La habitación se arremolinaba a su alrededor. A través
del halo de cristal líquido que cubría sus ojos, Zoe observaba cómo todo lo que
la rodeaba daba vueltas en torno a ella y se abalanzaba sobre su frágil cuerpo.
Se sentía mareada, desolada y enfurecida a la vez, y la rabia la había hecho su
rehén. Tumbada en su cama, tal y como se hallaba, lo único que podía percibir
era la danza psicodélica de colores procedente de los miles de dibujos que
empapelaban las paredes y el techo inclinado de su cuarto, situado en la
buhardilla de la casa. Normalmente, contemplar todos aquellos dibujos desde su
cama la colmaba de paz y tranquilidad, pero, ahora que no podía distinguir bien
las formas de su amado claro, no hacían más que acrecentar su ansiedad. Todos
esos dibujos eran las decenas de pruebas que había hecho para llegar a su obra
magistral final, eran el resultado de cientos de horas invertidas
perfeccionando su técnica, el proceso para llegar a una única obra perfecta suma
de todas las demás: la que yacía rota en pedazos al fondo de la papelera de la
cocina.
Sin ser capaz de impedir que las lágrimas corrieran
libres por sus mejillas como si de dos riachuelos se tratase, no podía dejar de
pensar en su claro destrozado, y miraba toda la obra que vestía su habitación
con la impotencia de quien ha puesto lo máximo de sí mismo en un trabajo que
finalmente no tiene ninguna utilidad. Aunque para ella aquello era lo más
importante que existía en el universo, se sentía como si todo ese esfuerzo no
hubiera sido más que una burda pérdida de tiempo.
De pronto escuchó tres tenues golpes en su puerta.
—¿Sofía?
–se oyó la voz de su madre tras la madera.
Zoe dio media vuelta en la cama y cerró los ojos. No
quería saber nada ni de su madre ni de nadie. Estaba demasiado enfadada con el
mundo, y ella también intentaría que olvidara al claro, aunque no lo hiciera de
la manera impositiva en la que lo había hecho su padre. Ninguno de los dos la
comprendía.
—Sofía,
ábreme, venga –continuó su madre –. Deja que hable contigo. Papá ya se ha ido.
Ella continuó ignorándola. Apretó los párpados,
tratando de contener las lágrimas, y decidió intentar dormir. Si estaba dormida
tenía una excusa para no abrir a su madre, pensó. Hizo un esfuerzo por dejar la
mente en blanco y dormir.
—Te
he traído la cena, cariño –lo volvió a intentar –. Déjame entrar aunque sea
solo para dártela.
Zoe notó rugir sus tripas, pero se mantuvo firme.
Sabía de sobra que en cuanto entrara y ella se pusiera a cenar la hablaría, y
no tenía intención alguna de caer en esa trampa. Ocultó la cabeza bajo la
almohada para amortiguar la voz de su madre y no arriesgarse a sentir ningún
tipo de tentación y esperó.
Su madre la llamó una vez más antes de desoír los
silenciosos deseos de la niña y proceder a accionar el pomo de la puerta. Pero
Zoe había sido previsora y lo primero que había hecho tras entrar en su
habitación había sido atrancar la puerta con la silla de su escritorio. No
quería que nadie la molestase. No había nada que ninguno de los que habitaban
esa casa pudiera decirle que pudiera hacerla sentirse mejor.
Zoe escuchó el suspiro lastimero de su madre a través
de la madera y esperó una nueva llamada, pero ésta no llegó. Durante los
siguientes minutos sólo escuchó el suave aullido del viento contra el cristal
de su tragaluz, hasta que finalmente el agotamiento de llorar durante lo que a
ella le había parecido una eternidad la hizo quedar dormida.
Cuando abrió los ojos, se sentía como si acabara de
despertar de una horrible pesadilla. No fue hasta un rato más tarde cuando se
percató de que aquello que le había parecido un sueño había sido muy real.
Saltó de la cama, con el cuerpo repentinamente cubierto de sudores fríos, y
sintiendo cómo una nueva punzada de dolor se clavaba profundamente en su
corazón. Se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar una vez más, pero poco
a poco esas lágrimas fueron tornándose en un intenso odio hacia su padre. ¿Cómo
podía una de las personas que le habían traído a la vida ser alguien tan cruel?
¿Por qué no podía entender que lo único que hacía realmente feliz a su hija era
lo que solamente el claro podía ofrecerle? Las cosas no podían quedar así para
Zoe. Estaría junto al claro costase lo que costase, por muy difícil que se lo
pusiera su padre. Nada ni nadie podría separarlos jamás.
La imagen su dibujo hecho añicos volvió a aflorar en
su mente, y esta vez no lo pudo soportar más. Que su obra estuviera rota no
significaba que hubiera dejado de existir. Con todo el sigilo que fue capaz de
ostentar, se levantó de su cama y retiró suavemente la silla atrancada de su
puerta. A continuación, empujó el pomo hacia abajo y salió de allí, tratando de
controlar el quejido de la puerta. Bajó los estrechos escalones despacio, hasta
que llegó a la planta intermedia, y, tras echar un vistazo en derredor por si
las moscas, continuó bajando.
Al llegar al recibidor de la entrada, una luz
parpadeante procedente de la habitación contigua le dio la bienvenida.
Sobresaltada, subió de espaldas dos o tres escalones de nuevo, pensando que su
madre estaría despierta. ¿Qué hacía viendo la televisión a aquellas horas?
¿Sería más temprano de lo que ella creía? Lanzó una ojeada rápida al reloj de
pared que colgaba a su derecha, y comprobó que rozaban las cuatro de la
madrugada. Se habría quedado dormida en el salón viendo alguna película,
dedujo, pero no dejaba de ser extraño. Su madre jamás veía la tele por las
noches. Soltó el aire que sin querer estaba reteniendo, y continuó caminando a
hurtadillas hasta la cocina. Cerró la puerta despacio, procurando no hacer
ningún ruido, y encendió la luz.
Encima de la mesa se hallaba, cubierta por papel de
plata, la cena de Zoe.
Sintió un ramalazo de arrepentimiento. Su madre era
tan tierna... Seguramente se habría quedado en el salón preocupada por ella,
esperando por si a su hija le daba por bajar a cenar. Las lágrimas acudieron de
nuevo a los ojos de la niña, probablemente producto de toda la emoción
contenida y liberada durante las últimas horas. Las retuvo como pudo, pero no
pudo evitar pensar en su madre. En ese momento se percató de que ella siempre
velaba por Zoe y la protegía frente a su padre en la medida que podía, y nunca
se había molestado en agradecérselo. Realmente, hasta ese momento no se había
dado verdadera cuenta. Pensaba tanto en su amado claro... Pero, ¿cómo iba a
pensar en otra cosa? No había nada sobre la faz de la tierra que la hiciera
sentir como ese oasis en medio del árido desierto que era su vida. Y es que Zoe
acostumbraba a pensar que, si era cierto que existía el cielo, éste debía ser
como su claro del bosque. No podía concebir que pudiera ser de otra manera, y
eso era algo que no podía comprender nadie, porque no había palabras para
describir ese sentimiento. ¿Cómo iba a explicárselo a sus padres, si ni
siquiera ella misma acababa de comprenderlo del todo?
Se acercó al cubo de la basura, y ahí estaba: todos
los trocitos de papel de diversos colores, flotando entre los demás
desperdicios como relucientes piedras preciosas entre un mar de oscura roca.
Con cuidado, fue extrayéndolos uno a uno y depositándolos sobre la mesa, junto
al plato cubierto que horas antes habría dejado su madre en el mismo lugar.
Luego se lavó las manos, controlando de manera milimétrica la cantidad de agua que
caía del grifo para no levantar el más mínimo ruido, y se las secó a conciencia
antes de coger los pedacitos de papel y recomponer poco a poco el puzzle en que
se había convertido su obra maestra. Las piezas fueron encontrando su lugar una
a una, hasta que, un rato después, formaron entre todas la imagen que tanto
adoraba Zoe.
«Hola de nuevo»,
lo saludó para sus adentros. A ella volvió a embargarle aquella sensación de
paz. Todo está bien, parecía decirle el claro, ya estoy a tu lado de nuevo. Zoe
sonrió, se sorbió la nariz y acarició los trazos de lápiz mientras se dejaba
embriagar por la belleza del paisaje.
—Sofía.
La voz de su madre la hizo pegar tal brinco en la
silla, que los trozos de papel que descansaban sobre la mesa comenzaron a
revolotear frente a ella en un torbellino de color.
—¡Mamá,
qué susto!
Sin embargo, no quedó realmente asustada hasta que
miró a los ojos a su madre y vio las ojeras profundamente marcadas que pendían
de ellos y la expresión seria y preocupada que portaba.
—Mamá,
¿estás bien? –preguntó Zoe, titubeando.
—Hija,
tienes que hacer las maletas.
—¿Qué?
¿Por qué?
—Tu padre irá a buscarte a la salida del colegio. Te vas a Madrid con él.
—Tu padre irá a buscarte a la salida del colegio. Te vas a Madrid con él.
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