Este relato corto fue escrito hace unos cinco años. Lo redescubrí hace poco y, aunque ahora lo reescribiría prácticamente entero, quería compartirlo íntegro con vosotros. Espero que os guste.
—¡Te han descubierto! –grité mientras entraba en tropel –. Van a arrestarte. No hay tiempo.
No hubo respuesta. La puerta se cerró tras de mí con un chirrido, y sentí cómo la soledad me tapaba con su frío manto. Lo único que mis ojos podían ver era la oscuridad que reinaba en la habitación. Afuera no se oía más que la incesante lluvia que apedreaba la ventana, donde quiera que estuviese. Pero entre las cuatro paredes que me rodeaban no existía más sonido que el de mi desesperada respiración.
Mi pecho subía y bajaba frenéticamente. Me alarmé. ¿Y si no estaba allí? No quería ni imaginarme lo que podría llegar a ocurrir si resultaba que no podía hacer nada por evitar el castigo que la justicia le impondría… Sacudí la cabeza, intentando alejar aquellos pensamientos de mi mente, y me obligué a respirar hondo y contar hasta tres. Deslicé una mano por la pared que se hallaba a mis espaldas, buscando un interruptor, pero súbitamente recordé que en esa habitación no había ninguna lámpara. Por un momento me encontré desolada, pero luego decidí que esperaría pacientemente a que él hablara.
Porque yo sabía que él estaba allí.
Cada segundo que pasaba se me antojaba una eternidad. Permanecí inmóvil, paralizada por la angustia, concentrándome en que mi cerebro no empezara a construir hipótesis catastrofistas y agarrándome a la tenue esperanza de que pronto escuchara su voz.
Entonces, la luz de un relámpago inundó la habitación, y unas décimas de segundo después se oyó el estruendo procedente de un trueno. Parpadeé varias veces. Frente a la ventana había podido ver recortada la figura de un hombre de espaldas.
—Sé que estás ahí –tartamudeé en susurros –. Te he visto.
La figura se giró bruscamente alzando el brazo en mi dirección. Me sobresalté al descubrir que podía seguir viéndole, y deduje que mis pupilas ya se habrían acostumbrado a la oscuridad. Entonces, me di cuenta de que el hombre tenía algo en la mano. La sangre se me heló en las venas.
Era un revólver.
Me quedé petrificada. Mi cerebro se quedó en estado vegetativo por unos segundos, y cuando volvió a funcionar un millón de preguntas me torpedearon sin dejarme apenas respirar. No podía creerlo. No quería creerlo. Aquello no podía estar sucediendo. ¿Por qué iba a hacerlo? Yo creía… Yo pensaba... No, eso no tenía sentido. Yo sabía que me amaba. Entonces, ¿por qué me estaba apuntando con ese arma? Tenía que haber algo detrás. De pronto, comenzó a avanzar hacia mí con paso decidido.
Mis esperanzas se esfumaron de un soplido. A cada paso que daba sentía cómo el peso del mundo se hundía más y más sobre mis hombros. Y cuando al fin mi aterrada mirada se cruzó con el verde azulado de sus ojos, comprendí que no volvería a verlos jamás.
Quería gritar, quería preguntarle por qué hacía eso, pero el hielo de sus irises me había dejado a la deriva en medio de un montón de nieve y mis labios no podían dejar de temblar. Entonces, dejó el revólver sobre la mesa de madera que nos separaba.
Me quedé de una pieza. Estaba bloqueada por el giro que habían dado los hechos. Se había sentado en una de las sillas que rodeaban la mesa y me miraba fijamente. No me iba a matar. Un enorme alivio recorrió todos los rincones de mi cuerpo, y al fin reaccioné. Apresuradamente, me senté en otra silla sonriendo de oreja a oreja; por alguna extraña razón, me sentía inmensamente feliz.
—¿Conoces el juego de la ruleta rusa? –me preguntó.
La sonrisa se congeló en mi cara. Alguna vez había leído en internet algo sobre aquel estrambótico juego, y no resultaba muy atractivo. Uno de los jugadores debía meter una sola bala en un revólver y girarlo sobre una mesa. A quien señalara el arma al parar, le tocaba apuntarse en la sien y apretar el gatillo. Si no salía la bala, el revólver pasaba a su compañero de al lado, y así hasta que alguno de ellos fuera el desafortunado que perdiese la vida. Tragué saliva y asentí lentamente con la cabeza, sin saber a dónde quería llegar a parar. Él se metió las manos en los bolsillos y sacó una pequeña bolsa tintineante y otro revólver que depositó en el centro de la mesa, junto al primero. Luego, sacó una bala de la bolsa, abrió el tambor de uno de los revólveres y la metió.
—Ésta es una variante del juego –me explicó mientras sacaba otra bala de la bolsa y me la ofrecía –. Toma, métela en el otro.
Me quedé muda por unos momentos.
—¿Qué… qué quieres decir?
—Hazlo –ordenó en un tono que no admitía réplica.
Atónita, cogí la bala con una mano temblorosa y la metí en el otro revólver lo mejor que pude, imitándole a él.
—Te explicaré las reglas –continuó, mientras me quitaba el revólver de las manos y giraba el cilindro –. Dos jugadores meten una bala en cada uno de los dos revólveres con los que van a jugar, giran los cilindros y se sortean las armas haciéndolas dar vueltas sobre la superficie de una mesa. Luego se apuntan a sí mismos en la sien, tal y como se hace en la ruleta rusa original, y aprietan el gatillo. Entonces pueden ocurrir tres cosas: que uno de ellos muera, que mueran los dos o que no muera ninguno. En este último caso, ambos jugadores deberán seguir apretando el gatillo hasta que uno de ellos muera, o hasta que lo hagan los dos. Bien, ahora gira tú el cilindro del otro revólver.
Me quedé mirándole unos momentos, sin saber por qué me lo pedía. ¿Acaso estábamos cargando las armas por si acaso nos pillaban cuando saliéramos de allí? Si era así, ¿a qué venía todo el rollo de la ruleta rusa? ¿Sería simplemente una metáfora? ¿Estaría haciendo una comparación referente a lo que su mente calculadora estaba maquinando? Decidí creerlo así, y acaté su petición obedientemente.
Cuando hube dejado de nuevo el revólver sobre la mesa, él lo hizo girar. El arma empezó a dar vueltas rápidamente, y él me señaló el otro para que yo siguiera su ejemplo. La velocidad del primero ya estaba menguando cuando el segundo comenzó su baile, y finalmente paró. La boca del revólver señalaba en mi dirección, pero él no dijo nada. Se quedó observando las dos armas hasta que la otra paró, y fue entonces cuando se hizo con la última y me dio la primera.
—¿Vamos a ir a algún lado? –pregunté.
Él dejó escapar una risilla apenas audible.
—Eso depende del resultado.
De golpe, entendí cuáles eran sus intenciones.
Él quería que jugáramos.
—No. Me niego.
Tiré el revólver al centro de la mesa y me crucé de brazos. Él suspiró largamente.
—En ese caso me iré y no volverás a verme jamás.
Me quedé sin respiración. Iba en serio. Había utilizado esa amenaza porque realmente quería jugar. Quería morir… o que yo muriera.
—¿Por qué?
—Creo que ya he hecho suficiente daño al mundo.
—¿Y no hay otra opción?
—No. Dejaré que lo pienses –se puso de pie y volvió a la ventana –. Avísame cuando hayas decidido.
Abrí la boca para quejarme, pero sabía que no me escucharía. Había tomado una decisión y nada podría hacerle cambiar de parecer.
Un escalofrío recorrió mi médula espinal. Si me negaba, él se marcharía y jamás volvería a saber de él. Sería peor aún que si hubiese muerto, porque seguiría vivo y podría seguir matando. Y si le cogían, si yo no podía evitarlo, no creía que pudiera continuar…
Pero si aceptaba jugar y él moría… Me estremecí solo de pensarlo. Si él moría mi vida dejaría de tener sentido. No estaba segura de cuánto tiempo podría seguir viviendo. Pero entre que muriese y no volverle a ver nunca jamás, prefería que muriera.
Qué egoísta por mi parte, pensé, sobresaltada. Yo le quería, así que lo lógico era desear lo mejor para él. ¿Qué persona podría desearle la muerte a su amado? Era absurdo. Lo mejor era olvidarse de aquella tontería e irse cada uno por su lado, aunque las cosas perdieran el color para mí. Entonces recordé el rostro aterrado de Sonia.
—¡Tú estás loca! –me había dicho –. ¡Estás completamente mal de la cabeza! Tú quieres que te arresten por cómplice, ¿no? Eso si él no te mata antes, ¿verdad? ¡Es un asesino psicópata! ¿O es que no lo recuerdas?
Sus palabras retumbaron por mi cabeza. A pesar de que el terror de la escena que estaba viviendo me impedía pensar con claridad, hice un esfuerzo e intenté ver las cosas desde otro punto de vista. En realidad, tanto Sonia como el resto del país deseaban fervientemente que se le capturara y que no volviera a ver la luz del sol en lo que le quedara de vida. Si le encontraban muerto sería un gran alivio para todos. Y precisamente eso era lo que él quería hacer: quería poner fin a todo, pero en vez de hacerlo y ya está había pensado en mí. Porque me amaba, pensé con lágrimas en los ojos, porque sabía de sobra que yo moriría de dolor tras él. Así que, quizás… Quizás lo más apropiado era que muriéramos los dos.
Me sequé las mejillas húmedas con la manga de la chaqueta y cogí aire. Él había decidido dejarlo todo en manos del azar que suponía aquel macabro juego, y había cambiado las reglas para que cupiera la posibilidad de que muriéramos los dos. Sería una muerte rápida y apacible, y estaría junto a él durante el resto de la eternidad, si es que había algo después. Pero él también había considerado la posibilidad de que solo muriera yo. ¿Qué sentido tendría? ¿Acaso mi muerte sería lo que decidiera que él siguiera asesinando? O a lo mejor… a lo mejor después de todo yo no fuera más que una pieza de su juego y ahora me convirtiera en una víctima más… No podía olvidar que era un asesino y, como tal, trucaría las armas para que él sobreviviera…
¡Trucos! Me di un manotazo en la frente. ¡Claro, tendría truco, como todo lo que hacía! Él ya sabía si habría un ganador y, en ese caso, quién sería. ¡Lo tenía todo planeado! Así que, si él me quería (y yo estaba completamente segura de que así era, por algo me llamaban la lectora de mentes), todo acabaría bien… dentro de lo que cabía. O tal vez no.
Bien, pues que fuera lo que él quisiera.
—Jugaré –anuncié.
Él se dio la vuelta y se volvió a sentar relajadamente. El pulso se me fue acelerando a medida que él cogía su revólver y lo situaba con la boquilla pegada a su sien derecha. A continuación me señaló con la vista el otro. Fríos sudores comenzaron a recorrer todo mi cuerpo. Con el corazón latiendo a una velocidad endemoniada en mi boca, cerré mis dedos temblorosos alrededor del otro revólver y le imité. El simple contacto de mi piel con el arma me hizo dar una sacudida.
Oí en mi cabeza miles de voces gritando desesperados que no lo hiciera, que era una locura, voces que desgraciadamente conocía demasiado bien. Sonia, Marcos, papá y mamá… Adrián…
—Uno, dos, tres –contó él.
Me tragué todas aquellas voces y, sin apartar la mirada de la suya, apreté el gatillo.
Muy quieta, cerré los ojos, esperando mi final. Los segundos transcurrieron perezosos, y tardé otros pocos más en darme cuenta de que seguía viva. Aterrorizada, abrí los ojos, pero él seguía ahí, mirándome. Esbozó media sonrisa. Yo no pude hacer más que devolvérsela estúpidamente. Sí, seguía vivo. Eso me alegraba, pero lo único que significaba era que la muerte estaba cada vez más cerca.
Estaba completamente aterrada. En aquellos últimos momentos me cuestionaba lo que no me había cuestionado en mi vida. ¿Qué habría después? ¿De verdad existirían el cielo y el infierno? ¿Iría yo al infierno por haber encubierto a un asesino? La tortura eterna no podía ser tan mala si podía estar junto a él… De hecho, pensé, la tortura sería peor si fuera al cielo. Me imaginé sobre una espesa nube, con unas gigantescas alas blancas a mi espalda y tratando de disfrutar del delicioso sabor de la fruta más exquisita que nadie pudiera imaginar, que se tornaba horriblemente amargo al pensar en que, mientras tanto, él estaría abrasándose entre las llamas del inframundo… Sufriendo mientras yo estaba condenada a disfrutar.
Pero, ¿a dónde irían realmente nuestras almas? ¿Se convertirían en espíritus errantes que vagarían por la Tierra hasta que llegara el fin del mundo? ¿Y a dónde irían después? ¿O es que cuando muriéramos nuestras almas morirían con nuestros cuerpos? Si no eran más que parte de nuestro cerebro y éste dejaba de funcionar…
Su voz interrumpió mis pensamientos.
—Uno, dos, tres.
Clic.
Nada. Seguíamos mirándonos a los ojos. Mis nervios se dispararon. ¿Es que no íbamos a morir nunca? ¿Cuánto tiempo más tendría que soportar aquella angustia? En ese momento me arrepentí de haber accedido a jugar. ¿De verdad habría llegado mi hora? ¿Por qué me había expuesto a la muerte de esa manera? Todo me parecía tan irreal… Mi vida quedaba atrás vacía. Todo lo que había hecho para nada… Y todas mis ilusiones quedarían encerradas para siempre en un cadáver. ¡Con lo fácil que habría sido negarme! Pero entonces seguiría viva, y él como si estuviera muerto. Y la soledad siempre es peor que la muerte.
De repente, algo cambió en sus ojos. Fue tan solo un instante, lo suficiente como para percatarme de que algo iba mal. Sentí que el aire no me llegaba a los pulmones.
Había llegado la hora.
Él supo enseguida lo que estaba pasando por mi mente, y una sonrisa maliciosa se dibujó en su hermoso rostro.
—Adiós, Daniela.
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