martes, 9 de agosto de 2016

Kai (I): Hanan

La piedra lisa y plana rebotó dos veces sobre la cristalina superficie del estanque antes de que las aguas se la tragaran como a sus hermanas.
Kai había perdido la cuenta del número de cantos rodados que había lanzado ya al que consideraba su pequeño santuario en Hanan, su pueblo natal. En aquel pequeño y recogido lugar, fuera de miradas de curiosos, Kai pasaba los ratos muertos en los que necesitaba estar solo. Allí era donde realmente dejaba que sus pensamientos fluyeran y sus emociones le embargasen, y en donde había tomado la gran mayoría de sus decisiones. Para él era como una especie de ritual: cuando no era capaz de analizar con claridad lo que estaba sucediendo dentro de su cabeza, Kai escogía un momento en el que tuviera la certeza de que nadie iba a estar allí y se refugiaba en aquel silencioso y minúsculo paraíso para tratar de entenderse a sí mismo.
La luz de la mañana se filtraba entre las hojas de los árboles en una danza de tonos rosados y anaranjados. Aquel día, Kai había abandonado su lecho al rayar el alba, una vez hubo asumido que no iba a ser capaz de dormir más en toda la noche. A hurtadillas, había huido de su hogar procurando no despertar a su madre y se había escabullido entre la penumbra para adentrarse en ese diminuto vergel. No tenía ni idea del tiempo que llevaba ahí resguardado, pero sabía que pronto la actividad en Hanan daría comienzo y debería marcharse de allí.
Se asomó al estanque y su reflejo le devolvió la mirada con expresión seria y el ceño fruncido. Contempló sus profundas ojeras y casi no se reconoció a sí mismo. Su pelo era una maraña de mechones de color rubio cenizo sin ningún tipo de sentido, y Kai se descubrió a sí mismo intentando poner algún orden en él antes de dejar escapar un suspiro. Reparó una vez más en sus pequeñas orejas redondeadas, su condena desde el día de su nacimiento, y las odió con todo su ser como había hecho día tras día desde que había entendido lo que significaban. Aquel era el distintivo de que ese no era su lugar, a pesar de haber transcurrido toda su vida en el pacífico pueblo entre los árboles que era Hanan. Por culpa de ellas y de sus intensos ojos negros no podría elegir jamás su destino, resignándose a ser un simple arquero durante el resto de su existencia.
Kai se tapó las orejas con el pelo en un ademán violento y retiró rápidamente la mirada del estanque.
—¿Kai?
El muchacho se volteó repentinamente para ver quién lo llamaba.
Un chico alto y fornido, de pelo rubio y piel clara, lo observaba con los musculosos brazos en jarras y una amplia sonrisa entre sus finos labios. Tenía la nariz ancha, los ojos verdes con esas vetas amarillas que tan cautivadores los hacían y la mandíbula cuadrada, lo que le confería un rostro muy agradable, a pesar de que Kai siempre había pensado que tenía las facciones algo duras para ser un thaender de raza pura. Sus grandes orejas picudas en forma de hoja sobresalían perpendiculares a su rostro, y el chico no pudo evitar detenerse en ellas más de la cuenta, lamentándose internamente. Mostraba su musculado torso desnudo, vistiendo únicamente con el pantalón de tela caqui común a todos los habitantes de Hanan, arremangado por debajo de las rodillas, y aparte de eso solo llevaba su blusa blanca al hombro. Así, irguiéndose en todo su esplendor, aparentaba ser bastante más mayor que Kai a pesar de tener la misma edad que él, y el muchacho fue consciente más que nunca del enorme atractivo del joven.
—Weid –lo saludó.
Weid ensanchó su luminosa sonrisa.
—Sabía que te encontraría aquí, Kai –se acercó a él y se sentó a su lado –. ¿Qué, preparado para las pruebas de final de ciclo?
Kai se encogió de hombros.
—Supongo que sí.
Weid soltó una carcajada y le palmeó la espalda.
—Claro que sí, eres el mejor arquero de todo Hanan, y cuando acabe esta semana serás un miembro más que consolidado de la Casa, sin ninguna duda. ¿Has pensado ya si irás a Elbor?
Kai lo miró de reojo con recelo.
—Weid, para eso primero me tienen que seleccionar –dijo, aunque en el fondo podía dar por sentado que iba a tener esa opción a su alcance. Por algo había pasado toda la noche en vela.
Weid volvió a palmearlo.
—No te hagas el modesto ahora, sabes de sobra que te van a coger. Solo hay que ver cómo sostienes el arco para darse cuenta de que tienes talento. Entonces, ¿qué? ¿Lo harás?
Kai tardó unos segundos en contestar.
—No lo sé aún.
—No sabes las ganas que tengo de ir contigo y con Nera a Elbor –exclamó él con entusiasmo, como si no hubiera escuchado la respuesta de su amigo –. Ya me lo estoy imaginando: los tres juntos aprendiendo nuestros respectivos oficios, convirtiéndonos en los mejores profesionales de toda Thaenderia. Y, algún día, yendo finalmente a Eleon y viviendo allí.
Kai dejó escapar una risilla.
—Deja de soñar, Weid. ¿De verdad crees que con la de gente que hay en Thaenderia el Consejo de Sabios va a escoger a tres pringados de Hanan para entrar en la Escuela Especializada de Elbor? –replicó haciendo énfasis en las últimas palabras para tratar de que Weid se percatara de lo lejano que quedaba todo aquello.
Su amigo, lejos de eso, se limitó a hacer un gesto con la mano.
—¡Bah! No seas aguafiestas, sabes de sobra que vamos a entrar.
—¿Por qué estás tan seguro de ello? No sabes cómo son los demás aspirantes y solo entran veintisiete cada año.
—¡Porque somos los mejores, Kai! Tú tienes un don para el arco, yo no he parado de construir cosas desde que empecé a gatear y tengo mucha inquietud por seguir aprendiendo, y Nera… Bueno, es absolutamente imposible que no cojan a Nera.
Hubo un silencio en el que Weid se quedó con la mirada perdida, en dirección al estanque. Kai desvió la vista y se forzó a contener un suspiro.
De pronto, Weid volvió en sí y obsequió a su compañero con una nueva palmada en la espalda.
—Bueno, es la hora de la verdad –anunció, poniéndose en pie –. ¿Vamos?
Kai sintió con la cabeza, resignándose.
—Vamos –coincidió, en un hilo de voz.
Weid se puso la blusa y, en ese momento, encontrándose vestidos de la misma manera, Kai no pudo evitar compararse con su amigo. A su lado, Kai parecía un fideo pequeño y esmirriado, a pesar de ser un chico fibroso y esbelto. Sus espaldas apenas eran la mitad de anchas que las de Weid, por no hablar de que, si quisiera, su compañero podría darle capones con la barbilla. 
Kai ahogó un nuevo suspiro y juntos salieron del pequeño claro para regresar a la vida real.



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