Al principio no tenía mucha idea de hacia dónde ir. No conocía la ciudad, y me daba vergüenza preguntar a la gente por la calle en el área rica de Bridgeport, aunque de todas maneras no tuve oportunidad. En el rato que estuve caminando cuesta abajo rodeada de ostentosas mansiones, el único signo de vida terrestre que había encontrado había sido una limusina que me había adelantado por la carretera. Así que sencillamente seguí caminando, seguida del hilo de casas y vigilada por la mirada de múltiples cámaras que seguían mis pasos desde las verjas de las mismas.
Cuando llevaba un rato caminando y ya había dejado atrás las viviendas vislumbré a lo lejos una plazoleta minúscula con lo que, intuí, era una boca de metro. Emocionada, empecé a caminar más rápido hasta que la alcancé. Los pies casi se me resintieron al llegar, machacados por los tacones, a los que no estaba del todo acostumbrada. Me maldije por mi impaciencia, pero por fin tuve ante mí algo parecido a un plano de la ciudad.
Aunque el plano de metro no me ayudó mucho a ubicarme, al menos sí pude obtener un esquema de la organización de la ciudad. Tenía buena memoria. Desde que mi abuelo había fallecido y había tenido que ser yo la responsable de la casa, mis múltiples trabajos me habían dejado muy poco tiempo para estudiar, e impulsada por el deseo de optar a un futuro decente, había tenido que esforzarme en sacar adelante los estudios en la décima parte de tiempo que mis compañeros, así que no me había quedado más remedio.
Leí detenidamente los nombres de las paradas, buscando alguna pista de hacia dónde debía ir. No tenía mucha idea de qué era lo que buscaba, pero esperaba que de esa manera me viniera alguna idea a la mente. Finalmente me decanté por una parada central cuyo nombre parecía tener que ver con la ubicación del ayuntamiento, que era el único lugar que conocía. O tal vez no. Ya lo descubriría.
El metro estaba casi tan abarrotado como la superficie, pero al menos su velocidad era siempre la misma, fuera de insoportables atascos. Me costó un poco orientarme, pero finalmente logré entender el funcionamiento del sistema de trenes y me subí al de la línea correspondiente. Sin embargo, cambié de idea de hacia dónde ir, y es que durante el transbordo me topé con un anuncio que llamó mi atención.
¿Quieres ser actor?
¡Preséntate ya al casting para Al borde del abismo!
Me paré en seco para leer la letra pequeña del anuncio. En él rezaba que se necesitaban extras de fondo para la nueva película de acción que se estaba rodando, y la ubicación de los estudios cinematográficos en donde se llevaban a cabo las audiciones, incluida parada de metro.
Recordé con nostalgia todas las veces que le aseguré a mi abuelo Lawrence que sería una gran directora de cine. Cuando era pequeña soñaba con ser actriz, pero al entrar en la adolescencia y entender cómo funcionaba el mundo que había detrás de las cámaras, inmediatamente quise formar parte de él.
—¡Seré la mejor directora de cine de todos los tiempos, abuelo! –solía decirle –. Rodaré películas que harán temblar al propio Spielberg, ya lo verás. Y pasearé por la alfombra roja en las galas de los Óscar, y llevaré esos vestidos tan preciosos que llevan las estrellas de Hollywood, y todo el mundo me admirará porque seré la directora más joven, guapa e inteligente de la historia. ¡Vas a tener que hacer una habitación en la mansión solo para todos los premios que voy a ganar!
Mi abuelo se reía de mi excesiva seguridad en mí misma, pero me apoyaba incondicionalmente en mi sueño, y cada vez que salía a dar una vuelta regresaba con alguna revista o algún libro sobre cine bajo el brazo. Yo no podía sino devorar aquellos libros, intentando aprender lo máximo posible e imaginándome a mí misma haciendo todo aquello de lo que hablaban...
Sacudí la cabeza para alejar esos recuerdos de mi cabeza, memoricé rápidamente la dirección y el pequeño mapa esquemático que venía adjunto y me encaminé hacia allí.
Al salir a la superficie, no pude evitar quedarme nuevamente petrificada ante la majestuosidad de los edificios que ante mí se alzaban. Me iba a costar mucho acostumbrarme a aquella ciudad, a sus altos rascacielos y a su enérgico ritmo de vida. Todo eso era tan diferente de lo que había conocido en Twinbrook... Un ramalazo de nostalgia volvió a acosarme, pero lo ahuyenté rápidamente. Eso era justo lo que iba buscando, me repetí. El cambio más radical posible.
Los estudios cinematográficos de Plumbob Pictures eran muy distintos a lo que me había imaginado. Era un edificio muy diferente, de una sola planta, que parecía construido un poco de cualquier manera, con chapa metálica y materiales prefabricados. Se erigía tras una enorme plaza con una regia fuente que le daba un aspecto un poco más respetable al lugar, y junto al edificio en sí había un espacio cercado con unas altas vallas de acero que, suponía, sería el lugar donde se realizaría el rodaje de ciertas escenas al aire libre. Tras lo que imaginé sería la entrada al lugar había una cola de gente kilométrica, seguramente toda aquella que como yo había leído el anuncio del metro. De pronto comencé a sentir una emoción que hacía demasiado tiempo que no sentía, cuando me descubrí deseando averiguar qué había detrás de aquellas vallas y aprender de primera mano la manera de producir las películas que tantas veces había visto y sobre las que tanto había leído. Sin poder esperar ni un segundo más, me situé tras la última persona de la gigantesca cola y esperé.
Las horas transcurrieron de manera tan lenta que a poco estuve de dar media vuelta y buscar cualquier otro empleo. Además, los tacones me estaban matando, y me pregunté más de un millón de veces por qué habría escogido llevar esa clase de zapatos precisamente ese día. ¿Cómo se podía ser tan estúpida? Pero aquel era mi sueño desde que era niña, y no sabía cuándo volvería a tener una oportunidad semejante. Debía al menos intentarlo.
Me aburría muchísimo, y eso sumado a la impaciencia y la emoción que sentía de imaginarme trabajando en aquel lugar, al nerviosismo que me producía la idea de no conseguirlo y la ansiedad que me generaba el recuerdo del que entonces era mi “hogar” estaba logrando que lo pasara realmente mal. Me sentí tentada de hablar con cualquiera de las personas que se encontraban a mi alrededor, pero, cuando estaba a punto de hacerlo, me echaba para atrás. ¿Qué se suponía que iba a contarles sobre mí? ¿Que acababa de mudarme y vivía en una choza de mala muerte rodeada de las mansiones de la gente famosa de Bridgeport? Eso ni en broma. Aunque aún no conocía a nadie más que la indeseable de Natalie Taylor y los dos taxistas que me habían llevado de un lugar a otro y era consciente de mi necesidad de conseguir amigos sí o sí, no deseaba ganarme la amistad de nadie por compasión hacia una pobre vagabunda. Además, toda aquella gente estaba allí porque esperaba llegar a ser alguien en la vida, deseaban codearse con las altas esperas y, algún día, formar parte de ellas. Al menos eso era lo que yo quería, y no tenía ninguna intención de permitir que nadie supiera de mi condición real hasta que, como poco, consiguiera vivir en una casa normal y no en una asquerosa cabaña sin ducha, cocina, luz, parqué ni cerrojo en la puerta. Pero en esos momentos tampoco estaba preparada mentalmente para ponerme a mentir sobre mi vida, más que nada porque tampoco sabía qué inventarme, así que acabé por reprimir mis ganas de interactuar con aquellos extraños y me limité a esperar mi turno.
La cola avanzaba muy despacio, pero, tras mucho, muchísimo tiempo, logré llegar a la puerta metálica de entrada. Un hombre nos iba permitiendo el acceso con cuentagotas, cuando le notificaban desde dentro la disponibilidad de huecos libres. El gorila me paró justo cuando me tocaba a mí entrar y aún me tocó esperar un rato más, pero, al fin, horas después de haberme puesto a la cola, estuve dentro.
La sala estaba abarrotada de gente de ambos sexos. A muchos de los presentes se los veía claramente inquietos, moviendo la pierna nerviosamente, como impulsados por un resorte, sumidos en sus propios pensamientos. Otros hablaban entre ellos, algunos tranquilamente, otros histéricos perdidos, y otros realizaban ejercicios de respiración y concentración, tratando seguramente de poner en práctica la teoría que algún fracasado en la vida les había enseñado (¿o acaso se habrían dedicado a impartir clases de arte dramático de haber triunfado?). Mirándolos a todos, me di cuenta de que yo llegaba allí sin ningún tipo de preparación en artes escénicas. Cuando tuve oportunidad, no la aproveché, pensando que el club de teatro del instituto no me iba a aportar nada, puesto que lo que yo quería no era actuar, sino dirigir. Y cuando por fin me di cuenta de que ambas cosas estaban íntimamente relacionadas, mi abuelo había muerto y no me había quedado más remedio que llenar mi horario extraescolar trabajando, ya que por aquel entonces aún aspiraba a un futuro universitario.
La universidad... Qué lejano quedaba todo aquello.
Así que allí estaba, esperando que me cogieran para un trabajo para el que no tenía ni la más mínima preparación, simplemente porque era mi única vía posible de llegar a mi meta final. Comencé a sentir los nervios a flor de piel por motivos en los que ni siquiera había reparado durante todas las horas anteriores que me había pasado haciendo cola.
En ese momento, una puerta se abrió y entraron un hombre y una mujer. Mientras la mujer comenzaba a vociferar nombres de gente, el hombre nos repartió a todos los presentes una carpeta con unos cuantos papeles que debíamos rellenar. Protocolo, nos dijo. Mientras miraba con expresión de extrañeza al hombre, tratando de averiguar lo que realmente ocultaba ese “protocolo”, me hice con un asiento que habían dejado libre y me dispuse a rellenar el papeleo.
En esas hojas infernales preguntaban demasiadas cosas. Aparte del nombre y el apellido, se pedía información acerca del peso, la altura y diversos rasgos físicos. Qué estupidez, pensé estupefacta mientras procedía a contestar tanta porquería, ¿para qué quieren saber de qué color tengo los ojos si me van a ver ahora?
Luego venían preguntas acerca de cosas más prácticas, como disponibilidad de horarios, formación, etcétera, pero, mientras mordisqueaba el boli que me habían dado intentando decidirme por qué contestar a ciertas preguntas, la mirada se me desvió hacia el cuestionario de la persona que tenía al lado y no pude evitar leer algunas de las respuestas que estaba dando.
¿Peso, cincuenta y cinco kilos? ¿Pelo rubio y largo? ¿Ojos verdes? Definitivamente era hora de que ese tío se comprase un espejo, pensé mirando de arriba a abajo al gordísimo y poco agraciado autor de tales falacias.
El hombre se debió de dar cuenta de que lo estaba observando, porque en un momento dado se volvió hacia mí y, tras echar una mirada de reojo a su montón de mentiras, se encogió de hombros, me sonrió y me dijo:
—En este lugar o miento como un bellaco o jamás cruzaré esa puerta.
Y volvió a sumergirse en su ardua tarea.
Las palabras de mi orondo compañero me dieron qué pensar. Releí las preguntas del cuestionario, y entonces todo cobró un sentido. Pues claro, hacían criba para no perder tiempo con gente que no cumpliera un perfil que les interesase, me percaté. Qué tonta, ¿cómo no me había dado cuenta antes? Aquellos estudios tenían una reputación, no aceptarían al primero que cruzara la puerta.
Eché un nuevo vistazo al hombre que me había dado la clave, mirándolo con ojos nuevos, y estudié fugazmente sus respuestas. A continuación, volví a clavar la vista en las preguntas en las que me había quedado atascada, las que me pedían información acerca de mi preparación profesional. Dudé unos momentos.