El móvil vibró. No soy de las que está pendiente del
teléfono constantemente, pero dio la casualidad de que esa vez sí miré. Estaba
recogiendo algunas cosas cuando la pantalla del aparato se iluminó, y por
curiosidad me acerqué.
“André: Estoy
aquí abajo. ¿Vienes?”
Cogí el móvil, extrañada. Eran las doce y cuarto de la
noche. Desbloqueé la pantalla y leí de nuevo el mensaje, sin acabar de
interiorizarlo del todo. ¿Qué hacía en mi casa a esas horas?
Sin embargo, no pregunté.
“Voy”,
escribí. Cogí una sudadera y las llaves, me calcé y les conté a mis padres que
había venido un amigo, que iba a ver qué quería y en un par de minutos estaría
de vuelta. Ellos me dirigieron una mirada extraña, pero no replicaron. No me
percaté de que me había dejado el móvil sobre la mesa de mi escritorio.
Cuando salí del edificio, me encontré con el viejo
coche de André parado frente a la puerta de mi casa, con las luces de
emergencia encendidas y la ventanilla abierta. En una mano sostenía el volante y, en la
otra, un cigarrillo que humeaba a través del otro cristal bajado.
—¿Pasa algo?
–pregunté.
—
Sube
–dijo él, solamente.
Tuve algún reparo, pero finalmente obedecí. Antes de
que me diese tiempo a decir nada, él arrancó y el coche comenzó a rodar por el
asfalto.
—¿A dónde vamos?
–quise saber.
Él dio una larga calada antes de responder.
—¿A dónde quieres
ir? –dijo, sin apartar la mirada del frente.
Me tomé mi tiempo para contestar, meditando bien mis
palabras.
—¿Tienes alguna
idea en especial?
La pregunta quedó flotando en el ambiente, sin
respuesta. André dio una última calada al cigarrillo, lo lanzó al exterior y, a
continuación, subió ambas ventanillas y salió a autopista.
Yo no hacía más que lanzarle inquietas miradas de
reojo mientras él conducía en mitad de la noche, pensando muchas cosas, pero
sin atreverme a expresarlas en voz alta. Me preocupaban mis padres, a quienes
había afirmado que no estaría más de dos minutos fuera, promesa que
evidentemente no iba a cumplirse, pero, sobre todo, me preocupaba él. Tenía el
ceño ligeramente fruncido, la mirada cansada y la expresión típica del que ha
tenido un mal día pero no quiere hablar de ello. No lo conocía mucho, pero sí
lo suficiente para saber que, fuera lo que fuera aquello que le había sucedido,
pretendía alejarse de ello lo máximo posible, y tal vez por eso permanecí
callada, respetando sus silenciosos deseos.
Entonces, como corroborando mis hipótesis, se inclinó
sobre el aparato de radio y lo encendió. La verdad es que no recuerdo bien qué
tipo de música sonaba, solamente que fue lo único que se escuchó durante la
totalidad del trayecto, hasta que finalmente aparcó frente a una gasolinera de
carretera, en medio de la nada.
Por primera vez en toda la noche, me miró.
—¿Te apetece un
trago?
La pregunta me pilló de sorpresa, pero procuré que no
se me notara y me limité a encogerme de hombros. Él bajó del coche, y yo lo
imité. Juntos entramos en la gasolinera, completamente desierta de clientela,
y, tras hacerse con un par de botellas de vodka y una cajetilla de tabaco,
pasamos por caja y salimos de allí.
Echamos a andar en la oscuridad de la noche, en línea
recta hacia no sé sabe dónde. Yo me limitaba a seguirle, sin saber qué
pretendía ni que quería, pero manteniéndome en mi silenciosa promesa de no
perturbarlo, hasta que finalmente se dejó caer sobre una explanada que se
hallaba ligeramente en cuesta. Tras sentarme a su lado, él abrió la primera
botella y me la alargó.
Le di un pequeño trago, algo dudosa. No entraba en mis
planes emborracharme esa noche, pero parecía que así lo había dictado el
destino. Mientras yo bebía lentamente, él se encendía un cigarrillo. Me miró de
nuevo, y aproveché para devolverle la botella. Él me ofreció el cigarro a
cambio. Vacilé, pero finalmente me animé a darle una calada. No solía fumar,
pero bueno, aquello era una ocasión especial, supongo. Ya estábamos bebiendo
vodka a morro, ¿qué más daba?
Compartimos la botella y el cigarro hasta que éste
último se consumió. Yo seguía bebiendo a pequeños sorbos, y él, a largos
tragos. No hablábamos, pero tampoco hacía falta. Él parecía estar relajado,
mirando al cielo negro y disfrutando de la suave brisa, y yo no iba a ser
menos. No lo confesaría en voz alta, pero verle bien después de la expresión
que portaba en el rostro cuando me había subido al coche me hacía sentir bien a
mí.
Cuando la primera botella ya andaba medio vacía, él
abrió la segunda, y entonces dejamos de compartir. Yo me quedé con la mía, de
la que seguía bebiendo de cuando en cuando. Él inauguró la suya con otro gran
trago, y, de pronto, habló.
—¿Conoces esa
canción? –me dijo.
Casi me asustó. No me esperaba que fuera a hablar en
toda la noche, la verdad.
—¿Qué canción?
–pregunté.
—
Em… -carraspeó
sonoramente, y, a continuación, empezó a entonar:
If I lay here,
If I just lay here,
Would you lie with me and
Just forget the world?
Esperó unos segundos, con la mirada perdida en el
infinito, hasta que finalmente se volvió hacia mí y preguntó de nuevo.
—¿La conoces?
—
Sí
–contesté.
Él sonrió ampliamente, volvió a mirar al horizonte y
volvió a beber durante lo que a mí me pareció una eternidad.
—
Me
encanta esa canción.
Yo me quedé observándolo, sin saber bien qué decir.
En ese momento, él volvió a girarse, y esta vez clavó
sus ojos en los míos. Esbozó media sonrisa, deslizó la vista hacia mis labios y,
entonces, se inclinó hacia mí y me besó.
Dos años han pasado desde entonces, y la vida ha
separado nuestros caminos de diferentes maneras. A él se lo llevó a la otra
punta del país, por motivos de trabajo de su padre. A mí me trajo aquí, a
Inglaterra, a donde destinaron al mío. Sin embargo, no hay día que no recuerde
a André, su sonrisa ladeada y su silenciosa manera de decir nada y todo a la
vez. No hay día en el que no venga a mi memoria esa noche de jueves que
compartimos, ni soy capaz de irme a dormir sin rememorar una y otra vez aquel
beso con el que selló mi corazón… y con el que me invitó a olvidar el mundo.
Y hoy, desde el tiempo y la distancia, no te he
olvidado. Cada vez que escucho esa maldita canción es otra lágrima que cae
desesperada, gritando tu nombre y reclamando ese silencio con el que me hacías
parte de tu vida, y cada día que pasa, cada día que no estoy a tu lado, me
pregunto qué será de ti e insulto a quién sabe qué fuerza sobrenatural por
habernos forzado a separarnos. Y es que, pese a que he intentado con todas mis
fuerzas asumir que me toca continuar sin ti,
te sigo echando de menos con todo mi ser, cada segundo de mi vida.
Vuelve, André. Aún te quiero.