sábado, 11 de abril de 2015

Zoe (III): Torbellino

La habitación se arremolinaba a su alrededor. A través del halo de cristal líquido que cubría sus ojos, Zoe observaba cómo todo lo que la rodeaba daba vueltas en torno a ella y se abalanzaba sobre su frágil cuerpo. Se sentía mareada, desolada y enfurecida a la vez, y la rabia la había hecho su rehén. Tumbada en su cama, tal y como se hallaba, lo único que podía percibir era la danza psicodélica de colores procedente de los miles de dibujos que empapelaban las paredes y el techo inclinado de su cuarto, situado en la buhardilla de la casa. Normalmente, contemplar todos aquellos dibujos desde su cama la colmaba de paz y tranquilidad, pero, ahora que no podía distinguir bien las formas de su amado claro, no hacían más que acrecentar su ansiedad. Todos esos dibujos eran las decenas de pruebas que había hecho para llegar a su obra magistral final, eran el resultado de cientos de horas invertidas perfeccionando su técnica, el proceso para llegar a una única obra perfecta suma de todas las demás: la que yacía rota en pedazos al fondo de la papelera de la cocina.
Sin ser capaz de impedir que las lágrimas corrieran libres por sus mejillas como si de dos riachuelos se tratase, no podía dejar de pensar en su claro destrozado, y miraba toda la obra que vestía su habitación con la impotencia de quien ha puesto lo máximo de sí mismo en un trabajo que finalmente no tiene ninguna utilidad. Aunque para ella aquello era lo más importante que existía en el universo, se sentía como si todo ese esfuerzo no hubiera sido más que una burda pérdida de tiempo.
De pronto escuchó tres tenues golpes en su puerta.
¿Sofía? –se oyó la voz de su madre tras la madera.
Zoe dio media vuelta en la cama y cerró los ojos. No quería saber nada ni de su madre ni de nadie. Estaba demasiado enfadada con el mundo, y ella también intentaría que olvidara al claro, aunque no lo hiciera de la manera impositiva en la que lo había hecho su padre. Ninguno de los dos la comprendía.
Sofía, ábreme, venga –continuó su madre –. Deja que hable contigo. Papá ya se ha ido.
Ella continuó ignorándola. Apretó los párpados, tratando de contener las lágrimas, y decidió intentar dormir. Si estaba dormida tenía una excusa para no abrir a su madre, pensó. Hizo un esfuerzo por dejar la mente en blanco y dormir.
Te he traído la cena, cariño –lo volvió a intentar –. Déjame entrar aunque sea solo para dártela.
Zoe notó rugir sus tripas, pero se mantuvo firme. Sabía de sobra que en cuanto entrara y ella se pusiera a cenar la hablaría, y no tenía intención alguna de caer en esa trampa. Ocultó la cabeza bajo la almohada para amortiguar la voz de su madre y no arriesgarse a sentir ningún tipo de tentación y esperó.
Su madre la llamó una vez más antes de desoír los silenciosos deseos de la niña y proceder a accionar el pomo de la puerta. Pero Zoe había sido previsora y lo primero que había hecho tras entrar en su habitación había sido atrancar la puerta con la silla de su escritorio. No quería que nadie la molestase. No había nada que ninguno de los que habitaban esa casa pudiera decirle que pudiera hacerla sentirse mejor.
Zoe escuchó el suspiro lastimero de su madre a través de la madera y esperó una nueva llamada, pero ésta no llegó. Durante los siguientes minutos sólo escuchó el suave aullido del viento contra el cristal de su tragaluz, hasta que finalmente el agotamiento de llorar durante lo que a ella le había parecido una eternidad la hizo quedar dormida.

Cuando abrió los ojos, se sentía como si acabara de despertar de una horrible pesadilla. No fue hasta un rato más tarde cuando se percató de que aquello que le había parecido un sueño había sido muy real. Saltó de la cama, con el cuerpo repentinamente cubierto de sudores fríos, y sintiendo cómo una nueva punzada de dolor se clavaba profundamente en su corazón. Se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar una vez más, pero poco a poco esas lágrimas fueron tornándose en un intenso odio hacia su padre. ¿Cómo podía una de las personas que le habían traído a la vida ser alguien tan cruel? ¿Por qué no podía entender que lo único que hacía realmente feliz a su hija era lo que solamente el claro podía ofrecerle? Las cosas no podían quedar así para Zoe. Estaría junto al claro costase lo que costase, por muy difícil que se lo pusiera su padre. Nada ni nadie podría separarlos jamás.
La imagen su dibujo hecho añicos volvió a aflorar en su mente, y esta vez no lo pudo soportar más. Que su obra estuviera rota no significaba que hubiera dejado de existir. Con todo el sigilo que fue capaz de ostentar, se levantó de su cama y retiró suavemente la silla atrancada de su puerta. A continuación, empujó el pomo hacia abajo y salió de allí, tratando de controlar el quejido de la puerta. Bajó los estrechos escalones despacio, hasta que llegó a la planta intermedia, y, tras echar un vistazo en derredor por si las moscas, continuó bajando.
Al llegar al recibidor de la entrada, una luz parpadeante procedente de la habitación contigua le dio la bienvenida. Sobresaltada, subió de espaldas dos o tres escalones de nuevo, pensando que su madre estaría despierta. ¿Qué hacía viendo la televisión a aquellas horas? ¿Sería más temprano de lo que ella creía? Lanzó una ojeada rápida al reloj de pared que colgaba a su derecha, y comprobó que rozaban las cuatro de la madrugada. Se habría quedado dormida en el salón viendo alguna película, dedujo, pero no dejaba de ser extraño. Su madre jamás veía la tele por las noches. Soltó el aire que sin querer estaba reteniendo, y continuó caminando a hurtadillas hasta la cocina. Cerró la puerta despacio, procurando no hacer ningún ruido, y encendió la luz.
Encima de la mesa se hallaba, cubierta por papel de plata, la cena de Zoe. 
Sintió un ramalazo de arrepentimiento. Su madre era tan tierna... Seguramente se habría quedado en el salón preocupada por ella, esperando por si a su hija le daba por bajar a cenar. Las lágrimas acudieron de nuevo a los ojos de la niña, probablemente producto de toda la emoción contenida y liberada durante las últimas horas. Las retuvo como pudo, pero no pudo evitar pensar en su madre. En ese momento se percató de que ella siempre velaba por Zoe y la protegía frente a su padre en la medida que podía, y nunca se había molestado en agradecérselo. Realmente, hasta ese momento no se había dado verdadera cuenta. Pensaba tanto en su amado claro... Pero, ¿cómo iba a pensar en otra cosa? No había nada sobre la faz de la tierra que la hiciera sentir como ese oasis en medio del árido desierto que era su vida. Y es que Zoe acostumbraba a pensar que, si era cierto que existía el cielo, éste debía ser como su claro del bosque. No podía concebir que pudiera ser de otra manera, y eso era algo que no podía comprender nadie, porque no había palabras para describir ese sentimiento. ¿Cómo iba a explicárselo a sus padres, si ni siquiera ella misma acababa de comprenderlo del todo?
Se acercó al cubo de la basura, y ahí estaba: todos los trocitos de papel de diversos colores, flotando entre los demás desperdicios como relucientes piedras preciosas entre un mar de oscura roca. Con cuidado, fue extrayéndolos uno a uno y depositándolos sobre la mesa, junto al plato cubierto que horas antes habría dejado su madre en el mismo lugar. Luego se lavó las manos, controlando de manera milimétrica la cantidad de agua que caía del grifo para no levantar el más mínimo ruido, y se las secó a conciencia antes de coger los pedacitos de papel y recomponer poco a poco el puzzle en que se había convertido su obra maestra. Las piezas fueron encontrando su lugar una a una, hasta que, un rato después, formaron entre todas la imagen que tanto adoraba Zoe.
«Hola de nuevo», lo saludó para sus adentros. A ella volvió a embargarle aquella sensación de paz. Todo está bien, parecía decirle el claro, ya estoy a tu lado de nuevo. Zoe sonrió, se sorbió la nariz y acarició los trazos de lápiz mientras se dejaba embriagar por la belleza del paisaje.
Sofía.
La voz de su madre la hizo pegar tal brinco en la silla, que los trozos de papel que descansaban sobre la mesa comenzaron a revolotear frente a ella en un torbellino de color.
¡Mamá, qué susto!
Sin embargo, no quedó realmente asustada hasta que miró a los ojos a su madre y vio las ojeras profundamente marcadas que pendían de ellos y la expresión seria y preocupada que portaba.
Mamá, ¿estás bien? –preguntó Zoe, titubeando.
Hija, tienes que hacer las maletas.
¿Qué? ¿Por qué?
Tu padre irá a buscarte a la salida del colegio. Te vas a Madrid con él.

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