sábado, 27 de junio de 2015

Victoria (IV): Plumbob Pictures

Al principio no tenía mucha idea de hacia dónde ir. No conocía la ciudad, y me daba vergüenza preguntar a la gente por la calle en el área rica de Bridgeport, aunque de todas maneras no tuve oportunidad. En el rato que estuve caminando cuesta abajo rodeada de ostentosas mansiones, el único signo de vida terrestre que había encontrado había sido una limusina que me había adelantado por la carretera. Así que sencillamente seguí caminando, seguida del hilo de casas y vigilada por la mirada de múltiples cámaras que seguían mis pasos desde las verjas de las mismas.
Cuando llevaba un rato caminando y ya había dejado atrás las viviendas vislumbré a lo lejos una plazoleta minúscula con lo que, intuí, era una boca de metro. Emocionada, empecé a caminar más rápido hasta que la alcancé. Los pies casi se me resintieron al llegar, machacados por los tacones, a los que no estaba del todo acostumbrada. Me maldije por mi impaciencia, pero por fin tuve ante mí algo parecido a un plano de la ciudad.
Aunque el plano de metro no me ayudó mucho a ubicarme, al menos sí pude obtener un esquema de la organización de la ciudad. Tenía buena memoria. Desde que mi abuelo había fallecido y había tenido que ser yo la responsable de la casa, mis múltiples trabajos me habían dejado muy poco tiempo para estudiar, e impulsada por el deseo de optar a un futuro decente, había tenido que esforzarme en sacar adelante los estudios en la décima parte de tiempo que mis compañeros, así que no me había quedado más remedio.
Leí detenidamente los nombres de las paradas, buscando alguna pista de hacia dónde debía ir. No tenía mucha idea de qué era lo que buscaba, pero esperaba que de esa manera me viniera alguna idea a la mente. Finalmente me decanté por una parada central cuyo nombre parecía tener que ver con la ubicación del ayuntamiento, que era el único lugar que conocía. O tal vez no. Ya lo descubriría.
El metro estaba casi tan abarrotado como la superficie, pero al menos su velocidad era siempre la misma, fuera de insoportables atascos. Me costó un poco orientarme, pero finalmente logré entender el funcionamiento del sistema de trenes y me subí al de la línea correspondiente. Sin embargo, cambié de idea de hacia dónde ir, y es que durante el transbordo me topé con un anuncio que llamó mi atención.

¿Quieres ser actor?
¡Preséntate ya al casting para Al borde del abismo!

Me paré en seco para leer la letra pequeña del anuncio. En él rezaba que se necesitaban extras de fondo para la nueva película de acción que se estaba rodando, y la ubicación de los estudios cinematográficos en donde se llevaban a cabo las audiciones, incluida parada de metro.
Recordé con nostalgia todas las veces que le aseguré a mi abuelo Lawrence que sería una gran directora de cine. Cuando era pequeña soñaba con ser actriz, pero al entrar en la adolescencia y entender cómo funcionaba el mundo que había detrás de las cámaras, inmediatamente quise formar parte de él.
—¡Seré la mejor directora de cine de todos los tiempos, abuelo! –solía decirle –. Rodaré películas que harán temblar al propio Spielberg, ya lo verás. Y pasearé por la alfombra roja en las galas de los Óscar, y llevaré esos vestidos tan preciosos que llevan las estrellas de Hollywood, y todo el mundo me admirará porque seré la directora más joven, guapa e inteligente de la historia. ¡Vas a tener que hacer una habitación en la mansión solo para todos los premios que voy a ganar!
Mi abuelo se reía de mi excesiva seguridad en mí misma, pero me apoyaba incondicionalmente en mi sueño, y cada vez que salía a dar una vuelta regresaba con alguna revista o algún libro sobre cine bajo el brazo. Yo no podía sino devorar aquellos libros, intentando aprender lo máximo posible e imaginándome a mí misma haciendo todo aquello de lo que hablaban...
Sacudí la cabeza para alejar esos recuerdos de mi cabeza, memoricé rápidamente la dirección y el pequeño mapa esquemático que venía adjunto y me encaminé hacia allí.
Al salir a la superficie, no pude evitar quedarme nuevamente petrificada ante la majestuosidad de los edificios que ante mí se alzaban. Me iba a costar mucho acostumbrarme a aquella ciudad, a sus altos rascacielos y a su enérgico ritmo de vida. Todo eso era tan diferente de lo que había conocido en Twinbrook... Un ramalazo de nostalgia volvió a acosarme, pero lo ahuyenté rápidamente. Eso era justo lo que iba buscando, me repetí. El cambio más radical posible.
Los estudios cinematográficos de Plumbob Pictures eran muy distintos a lo que me había imaginado. Era un edificio muy diferente, de una sola planta, que parecía construido un poco de cualquier manera, con chapa metálica y materiales prefabricados. Se erigía tras una enorme plaza con una regia fuente que le daba un aspecto un poco más respetable al lugar, y junto al edificio en sí había un espacio cercado con unas altas vallas de acero que, suponía, sería el lugar donde se realizaría el rodaje de ciertas escenas al aire libre. Tras lo que imaginé sería la entrada al lugar había una cola de gente kilométrica, seguramente toda aquella que como yo había leído el anuncio del metro. De pronto comencé a sentir una emoción que hacía demasiado tiempo que no sentía, cuando me descubrí deseando averiguar qué había detrás de aquellas vallas y aprender de primera mano la manera de producir las películas que tantas veces había visto y sobre las que tanto había leído. Sin poder esperar ni un segundo más, me situé tras la última persona de la gigantesca cola y esperé.
Las horas transcurrieron de manera tan lenta que a poco estuve de dar media vuelta y buscar cualquier otro empleo. Además, los tacones me estaban matando, y me pregunté más de un millón de veces por qué habría escogido llevar esa clase de zapatos precisamente ese día. ¿Cómo se podía ser tan estúpida? Pero aquel era mi sueño desde que era niña, y no sabía cuándo volvería a tener una oportunidad semejante. Debía al menos intentarlo.
Me aburría muchísimo, y eso sumado a la impaciencia y la emoción que sentía de imaginarme trabajando en aquel lugar, al nerviosismo que me producía la idea de no conseguirlo y la ansiedad que me generaba el recuerdo del que entonces era mi “hogar” estaba logrando que lo pasara realmente mal. Me sentí tentada de hablar con cualquiera de las personas que se encontraban a mi alrededor, pero, cuando estaba a punto de hacerlo, me echaba para atrás. ¿Qué se suponía que iba a contarles sobre mí? ¿Que acababa de mudarme y vivía en una choza de mala muerte rodeada de las mansiones de la gente famosa de Bridgeport? Eso ni en broma. Aunque aún no conocía a nadie más que la indeseable de Natalie Taylor y los dos taxistas que me habían llevado de un lugar a otro y era consciente de mi necesidad de conseguir amigos sí o sí, no deseaba ganarme la amistad de nadie por compasión hacia una pobre vagabunda. Además, toda aquella gente estaba allí porque esperaba llegar a ser alguien en la vida, deseaban codearse con las altas esperas y, algún día, formar parte de ellas. Al menos eso era lo que yo quería, y no tenía ninguna intención de permitir que nadie supiera de mi condición real hasta que, como poco, consiguiera vivir en una casa normal y no en una asquerosa cabaña sin ducha, cocina, luz, parqué ni cerrojo en la puerta. Pero en esos momentos tampoco estaba preparada mentalmente para ponerme a mentir sobre mi vida, más que nada porque tampoco sabía qué inventarme, así que acabé por reprimir mis ganas de interactuar con aquellos extraños y me limité a esperar mi turno.
La cola avanzaba muy despacio, pero, tras mucho, muchísimo tiempo, logré llegar a la puerta metálica de entrada. Un hombre nos iba permitiendo el acceso con cuentagotas, cuando le notificaban desde dentro la disponibilidad de huecos libres. El gorila me paró justo cuando me tocaba a mí entrar y aún me tocó esperar un rato más, pero, al fin, horas después de haberme puesto a la cola, estuve dentro.
La sala estaba abarrotada de gente de ambos sexos. A muchos de los presentes se los veía claramente inquietos, moviendo la pierna nerviosamente, como impulsados por un resorte, sumidos en sus propios pensamientos. Otros hablaban entre ellos, algunos tranquilamente, otros histéricos perdidos, y otros realizaban ejercicios de respiración y concentración, tratando seguramente de poner en práctica la teoría que algún fracasado en la vida les había enseñado (¿o acaso se habrían dedicado a impartir clases de arte dramático de haber triunfado?). Mirándolos a todos, me di cuenta de que yo llegaba allí sin ningún tipo de preparación en artes escénicas. Cuando tuve oportunidad, no la aproveché, pensando que el club de teatro del instituto no me iba a aportar nada, puesto que lo que yo quería no era actuar, sino dirigir. Y cuando por fin me di cuenta de que ambas cosas estaban íntimamente relacionadas, mi abuelo había muerto y no me había quedado más remedio que llenar mi horario extraescolar trabajando, ya que por aquel entonces aún aspiraba a un futuro universitario.
La universidad... Qué lejano quedaba todo aquello.
Así que allí estaba, esperando que me cogieran para un trabajo para el que no tenía ni la más mínima preparación, simplemente porque era mi única vía posible de llegar a mi meta final. Comencé a sentir los nervios a flor de piel por motivos en los que ni siquiera había reparado durante todas las horas anteriores que me había pasado haciendo cola.
En ese momento, una puerta se abrió y entraron un hombre y una mujer. Mientras la mujer comenzaba a vociferar nombres de gente, el hombre nos repartió a todos los presentes una carpeta con unos cuantos papeles que debíamos rellenar. Protocolo, nos dijo. Mientras miraba con expresión de extrañeza al hombre, tratando de averiguar lo que realmente ocultaba ese “protocolo”, me hice con un asiento que habían dejado libre y me dispuse a rellenar el papeleo.
En esas hojas infernales preguntaban demasiadas cosas. Aparte del nombre y el apellido, se pedía información acerca del peso, la altura y diversos rasgos físicos. Qué estupidez, pensé estupefacta mientras procedía a contestar tanta porquería, ¿para qué quieren saber de qué color tengo los ojos si me van a ver ahora?
Luego venían preguntas acerca de cosas más prácticas, como disponibilidad de horarios, formación, etcétera, pero, mientras mordisqueaba el boli que me habían dado intentando decidirme por qué contestar a ciertas preguntas, la mirada se me desvió hacia el cuestionario de la persona que tenía al lado y no pude evitar leer algunas de las respuestas que estaba dando.
¿Peso, cincuenta y cinco kilos? ¿Pelo rubio y largo? ¿Ojos verdes? Definitivamente era hora de que ese tío se comprase un espejo, pensé mirando de arriba a abajo al gordísimo y poco agraciado autor de tales falacias.
El hombre se debió de dar cuenta de que lo estaba observando, porque en un momento dado se volvió hacia mí y, tras echar una mirada de reojo a su montón de mentiras, se encogió de hombros, me sonrió y me dijo:
En este lugar o miento como un bellaco o jamás cruzaré esa puerta.
Y volvió a sumergirse en su ardua tarea.
Las palabras de mi orondo compañero me dieron qué pensar. Releí las preguntas del cuestionario, y entonces todo cobró un sentido. Pues claro, hacían criba para no perder tiempo con gente que no cumpliera un perfil que les interesase, me percaté. Qué tonta, ¿cómo no me había dado cuenta antes? Aquellos estudios tenían una reputación, no aceptarían al primero que cruzara la puerta.
Eché un nuevo vistazo al hombre que me había dado la clave, mirándolo con ojos nuevos, y estudié fugazmente sus respuestas. A continuación, volví a clavar la vista en las preguntas en las que me había quedado atascada, las que me pedían información acerca de mi preparación profesional. Dudé unos momentos.

jueves, 18 de junio de 2015

La ruleta rusa

Este relato corto fue escrito hace unos cinco años. Lo redescubrí hace poco y, aunque ahora lo reescribiría prácticamente entero, quería compartirlo íntegro con vosotros. Espero que os guste.

¡Te han descubierto! –grité mientras entraba en tropel . Van a arrestarte. No hay tiempo.
No hubo respuesta. La puerta se cerró tras de mí con un chirrido, y sentí cómo la soledad me tapaba con su frío manto. Lo único que mis ojos podían ver era la oscuridad que reinaba en la habitación. Afuera no se oía más que la incesante lluvia que apedreaba la ventana, donde quiera que estuviese. Pero entre las cuatro paredes que me rodeaban no existía más sonido que el de mi desesperada respiración.
Mi pecho subía y bajaba frenéticamente. Me alarmé. ¿Y si no estaba allí? No quería ni imaginarme lo que podría llegar a ocurrir si resultaba que no podía hacer nada por evitar el castigo que la justicia le impondría… Sacudí la cabeza, intentando alejar aquellos pensamientos de mi mente, y me obligué a respirar hondo y contar hasta tres. Deslicé una mano por la pared que se hallaba a mis espaldas, buscando un interruptor, pero súbitamente recordé que en esa habitación no había ninguna lámpara. Por un momento me encontré desolada, pero luego decidí que esperaría pacientemente a que él hablara.
Porque yo sabía que él estaba allí.
Cada segundo que pasaba se me antojaba una eternidad. Permanecí inmóvil, paralizada por la angustia, concentrándome en que mi cerebro no empezara a construir hipótesis catastrofistas y agarrándome a la tenue esperanza de que pronto escuchara su voz.
Entonces, la luz de un relámpago inundó la habitación, y unas décimas de segundo después se oyó el estruendo procedente de un trueno. Parpadeé varias veces. Frente a la ventana había podido ver recortada la figura de un hombre de espaldas.
Sé que estás ahí –tartamudeé en susurros . Te he visto.
La figura se giró bruscamente alzando el brazo en mi dirección. Me sobresalté al descubrir que podía seguir viéndole, y deduje que mis pupilas ya se habrían acostumbrado a la oscuridad. Entonces, me di cuenta de que el hombre tenía algo en la mano. La sangre se me heló en las venas.
Era un revólver.
Me quedé petrificada. Mi cerebro se quedó en estado vegetativo por unos segundos, y cuando volvió a funcionar un millón de preguntas me torpedearon sin dejarme apenas respirar. No podía creerlo. No quería creerlo. Aquello no podía estar sucediendo. ¿Por qué iba a hacerlo? Yo creía… Yo pensaba... No, eso no tenía sentido. Yo sabía que me amaba. Entonces, ¿por qué me estaba apuntando con ese arma? Tenía que haber algo detrás. De pronto, comenzó a avanzar hacia mí con paso decidido.
Mis esperanzas se esfumaron de un soplido. A cada paso que daba sentía cómo el peso del mundo se hundía más y más sobre mis hombros. Y cuando al fin mi aterrada mirada se cruzó con el verde azulado de sus ojos, comprendí que no volvería a verlos jamás.
Quería gritar, quería preguntarle por qué hacía eso, pero el hielo de sus irises me había dejado a la deriva en medio de un montón de nieve y mis labios no podían dejar de temblar. Entonces, dejó el revólver sobre la mesa de madera que nos separaba.
Me quedé de una pieza. Estaba bloqueada por el giro que habían dado los hechos. Se había sentado en una de las sillas que rodeaban la mesa y me miraba fijamente. No me iba a matar. Un enorme alivio recorrió todos los rincones de mi cuerpo, y al fin reaccioné. Apresuradamente, me senté en otra silla sonriendo de oreja a oreja; por alguna extraña razón, me sentía inmensamente feliz.
¿Conoces el juego de la ruleta rusa? –me preguntó.
La sonrisa se congeló en mi cara. Alguna vez había leído en internet algo sobre aquel estrambótico juego, y no resultaba muy atractivo. Uno de los jugadores debía meter una sola bala en un revólver y girarlo sobre una mesa. A quien señalara el arma al parar, le tocaba apuntarse en la sien y apretar el gatillo. Si no salía la bala, el revólver pasaba a su compañero de al lado, y así hasta que alguno de ellos fuera el desafortunado que perdiese la vida. Tragué saliva y asentí lentamente con la cabeza, sin saber a dónde quería llegar a parar. Él se metió las manos en los bolsillos y sacó una pequeña bolsa tintineante y otro revólver que depositó en el centro de la mesa, junto al primero. Luego, sacó una bala de la bolsa, abrió el tambor de uno de los revólveres y la metió.
Ésta es una variante del juego –me explicó mientras sacaba otra bala de la bolsa y me la ofrecía . Toma, métela en el otro.
Me quedé muda por unos momentos.
¿Qué… qué quieres decir?
Hazlo –ordenó en un tono que no admitía réplica.
Atónita, cogí la bala con una mano temblorosa y la metí en el otro revólver lo mejor que pude, imitándole a él.
Te explicaré las reglas –continuó, mientras me quitaba el revólver de las manos y giraba el cilindro .  Dos jugadores meten una bala en cada uno de los dos revólveres con los que van a jugar, giran los cilindros y se sortean las armas haciéndolas dar vueltas sobre la superficie de una mesa. Luego se apuntan a sí mismos en la sien, tal y como se hace en la ruleta rusa original, y aprietan el gatillo. Entonces pueden ocurrir tres cosas: que uno de ellos muera, que mueran los dos o que no muera ninguno. En este último caso, ambos jugadores deberán seguir apretando el gatillo hasta que uno de ellos muera, o hasta que lo hagan los dos. Bien, ahora gira tú el cilindro del otro revólver.
Me quedé mirándole unos momentos, sin saber por qué me lo pedía. ¿Acaso estábamos cargando las armas por si acaso nos pillaban cuando saliéramos de allí? Si era así, ¿a qué venía todo el rollo de la ruleta rusa? ¿Sería simplemente una metáfora? ¿Estaría haciendo una comparación referente a lo que su mente calculadora estaba maquinando? Decidí creerlo así, y acaté su petición obedientemente.
Cuando hube dejado de nuevo el revólver sobre la mesa, él lo hizo girar. El arma empezó a dar vueltas rápidamente, y él me señaló el otro para que yo siguiera su ejemplo. La velocidad del primero ya estaba menguando cuando el segundo comenzó su baile, y finalmente paró. La boca del revólver señalaba en mi dirección, pero él no dijo nada. Se quedó observando las dos armas hasta que la otra paró, y fue entonces cuando se hizo con la última y me dio la primera.
¿Vamos a ir a algún lado? –pregunté.
Él dejó escapar una risilla apenas audible.
Eso depende del resultado.
De golpe, entendí cuáles eran sus intenciones.
Él quería que jugáramos.
No. Me niego.
Tiré el revólver al centro de la mesa y me crucé de brazos. Él suspiró largamente.
En ese caso me iré y no volverás a verme jamás.
Me quedé sin respiración. Iba en serio. Había utilizado esa amenaza porque realmente quería jugar. Quería morir… o que yo muriera.
¿Por qué?
Creo que ya he hecho suficiente daño al mundo.
¿Y no hay otra opción?
No. Dejaré que lo pienses –se puso de pie y volvió a la ventana . Avísame cuando hayas decidido.
Abrí la boca para quejarme, pero sabía que no me escucharía. Había tomado una decisión y nada podría hacerle cambiar de parecer.
Un escalofrío recorrió mi médula espinal. Si me negaba, él se marcharía y jamás volvería a saber de él. Sería peor aún que si hubiese muerto, porque seguiría vivo y podría seguir matando. Y si le cogían, si yo no podía evitarlo, no creía que pudiera continuar…
Pero si aceptaba jugar y él moría… Me estremecí solo de pensarlo. Si él moría mi vida dejaría de tener sentido. No estaba segura de cuánto tiempo podría seguir viviendo. Pero entre que muriese y no volverle a ver nunca jamás, prefería que muriera.
Qué egoísta por mi parte, pensé, sobresaltada. Yo le quería, así que lo lógico era desear lo mejor para él. ¿Qué persona podría desearle la muerte a su amado? Era absurdo. Lo mejor era olvidarse de aquella tontería e irse cada uno por su lado, aunque las cosas perdieran el color para mí. Entonces recordé el rostro aterrado de Sonia.
¡Tú estás loca! –me había dicho . ¡Estás completamente mal de la cabeza! Tú quieres que te arresten por cómplice, ¿no? Eso si él no te mata antes, ¿verdad? ¡Es un asesino psicópata! ¿O es que no lo recuerdas?
Sus palabras retumbaron por mi cabeza. A pesar de que el terror de la escena que estaba viviendo me impedía pensar con claridad, hice un esfuerzo e intenté ver las cosas desde otro punto de vista. En realidad, tanto Sonia como el resto del país deseaban fervientemente que se le capturara y que no volviera a ver la luz del sol en lo que le quedara de vida. Si le encontraban muerto sería un gran alivio para todos. Y precisamente eso era lo que él quería hacer: quería poner fin a todo, pero en vez de hacerlo y ya está había pensado en mí. Porque me amaba, pensé con lágrimas en los ojos, porque sabía de sobra que yo moriría de dolor tras él. Así que, quizás… Quizás lo más apropiado era que muriéramos los dos.
Me sequé las mejillas húmedas con la manga de la chaqueta y cogí aire. Él había decidido dejarlo todo en manos del azar que suponía aquel macabro juego, y había cambiado las reglas para que cupiera la posibilidad de que muriéramos los dos. Sería una muerte rápida y apacible, y estaría junto a él durante el resto de la eternidad, si es que había algo después. Pero él también había considerado la posibilidad de que solo muriera yo. ¿Qué sentido tendría? ¿Acaso mi muerte sería lo que decidiera que él siguiera asesinando? O a lo mejor… a lo mejor después de todo yo no fuera más que una pieza de su juego y ahora me convirtiera en una víctima más… No podía olvidar que era un asesino y, como tal, trucaría las armas para que él sobreviviera…
¡Trucos! Me di un manotazo en la frente. ¡Claro, tendría truco, como todo lo que hacía! Él ya sabía si habría un ganador y, en ese caso, quién sería. ¡Lo tenía todo planeado! Así que, si él me quería (y yo estaba completamente segura de que así era, por algo me llamaban la lectora de mentes), todo acabaría bien… dentro de lo que cabía. O tal vez no.
Bien, pues que fuera lo que él quisiera.
Jugaré –anuncié.
Él se dio la vuelta y se volvió a sentar relajadamente. El pulso se me fue acelerando a medida que él cogía su revólver y lo situaba con la boquilla pegada a su sien derecha. A continuación me señaló con la vista el otro. Fríos sudores comenzaron a recorrer todo mi cuerpo. Con el corazón latiendo a una velocidad endemoniada en mi boca, cerré mis dedos temblorosos alrededor del otro revólver y le imité. El simple contacto de mi piel con el arma me hizo dar una sacudida.
Oí en mi cabeza miles de voces gritando desesperados que no lo hiciera, que era una locura, voces que desgraciadamente conocía demasiado bien. Sonia, Marcos, papá y mamá… Adrián…
Uno, dos, tres –contó él.
Me tragué todas aquellas voces y, sin apartar la mirada de la suya, apreté el gatillo.
Muy quieta, cerré los ojos, esperando mi final. Los segundos transcurrieron perezosos, y tardé otros pocos más en darme cuenta de que seguía viva. Aterrorizada, abrí los ojos, pero él seguía ahí, mirándome. Esbozó media sonrisa. Yo no pude hacer más que devolvérsela estúpidamente. Sí, seguía vivo. Eso me alegraba, pero lo único que significaba era que la muerte estaba cada vez más cerca.
Estaba completamente aterrada. En aquellos últimos momentos me cuestionaba lo que no me había cuestionado en mi vida. ¿Qué habría después? ¿De verdad existirían el cielo y el infierno? ¿Iría yo al infierno por haber encubierto a un asesino? La tortura eterna no podía ser tan mala si podía estar junto a él… De hecho, pensé, la tortura sería peor si fuera al cielo. Me imaginé sobre una espesa nube, con unas gigantescas alas blancas a mi espalda y tratando de disfrutar del delicioso sabor de la fruta más exquisita que nadie pudiera imaginar, que se tornaba horriblemente amargo al pensar en que, mientras tanto, él estaría abrasándose entre las llamas del inframundo… Sufriendo mientras yo estaba condenada a disfrutar.
Pero, ¿a dónde irían realmente nuestras almas? ¿Se convertirían en espíritus errantes que vagarían por la Tierra hasta que llegara el fin del mundo? ¿Y a dónde irían después? ¿O es que cuando muriéramos nuestras almas morirían con nuestros cuerpos? Si no eran más que parte de nuestro cerebro y éste dejaba de funcionar…
Su voz interrumpió mis pensamientos.
Uno, dos, tres.
Clic.
Nada. Seguíamos mirándonos a los ojos. Mis nervios se dispararon. ¿Es que no íbamos a morir nunca? ¿Cuánto tiempo más tendría que soportar aquella angustia? En ese momento me arrepentí de haber accedido a jugar. ¿De verdad habría llegado mi hora? ¿Por qué me había expuesto a la muerte de esa manera? Todo me parecía tan irreal… Mi vida quedaba atrás vacía. Todo lo que había hecho para nada… Y todas mis ilusiones quedarían encerradas para siempre en un cadáver. ¡Con lo fácil que habría sido negarme! Pero entonces seguiría viva, y él como si estuviera muerto. Y la soledad siempre es peor que la muerte.
De repente, algo cambió en sus ojos. Fue tan solo un instante, lo suficiente como para percatarme de que algo iba mal. Sentí que el aire no me llegaba a los pulmones.
Había llegado la hora.
Él supo enseguida lo que estaba pasando por mi mente, y una sonrisa maliciosa se dibujó en su hermoso rostro.
Adiós, Daniela.

viernes, 5 de junio de 2015

Iván (II): Solo toda la vida

¡Eh, Iván, cuidado!
La advertencia llegó demasiado tarde. El balón golpeó con fuerza la cabeza del chico y le provocó un dolor sordo que lo dejó atontado durante unos largos segundos. Por un instante el tiempo se paró, al igual que la actividad cerebral de Iván, cosa que momentos antes le hubiera parecido imposible visto que Clara no parecía muy por la labor de abandonar sus pensamientos.
Enseguida recuperó la consciencia, y fue entonces cuando escuchó el reproche de su amigo Álvaro Manzanares:
¡Joder, Iván, tronco, estás en la parra!
Manza lo había dicho muy cabreado, pero todos le rieron el juego de palabras que había hecho con el apellido de Iván, Parra. Iván chasqueó la lengua, cansado del chistecito, pero Manza no parecía haberlo dicho en tono de broma.
Tío, joder, céntrate, vamos a perder por tu culpa –ladró, mientras recuperaba el balón y se lo pasaba a Iván.
Él de pronto se sintió muy imbécil a la vez que cabreado. Buscó la mirada de Sergio, su mejor amigo, y chutó el balón en su dirección mientras volvía a sumergirse en sus pensamientos.
Él no tenía la culpa de no estar atento al partido. Ni siquiera le gustaba el fútbol, sólo había accedido a ser el portero como favor hacia sus amigos porque les faltaba una persona y Sergio había insistido. No había prometido ser el mejor portero del mundo ni asegurarles la victoria, ni esa vez ni ninguna. Y vale que ese día estuviera especialmente despistado, pero, joder, ellos ya sabían a lo que se atenían cuando Iván jugaba. 
Después de que a Iván le colaran dos flagrantes goles, el partido acabó en un dos a uno, en detrimento del equipo de Iván. Manza se largó de allí sin más ceremonia, hecho un basilisco, y el resto del equipo se acercó a la portería de Iván.
Joder, tío, ¿qué te ha pasado? –preguntó Sergio, preocupado . Hoy estabas especialmente manta.
Lo siento, tíos –se disculpó él, ligeramente avergonzado de su papel en el partido . No sé qué me ha pasado, hoy estaba más descentrado que otros días.
Edu Rivas, un chaval bajito y desgarbado que no era el que mejor le caía a Iván precisamente, vio su oportunidad y entró al trapo:
¿Seguro que no lo sabes? Yo diría que lo tienes bastante claro... –dijo con una sonrisa maliciosa, recalcando la última palabra.
Iván le dirigió una mirada fulminante. Había cazado al vuelo la insinuación de su compañero. Edu le respondió ensanchando aún más la sonrisa. 
Rivas siempre hacía lo mismo. Nunca ayudaba, siempre se quedaba al margen buscando su oportunidad para echar leña al fuego y meter el dedo en la llaga cuando era lo último que se necesitaba. Y parecía tener una fijación especial con Iván, por alguna razón que se escapaba a la comprensión del chico.
Por desgracia, no fue Iván el único que pilló el chiste. El resto del grupo intercambió unas risitas y miraditas vacilonas antes de entrar al trapo.
Iván recibió un codazo cariñoso por un costado.
¿Qué, pillín? –dijo Quique Martín, el remitente del codazo . ¿Cae o no cae?
Iván negó con la cabeza, apesadumbrado.
Ni cae ni caerá. Jamás dejará de verme como a un hermano mayor.
Eso es porque te comportas como un hermano mayor –intervino su amigo Guille Andrade, un chico alto y de bastante buen ver que acostumbraba a alardear de sus conquistas . Deja de actuar como un pringado y caerá rendida a tus brazos.
¿A qué te refieres? –quiso saber Iván, algo cohibido por la acusación de su amigo.
Guille se encogió de hombros.
Simple. Pasa de ella.
Iván sacudió la cabeza, alarmado por la sugerencia.
Pero, ¿cómo quieres que pase de ella? –«¡si la quiero!», estuvo a punto de decir, pero enseguida se mordió la lengua. No quería provocar que sus amigos volvieran a burlarse de él, aunque no lo hicieran a mala fe.
Tío, Guille tiene razón –coincidió Quique, que aún seguía amarrado a los hombros de Iván . Las tías son muy raras, pasas de ellas y de repente se vuelven locas por ti y no te dejan en paz.
Iván le dirigió a Quique una mirada dubitativa. Conocía el historial de Guille y, por lo que contaba, no se le podía llamar un buen tío precisamente.
No sé, chicos. No creo que las cosas funcionen del todo así.
Tronco, Iván, hazle caso a Guille, que para eso es el master en estas cosas –intervino otro chico llamado Carlos Soria, al que todos llamaban Charlie . O si no si tan claro tienes que no le molas olvídate ya de ella, que eres un brasas. La chica tampoco es para tanto.
El comentario de Charlie le dolió un poco, pero hizo un esfuerzo por tragarse su orgullo. Se disponía a zanjar el tema, cuando otro de sus amigos, Jaime Fernández, se adelantó a la hora de hablar.
Es verdad, tío, ¿por qué te mola tanto? Lo único que tiene son los ojos.
La verdad es que los ojos de Clara son una pasada –coincidió Quique.
Pero tiene un boca muy fea, con los dientes torcidos –continuó Jaime . Y es un tapón.
Y además está plana –aportó Edu, que nunca faltaba a la hora de meter cizaña.
Todos asintieron efusivamente ante la observación de Edu.
Pues qué queréis que os diga, yo me la tiraba –dijo Guille.
¡Tú te tirarías hasta a un oompa loompa! –entró al trapo Peralta, el otro Álvaro del grupo . Con tal de meter el churro te da igual la taza.
La diferencia es que yo la meto –replicó Guille sin perder ni un ápice los nervios . A ti el oompa loompa te rechazaría.
Hubo una exclamación generalizada entremezclada con risas ahogadas, y a partir de ahí el tema se desvió en una especie de batalla acerca de quién tenía más sexo y quién conseguía a las chicas más guapas. Iván desvió la mirada hacia Sergio, aún rumiando las palabras de sus amigos acerca de Clara, y le preguntó directamente.
¿Tú qué opinas?
¿Eh? –Sergio, que no había abierto la boca en toda la conversación, salió de pronto de su ensimismamiento . Hombre, Clara no es ninguna sirena, pero tampoco está tan mal...
No, idiota –replicó Iván . Me refiero a lo que ha dicho Charlie, lo de que la olvidase.
¡Ah, eso! Pues... –Sergio hizo una pausa, meditando bien sus palabras . Ya sabes lo que opino, Iván... No eres tú quien decide quién te gusta, pero...
No habló más, y no hizo falta. Iván ya sabía lo que Sergio quería decir, y que ya le había dicho en alguna que otra ocasión: Iván llevaba demasiados años detrás de Clara, y hasta la fecha ella no había respondido. ¿Por qué seguía insistiendo? Tenía asumido desde hacía tiempo que ella no le correspondía, pero, ¿por qué no era capaz de desistir y continuar con su vida?
Tío –dijo Sergio, percatándose de la expresión que había adquirido el rostro de Iván , yo no quiero decir que nunca vayas a estar con ella… No sé, tal vez necesita más tiempo para darse cuenta. Lo que quiero decir –se apresuró a continuar antes de que Iván pudiese replicar –es que dentro de poco vas a ser mayor de edad y todavía no te has liado con ninguna tía. Y yo no entiendo mucho de estas cosas, pero creo que no estás mal y que tendrías posibilidades con muchas.
Hombre, gracias.
Ya sé que me vas a venir con ese rollo de que no lo necesitas y todo eso, pero… En serio, tío, no puedes seguir así. ¿Qué vas a hacer, seguir solo toda la vida?
Iván meditó las palabras de Sergio, pensando por primera vez en ello. Sabía que su amigo estaba en lo cierto, pero se le hacía extraña la idea de una vida en la que no estuviera Clara, aunque no fuese para compartirla juntos.
No lo sé –respondió finalmente tras un breve silencio . Supongo que tienes razón.
Sergio le palmeó la espalda a Iván.
Eh, tío, venga, no te vengas abajo. Lo que necesitas es conocer gente nueva. ¿Qué te parece si salimos este finde a liarla por ahí?
El concepto “liarla por ahí” era completamente contrario a Iván, pero no pudo evitar sonreír ante el intento de su amigo de animarlo.
Iván asintió brevemente con la cabeza. Sergio correspondió a su sonrisa con otra aún más amplia, visiblemente feliz, y lo palmeó aún más fuerte antes de abrazarlo.