprendido que las etiquetas son cómodas, pero no útiles. Que los estereotipos no existen y que hay mucho más detrás de unos simples nombres y adjetivos. Que la forma en la que vistas, te peines, te maquilles, a qué dediques tu tiempo libre, el hecho de que seas hombre o mujer, lleves tatuajes, piercings, el pelo de colores o no trabajes tu imagen en absoluto no define la persona que eres, y que hay muchas más personas aparentemente muy diferentes a ti que podrían ser grandes amigos tuyos de los que te piensas. Que hemos avanzado mucho, pero la intolerancia y la superficialidad siguen estando a la orden del día. Que el postureo siempre es bien recibido, pero oye, tampoco hay nada de malo en ello. Que las personas con las que estás o dejas de estar solo te atañen a ti, que nadie tiene ni tendrá nunca poder para decidir qué es lo que tienes que hacer y que las opiniones no pedidas casi nunca son bien recibidas. He aprendido que hay muchas cosas por las que no merece la pena discutir y casi nada por lo que merezca la pena ofenderse o angustiarse, pero que, al igual que no debes dejar que nadie te imponga nada, tú tampoco debes imponer tu criterio a los demás. Que nadie tiene razón ni posee la verdad absoluta, ni siquiera yo. Que eres plenamente libre de hacer aquello que consideres y que nada debe pararte.
He aprendido que es más sano no depender de nadie y no dejar que la felicidad de los demás dependan de la tuya, pero que compartir tu felicidad con los demás sigue siendo igual de mágico. Que el amor sigue siendo de lo más importante en la vida, pero no solo sentirse amado por aquellos a los que amas, sino también el amor propio y la propia acción de amar. Que las victorias son más victorias si hay alguien con quien puedas celebrarlo y las derrotas menos derrotas si hay alguien con quien puedas llorarlas, pero que tampoco pasa nada si hay momentos en los que te toca vivir ambas cosas solo. He aprendido que la soledad y la tristeza están infravaloradas, que se puede disfrutar y aprender mucho estando con uno mismo y que es necesario permitirse estar triste para liberarse por dentro, desahogarse y poder entrar en un estado de ánimo más apropiado para poder seguir adelante. Que negar tus sentimientos te destruye por dentro y que el tiempo y la distancia son titanes fuertes, pero no invencibles.
Por fin encontré a aquellas personas a las que quiero seguir teniendo a mi lado pasen los años que pasen y con las que este año he tenido el privilegio de consolidar la amistad, personas a las que admiro y quiero como nunca he admirado y querido a nadie y por las que vivo tanto sus éxitos y alegrías como ellos mismos, personas a las que tengo tantas cosas que agradecer que por más que hablase de ellas me quedaría corta. Por fin me he dado cuenta de que había personas que no me aportaban nada y he desechado de mi vida, y me he quedado con lo esencial, al igual que he admitido y aceptado que hay personas que tal vez ya no me quieran tener en la suya, y tampoco es culpa de nadie. He aprendido a aceptar que las historias se acaban por definición, y que eso no quita lo bonitas ni especiales que pudieron llegar a ser ni merecen ser olvidadas o menospreciadas simplemente porque hayan llegado a su final. Que hay personas a las que nunca dejaré de querer ni agradecer lo que me enseñaron pese a que ya no están y que, por mucho que desearía que no fuera así, seguiré echando de menos indefinidamente y deseando que algún día regresen. Que hay canciones que me siguen moviendo el alma aunque hayan pasado años desde que las escuché por primera vez y que hay otras que con el tiempo puede que no me atreva a escuchar de nuevo. Y que hay personas que he conocido durante este año que el que viene me gustaría tener el orgullo de poder decir que son mis amigas.
Sigo reafirmándome en que debo tener presente mi origen para no olvidar quién soy y a dónde quiero llegar, por mucho que me aleje de él, y sigo creyendo que la paciencia es la mayor virtud que uno puede tener y la constancia el ingrediente más difícil para ver cumplidos tus propósitos. Sigo siendo igual de terriblemente vaga, pero cada día tengo más voluntad e ilusión para vencer al peor de mis defectos y cumplir con mis promesas, porque sigo teniendo las mismas ganas de exprimir cada momento y comerme el mundo que cuando era una niña. Sigo considerando un piropo que me digan que estoy loca y sigo teniendo muy poca vergüenza para subirme a bailar a cualquier parte y cantar a grito pelado por la calle. Sigo hablando por los codos pese a que me regañen por ello y sigo sin ser una persona de muchos secretos aunque no tenga problema en guardar los de los demás. Sigo pensando que escribir es mi mejor herramienta para expresarme y que ponerle palabras a lo que sientes es el primer paso para encontrarle un sentido y una solución a tus problemas. Sigo enviciándome a los mismos videojuegos que cuando era pequeña y comprándome las nuevas versiones de los mismos, y sigo soñando despierta a todas horas, exactamente los mismos sueños de mi infancia. En definitiva, y como decía, sigo siendo la misma chica de siempre, pero con una diferencia fundamental: que ya no reniego de quien soy, ni tengo miedo de mostrarme de esta manera, sino más bien al contrario, me encanta ser así y solo espero estar con aquellos a quienes también les encante. Ya no voy a olvidar jamás a la niña que fui y, aunque siga evolucionando y aprendiendo y mi forma de ver las cosas evolucione y cambie conmigo, espero no crecer nunca y seguir teniendo la misma ilusión, alegría y pocos complejos y prejuicios que esa niña de la que tanto me enorgullezco de haber sido.
Sé que este que acaba de terminar no va a ser el único año en el que voy a experimentar este tipo de evolución y aprendizaje, y que puede que dentro de unos años mi forma de ver la vida ya no tenga nada que ver con la que tengo ahora, pero siempre atesoraré 2015 como un año especial: el año en el que me atreví por primera vez a ser yo misma de verdad.
Feliz 2016.