miércoles, 29 de abril de 2015

Olvidar el mundo

El móvil vibró. No soy de las que está pendiente del teléfono constantemente, pero dio la casualidad de que esa vez sí miré. Estaba recogiendo algunas cosas cuando la pantalla del aparato se iluminó, y por curiosidad me acerqué.
André: Estoy aquí abajo. ¿Vienes?
Cogí el móvil, extrañada. Eran las doce y cuarto de la noche. Desbloqueé la pantalla y leí de nuevo el mensaje, sin acabar de interiorizarlo del todo. ¿Qué hacía en mi casa a esas horas?
Sin embargo, no pregunté.
Voy”, escribí. Cogí una sudadera y las llaves, me calcé y les conté a mis padres que había venido un amigo, que iba a ver qué quería y en un par de minutos estaría de vuelta. Ellos me dirigieron una mirada extraña, pero no replicaron. No me percaté de que me había dejado el móvil sobre la mesa de mi escritorio.
Cuando salí del edificio, me encontré con el viejo coche de André parado frente a la puerta de mi casa, con las luces de emergencia encendidas y la ventanilla abierta. En una mano sostenía el volante y, en la otra, un cigarrillo que humeaba a través del otro cristal bajado.
¿Pasa algo? –pregunté.
Sube –dijo él, solamente.
Tuve algún reparo, pero finalmente obedecí. Antes de que me diese tiempo a decir nada, él arrancó y el coche comenzó a rodar por el asfalto.
¿A dónde vamos? –quise saber.
Él dio una larga calada antes de responder.
¿A dónde quieres ir? –dijo, sin apartar la mirada del frente.
Me tomé mi tiempo para contestar, meditando bien mis palabras.
¿Tienes alguna idea en especial?
La pregunta quedó flotando en el ambiente, sin respuesta. André dio una última calada al cigarrillo, lo lanzó al exterior y, a continuación, subió ambas ventanillas y salió a autopista.
Yo no hacía más que lanzarle inquietas miradas de reojo mientras él conducía en mitad de la noche, pensando muchas cosas, pero sin atreverme a expresarlas en voz alta. Me preocupaban mis padres, a quienes había afirmado que no estaría más de dos minutos fuera, promesa que evidentemente no iba a cumplirse, pero, sobre todo, me preocupaba él. Tenía el ceño ligeramente fruncido, la mirada cansada y la expresión típica del que ha tenido un mal día pero no quiere hablar de ello. No lo conocía mucho, pero sí lo suficiente para saber que, fuera lo que fuera aquello que le había sucedido, pretendía alejarse de ello lo máximo posible, y tal vez por eso permanecí callada, respetando sus silenciosos deseos.
Entonces, como corroborando mis hipótesis, se inclinó sobre el aparato de radio y lo encendió. La verdad es que no recuerdo bien qué tipo de música sonaba, solamente que fue lo único que se escuchó durante la totalidad del trayecto, hasta que finalmente aparcó frente a una gasolinera de carretera, en medio de la nada.
Por primera vez en toda la noche, me miró.
¿Te apetece un trago?
La pregunta me pilló de sorpresa, pero procuré que no se me notara y me limité a encogerme de hombros. Él bajó del coche, y yo lo imité. Juntos entramos en la gasolinera, completamente desierta de clientela, y, tras hacerse con un par de botellas de vodka y una cajetilla de tabaco, pasamos por caja y salimos de allí.
Echamos a andar en la oscuridad de la noche, en línea recta hacia no sé sabe dónde. Yo me limitaba a seguirle, sin saber qué pretendía ni que quería, pero manteniéndome en mi silenciosa promesa de no perturbarlo, hasta que finalmente se dejó caer sobre una explanada que se hallaba ligeramente en cuesta. Tras sentarme a su lado, él abrió la primera botella y me la alargó.
Le di un pequeño trago, algo dudosa. No entraba en mis planes emborracharme esa noche, pero parecía que así lo había dictado el destino. Mientras yo bebía lentamente, él se encendía un cigarrillo. Me miró de nuevo, y aproveché para devolverle la botella. Él me ofreció el cigarro a cambio. Vacilé, pero finalmente me animé a darle una calada. No solía fumar, pero bueno, aquello era una ocasión especial, supongo. Ya estábamos bebiendo vodka a morro, ¿qué más daba?
Compartimos la botella y el cigarro hasta que éste último se consumió. Yo seguía bebiendo a pequeños sorbos, y él, a largos tragos. No hablábamos, pero tampoco hacía falta. Él parecía estar relajado, mirando al cielo negro y disfrutando de la suave brisa, y yo no iba a ser menos. No lo confesaría en voz alta, pero verle bien después de la expresión que portaba en el rostro cuando me había subido al coche me hacía sentir bien a mí.
Cuando la primera botella ya andaba medio vacía, él abrió la segunda, y entonces dejamos de compartir. Yo me quedé con la mía, de la que seguía bebiendo de cuando en cuando. Él inauguró la suya con otro gran trago, y, de pronto, habló.
¿Conoces esa canción? –me dijo.
Casi me asustó. No me esperaba que fuera a hablar en toda la noche, la verdad.
¿Qué canción? –pregunté.
Em… -carraspeó sonoramente, y, a continuación, empezó a entonar:

If I lay here,
If I just lay here,
Would you lie with me and
Just forget the world?

Esperó unos segundos, con la mirada perdida en el infinito, hasta que finalmente se volvió hacia mí y preguntó de nuevo.
¿La conoces?
Sí –contesté.
Él sonrió ampliamente, volvió a mirar al horizonte y volvió a beber durante lo que a mí me pareció una eternidad.
Me encanta esa canción.
Yo me quedé observándolo, sin saber bien qué decir.
En ese momento, él volvió a girarse, y esta vez clavó sus ojos en los míos. Esbozó media sonrisa, deslizó la vista hacia mis labios y, entonces, se inclinó hacia mí y me besó.

Dos años han pasado desde entonces, y la vida ha separado nuestros caminos de diferentes maneras. A él se lo llevó a la otra punta del país, por motivos de trabajo de su padre. A mí me trajo aquí, a Inglaterra, a donde destinaron al mío. Sin embargo, no hay día que no recuerde a André, su sonrisa ladeada y su silenciosa manera de decir nada y todo a la vez. No hay día en el que no venga a mi memoria esa noche de jueves que compartimos, ni soy capaz de irme a dormir sin rememorar una y otra vez aquel beso con el que selló mi corazón… y con el que me invitó a olvidar el mundo.
Y hoy, desde el tiempo y la distancia, no te he olvidado. Cada vez que escucho esa maldita canción es otra lágrima que cae desesperada, gritando tu nombre y reclamando ese silencio con el que me hacías parte de tu vida, y cada día que pasa, cada día que no estoy a tu lado, me pregunto qué será de ti e insulto a quién sabe qué fuerza sobrenatural por habernos forzado a separarnos. Y es que, pese a que he intentado con todas mis fuerzas asumir que me toca continuar sin ti,  te sigo echando de menos con todo mi ser, cada segundo de mi vida.

Vuelve, André. Aún te quiero.

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