lunes, 1 de julio de 2013

Helena (I): Polvo y cenizas

Cuando él despertó, ella ya no estaba a su lado.
Se removió, inquieto, al sentir aquel opresor vacío en la otra orilla de la desvencijada cama, pero la joven no había ido demasiado lejos.
Helena se hallaba de pie, frente al espejo, encendiéndose un cigarrillo. Se llevó una desilusión al comprobar que ya vestía de nuevo sus pitillos negros, al igual que las botas de cuero del mismo color que la alzaban sobre unos tacones imposibles; sin embargo, aún conservaba abierta la oscura camisa, aquella de cuadros grises inmensamente grande para su talla.
El pelo negro azabache le caía como una pesada cascada casi hasta la cintura, enredado a más no poder y cubriendo parcialmente su pálido rostro, pero a ella no parecía incomodarle. Dio una primera calada y expelió el blanquecino humo lentamente, con los ojos cerrados.
Mientras observaba su delgada figura aún descubierta tras el deteriorado cristal del espejo, él pensó que jamás en su vida había visto nada más atractivo. Se repantigó en el colchón y esbozó media sonrisa lasciva, regocijándose en aquella maravillosa visión.
Ella dejó el recién estrenado cigarrillo sobre la cómoda que la vigilaba a sus espaldas, sin siquiera preocuparse de en dónde lo colocaba exactamente. A continuación se abrochó sin ningún tipo de prisa tres botones al azar de la camisa, y, al tiempo que se la colocaba lentamente sin poner mucha concentración en la tarea, dijo:
—Puedes dejar el dinero sobre la mesilla.
Lo dijo con una voz totalmente átona y ligeramente ronca, sin apartar la mirada de aquel punto del infinito en el que había la había colocado, lo que, en opinión del hombre que reposaba desnudo sobre la cama como si llevara toda la vida sobre ella, la hacía si cabía aún más atractiva.
La sonrisa que presidía su regordeta cara se ensanchó aún más y suspiró. Ni siquiera se paró a pensar un momento en las palabras de la espectacular chica con la que había pasado la noche. Aquello era el paraíso, y en esos instantes era incapaz de pensar en nada más. Su imaginación volaba ya alto, desnudándola de nuevo y rememorando las intensas vivencias de las que había sido protagonista.
Helena recogió el cigarrillo con parsimonia y le dio una segunda calada con la misma lentitud.
—Puedes dejar el dinero sobre la mesilla –repitió en el mismo tono carente de sentimiento alguno.
—Deja de vestirte y ven aquí, joder –ordenó, sin poder aguantarse más.
—Lárgate –replicó ella con un punto de hastío.
—Doble o nada –insistió el hombre, juguetón.
Helena se volvió lentamente, descolgando el cigarrillo de sus labios y, por primera vez, miró a los ojos a aquel hombre.
Él sintió como si una soga invisible le cercara el blando y blanco cuello. Helena tenía unos ojos tan hermosos como aterradores, dos diamantes en bruto en medio de los pozos negros en los que había transformado sus párpados, maquillados hasta las cejas aparentemente con un trozo de carbón. Sus irises consistían en un degradado de color, que iba desde el aro azabache del exterior a un gris prácticamente blanco al borde del precipicio de sus pupilas.
Eran unos ojos tan antinaturales que costaba creer que fueran reales, unos ojos tan llenos de matices que una vez atrapado en ellos era imposible salir. Y, si él hubiera sabido hasta qué punto esto era cierto, no se habría atrevido a replicarla, por mucho que teóricamente ella fuera su subordinada.
Pero estaba claro que ese hombre no tenía ni idea de quién era la mujer que le observaba desde el espejo y, aunque en esos instantes su instinto le gritara que levantara su orondo culo de la cama y huyera bien lejos, no podía siquiera intuir cuánto debía temerla.
—He dicho –dijo ella lentamente en una voz aún más fría e inerte –que puedes dejar el dinero sobre la mesilla.
«Sal de aquí», dijo una voz apremiante en la mente del hombre. «Paga y lárgate, no hagas más el gilipollas».
Pero él no se movió. Era como si ella le hubiera petrificado. Para su cuerpo, la mente de aquel hombre era en esos momentos un eco en la lejanía, y él se veía incapaz de poner ambos en contacto, presa del miedo y la fascinación imposibles con los que esa chica le tenía hipnotizado. Todo su mundo se reducía a sus ojos y a la línea invisible y angustiosa que unía su gélida mirada con la de él. Hasta el rostro de Helena y el cuerpo que tanto le atraía eran una imagen borrosa, y la insalubre habitación en la que se encontraban, no más que un abismo desconocido.
De pronto, la voz de su mente se escuchó cada vez más apagada, hasta que fue incapaz de pensar.
Y llegó el frío.
Comenzó como un cosquilleo en las puntas de sus dedos y se fue propagando lentamente hasta sus muñecas, evolucionando de manera imperceptible en un profundo aguijonazo. Era como si miles de pequeñas pero afiladas espinas se fueran clavando en sus falanges progresivamente y las fueran asfixiando a su paso, como si el frío fuera obstruyendo sus venas a medida que iba extendiéndose por sus manos e impidiendo que la sangre le llegara a las mismas.
Como si alguien hubiera accionado un interruptor interno, el hombre se olvidó repentinamente de Helena. Desvió la mirada hacia su mano izquierda y contempló con pavor cómo sus dedos habían adquirido un tono grisáceo.
Quiso gritar, suplicarle que parara, aunque su mente no alcanzara a comprender qué demonios estaba ocurriendo, pero simplemente no fue capaz. El frío fue ascendiendo por sus brazos como una sinuosa serpiente, y él no pudo sino contemplar cómo éstos se tornaban violáceos antes de adoptar el mismo color que sus dedos.
Entonces, el frío se tornó seco y, ante la atónita mirada del hombre, la carne blanda y agonizante se fue transformando en ceniza.
Hubiera deseado desmayarse, pero ni siquiera cerrar los ojos se encontraba a su alcance. Estaba completamente paralizado, obligado a observar cómo iba convirtiéndose en aquella polvorienta sustancia gris.
Los dedos de ceniza pronto se descompusieron y cayeron sobre el colchón. Poco a poco, todo su cuerpo siguió el mismo camino. Y, cuando el frío comenzó a gobernar su cerebro, dejó al fin de sentir.
Helena se llevó el cigarrillo  a los labios.
«Puto gordo de mierda», le insultó mentalmente, contemplando la magistral montaña gris que se había formado sobre las sábanas. «A ver qué coño hago yo ahora con tanta ceniza».


viernes, 28 de junio de 2013

La Estación

Esta entrada fue escrita hace unos cuantos años, en una época muy especial de mi vida. Fue mi primer relato corto y le tengo mucho cariño, así que quería compartirlo con vosotros. Espero que os guste.

Había una vez una niña que alegremente esperaba sentada en la estación. Sus pies iban dando pataditas al aire y lucía una gigantesca sonrisa de oreja a oreja. Nerviosa e impaciente, pero feliz, alzó la vista por enésima vez en dirección al enorme reloj que colgaba del techo. Los números que indicaban los minutos casi nunca cambiaban, y para ella el tiempo parecía haberse dormido. Pero ella, como las otras millones de anteriores veces, se peinó el pelo con sus pequeñas y temblorosas manos y depositó la mirada en las viejas vías que día tras día recibían la visita de interminables trenes.
Se había arreglado para la ocasión. Se había puesto su vestido favorito, el más bonito que tenía en el armario. Se había calzado sus mejores zapatos. Tras haber pasado horas frente al espejo recogiéndose el pelo de miles de maneras distintas, había decidido dejárselo suelto, y se había pasado el cepillo a conciencia, dejándolo prácticamente liso. Hasta le había robado a mamá su lápiz de ojos y había tratado de hacerse una fina línea, sin éxito. Finalmente se había lavado la cara y había optado por un poco, casi inapreciable, de brillo de labios. Había dejado las cosas cuidadosamente, tal y como se las había encontrado, y había puesto rumbo hacia la estación.
Sentada en aquel banco, con los piececitos colgando, las manos retorciéndose ansiosamente sobre sus rodillas y su corto vestido, desbordaba inocencia. En cualquier momento llegaría el tren, pensaba, y entonces ella se convertiría en la princesa de cuento de hadas con la que siempre había soñado ser. Su sonrisa se ensanchó y volvió a mirar hacia el reloj.
De pronto, oyó un ruido. Una voz anunció la llegada de un tren. La niña se levantó de un brinco y se abalanzó sobre la vía, mirando a un lado y a otro. Al fin lo vio. El corazón empezó a latirle a mil por hora, y cada vez a más velocidad conforme el tren se iba acercando. Ahí estaba, ahí estaba. Dio unos pequeños pasos hacia atrás para dejar al tren pararse. Ya lo tenía enfrente suyo. Con las manos cogidas, buscó impacientemente con la mirada en todas y cada una de las ventanas del tren, pero no lo veía. Las puertas se abrieron y la gente empezó a salir atropelladamente del tren, empujándose los unos a los otros. Ella trotó a lo largo del andén, escudriñando todos los rostros de las personas que en unos momentos lo habían inundado. Pero ninguno era el que buscaba.
Alarmada, empezó a correr de un lado para otro. No había venido, pensó, y apretó el paso. Desesperada y sin saber qué hacer, se acercó a un guardia de seguridad que intentaba poner un poco de orden y preguntó por el tren que ella esperaba. El guardia le contestó brevemente que era el siguiente en llegar. Aliviada, volvió a respirar. Le dio las gracias con una deslumbrante sonrisa y volvió a sentarse en su banco.
El andén se vació tal y como se había llenado, y en él solo quedó la niña sentada en el banco. Los segundos apenas pasaban mientras ella esperaba y esperaba… Su sonrisa se ensanchaba a medida que se iba acercando el momento, momento que nunca parecía llegar.
Y una eternidad después, la voz volvió a anunciar la llegada de un nuevo tren.
Su corazón volvió a latir desbocado, como si quisiera ganar una carrera de caballos. Ella volvió a ponerse en pie tan rápido que nadie se hubiera dado cuenta y se acercó temblando al tren que acababa de parar frente a ella.
Las puertas se abrieron. Hombre y mujeres, niños y niñas salían del tren. Ella, muy quieta, paseó la vista de un lado para otro, buscando.
Y en ese instante le vio.
Se había encaramado a la puerta y observaba el lugar con ojos inseguros; debía de ser la primera vez que estaba allí. A la niña le dio el corazón un vuelco. Lo tenía ahí, a unos pocos metros de ella. Era tal y como lo había imaginado: guapo, alto, apuesto… Al fin había llegado su príncipe azul. Y unos segundos más tarde, ella sería su princesa y el cuento de hadas habría dado comienzo.
Ella se acercó a él, medio andando, medio corriendo. Quería demostrar seguridad en sí misma, pero el ansia de estar junto a él la estaba matando. Entonces, él se dio cuenta de quién era la niña que llevaba la vida esperándole. A ella aquella simple mirada, aquel primer encuentro de los ojos de su príncipe con los suyos le hizo pararse en seco. Apenas podía respirar y el corazón quería salírsele del pecho. Intentó seguir avanzando, pero no pudo. Se quedó ahí, con los ojos brillando como estrellas de la emoción, mientras intentaba escaparse de alguna forma de aquellos ojos en los que sin quererlo estaba buceando, tratando de volver al mundo real sin éxito. Él parpadeó varias veces, alzó una ceja y desvió la mirada. Sus pupilas se movieron en todas direcciones menos en la que se encontraba ella. La duda poblaba su rostro esculpido por ángeles y, finalmente, volvió a mirarla, tan solo unos segundos que fueron para ella como milenios, y volvió a meterse en el tren.
En ese momento, ella salió de su ensimismamiento y sus pies se movieron solos, desesperados, sin entender lo ocurrido, hacia la puerta que había sido el marco de tan maravillosa obra de arte. Su mano se alargó en su dirección, como queriendo atrapar un pájaro que se había escapado, como si pudiera cogerle y evitar que se fuera.
Pero las puertas se cerraron y el tren se puso en marcha. Y, tal y como había venido, se fue.
Y allí se quedó ella, al borde del andén, que le pareció un abismo de sombras, sin comprender lo ocurrido, con el corazón que hacía unos segundos latía a una velocidad endemoniada en uno de sus puños, y en el otro… En el otro nada, tan solo el aire que había conseguido atrapar en vez del príncipe que tendría que haber sido suyo. Sintió cómo el peso del mundo se sentaba sobre sus frágiles hombros e intentó soportarlo, pero no pudo. Se derrumbó y sus ojos se empañaron en lágrimas.
Una lágrima resbaló por su mejilla y cayó al suelo de la estación casi vacía, estación en la que solo se encontraba una niña llorando frente a una vía de tren.

martes, 25 de junio de 2013

Zoe (II): Nombres

Zoe dejó deslizar el lápiz por el papel en un último trazo y contempló su obra con gran satisfacción.
«Este es», pensó por fin.
Alzó la vista hacia el claro y sonrió con ternura, orgullosa del gran parecido que compartía con su pequeña obra. Hasta a ella misma le costaba asimilar que era la autora de la abrumadora cantidad de matices que había logrado arrancar del modelo original con apenas unos simples lápices de colores.
Se dejó caer sobre la suave hierba, cerrando los ojos para disfrutar mejor de la sensación, y se quedó así largo rato en recompensa por el gran trabajo que había realizado aquel día. Se sentía plena, embargada por una paz interior que solo era capaz de otorgarle aquel rincón del mundo en el que el tiempo parecía un concepto de otra dimensión.
No fue consciente de lo realmente tarde que era hasta que se le ocurrió levantar los párpados y vislumbró el cielo teñido de sangre a través de las doradas hojas de los árboles.
«Debería irme ya», pensó con amargura.
Se permitió unos minutos más antes de ponerse en pie y guardar su cuaderno y sus lápices en su mochila de piel marrón. Después, se la colgó del hombro y, como siempre, se quedó allí, en pie, durante lo que se le antojó una eternidad. Aquel lugar ejercía sobre ella un magnetismo tan poderoso que en esos momentos nunca se creía capaz de abandonarlo. Una voz muda resonaba en su mente, convenciéndola para que se quedara, y Zoe siempre estaba segura de que caería en la tentación. Sin embargo, sin saber muy bien cómo ni por qué, logró dar media vuelta y alejarse, prometiéndose, como cada día, que al siguiente sí sucumbiría.
Rato más tarde, la noche cubría con su negro manto estrellado el cielo y Zoe se hallaba abriendo la puerta principal de su casa, con su obra maestra en la mano.
—Ya estoy aquí –anunció en voz tenue al tiempo que cruzaba el umbral.
Su madre era la viva imagen de la preocupación cuando salió a recibirla en tropel.
—Hija, ¿dónde estabas? –preguntó, a medio camino entre la angustia y el alivio.
—¿Dónde voy a estar, mamá? –respondió Zoe tranquilamente . En el claro.
Su madre frunció los labios, consternada.
—Hija, ¿sabes qué hora es? Hace rato que cenamos ya.
Zoe fue a disculparse, pero aquel plural la había dejado desconcertada.
—¿Cenamos?
Su madre desvió la mirada, con una arruga dibujada entre las cejas.
—Papá está aquí.
«No». Zoe sintió cómo un gélido escalofrío ascendía por su espina dorsal.
Se sintió desfallecer. Justo el día que más tarde llegaba a casa era en el que a su padre se le ocurría pasar por allí.
Por un efímero instante rezó porque aquello no fuera verdad, pero su fantasía se vio pronto hecha añicos por el inconfundible rugido de su padre.
—¡Ruth! –estalló desde la lejanía . ¿Qué haces ahí? ¡Tráeme a mi hija!
La madre de Zoe lanzó una fugaz mirada hacia la puerta de la cocina y le indicó a su hija que entrara. Zoe guardó el dibujo en su mochila como pudo y obedeció.
Su padre se encontraba sentado junto a la mesa redonda, sobre la que reposaban un periódico abierto de par en par y una taza de café medio vacía. Se hallaba enfundado en un traje sencillo pero elegante, a excepción de la chaqueta gris marengo que abrigaba el respaldo de una de las sillas. Llevaba la corbata negra y lisa ligeramente desanudada, los cortos cabellos rubios ligeramente despeinados, y unas terribles ojeras surcaban su pálido y enfermizo rostro, pero aún así tenía un aspecto temible.
El hombre no habló enseguida. Bebió un sorbo de su taza y clavó sus fríos ojos grises en su hija con una intensidad tal que Zoe creyó que la estaba leyendo el pensamiento.
Una cosa estaba clara: estaba enfadado, muy enfadado.
—Siéntate –ordenó.
Zoe se acercó con paso dubitativo y escogió precavidamente una silla enfrente de su padre.
Al instante él se levantó.
—¿Qué hora es? –exigió saber.
Zoe miró de refilón su reloj antes de contestar.
—Las once y cuarto.
—¿Y te crees lo suficientemente mayor para estar llegando un día entre semana a estas horas? –gritó . ¿Cuántos años te crees que tienes?
—Dieciséis –respondió Zoe en un murmullo.
—He preguntado cuántos años te crees que tienes, no cuántos tienes en realidad.
Zoe calló. No sabía qué respuesta esperaba oír su padre. Tragó saliva, con la mirada fija en algún punto más allá de la mesa.
Él se pasó la mano por el cabello, estresado a más no poder.
—¿Me quieres explicar dónde has estado?
—En ninguna parte –contestó Zoe, con la intuición de que si le decía la verdad su ira sería aún mayor, si es que eso era posible.
El remedio fue peor que la enfermedad.
—¡¿Dónde has estado?! –repitió a gritos, cerrando la mano en un puño y golpeando la mesa con tal fuerza, que ésta se tambaleó y la taza cayó al suelo en una sinfonía de cerámica rota y café derramado.
Zoe sintió cómo las lágrimas se atropellaban contra sus ojos, presa de un miedo que hasta entonces no había sentido. Era cierto que su padre nunca había sido la persona con mejor carácter del mundo, pero no recordaba haberlo visto tan enfadado como en aquellos instantes.
Pese a todo, ella no pronunció palabra, sintiendo que con su silencio estaba, de alguna forma, defendiendo a su amado. Mas sabía bien que, aunque realmente hubiera querido decir algo, la violenta actitud de su padre la había dejado muda.
El hombre le clavó una mirada tan encendida que a Zoe se le erizó el vello de la nuca. Entonces, él desvió la vista hacia el suelo, un poco más a la derecha de donde se encontraba Zoe. Ella siguió la dirección de su mirada… y sintió cómo se le helaba la sangre en las venas.
Era su dibujo. Su trabajo de toda una tarde, y lo más importante, la plasmación del motivo por el que ella estaba allí sentada, reposaba tranquilamente sobre las baldosas de la cocina, mostrándose de manera completamente abierta ante los duros ojos de su padre.
«Dios mío, ¿por qué me odias tanto?»
Él se acercó lentamente a su obra, se agachó para recogerla y la examinó con ojos calculadores.
Los segundos transcurrieron con una lentitud que a Zoe se le antojó eterna. Escuchó el tic tac del reloj de pared, el suave quejido de la nevera y el cruzar de los coches en el exterior como si todos esos sonidos que habitualmente le pasaban desapercibidos se produjeran en su propia mente; y, sobre todos ellos, el frenético latir de su propio corazón se oía más fuerte que ninguno. Su llamada de auxilio callaba a los demás ruidos, con un apremiante retumbar cuyo ritmo parecía marcado por unas manos tartamudas, veloz como un rayo e insistente como el llanto de un bebé.
Cuando su padre finalmente le mostró el dibujo a su hija exigiendo una explicación, ella se sentía unos años más vieja y cansada.
—¿Qué es esto?
—Un dibujo –respondió Zoe.
—Eso ya lo veo.
Zoe cogió aire. Ya era tarde, no tenía alternativa.
«Lo siento, claro mío».
—Es el sitio en el que he estado.
—¿Es el sitio en el que estás todas las tardes?
Ella tragó saliva.
—Sí. Lo dibujo todos los días. Me gusta mucho.
Entonces él se dio la vuelta bruscamente, cogió un papel que descansaba sobre la encimera y lo depositó con fuerza sobre la mesa, frente a Zoe.
Un desfile de números y asignaturas bailó ante su mirada: Matemáticas, 5, Lengua Española y Literatura, 6, Física y Química, 4… Y así sucesivamente, en una procesión plagada fundamentalmente de cincos que no hizo sino conseguir marearla.
—¿A qué viene esto ahora, papá? Me dieron las notas hace un mes.
—Así que te sientes plenamente orgullosa de tus resultados.
Ahora sí sabía cuál era la respuesta correcta.
—No mucho –dijo.
—¿Estás segura? Porque no veo que te hayas molestado lo más mínimo en remontar esto.
Por fin sabía a qué dirección había querido llevar su padre la discusión desde el principio.
Zoe comenzó a sentir cómo el miedo la iba abandonando por momentos y una creciente irritación reemplazaba sigilosamente su lugar.
Calló, esperando pacientemente las palabras que ya sabía de antemano que él iba a decir.
Éstas no se hicieron de rogar. Su padre volvió a mostrarle el dibujo y le preguntó:
—¿Crees que esto te va a dar de comer?
Zoe se sintió más insultada que si le hubiera dado una bofetada.
—Papá, es mi hobby –se defendió.
—Es un hobby inútil –replicó él, y volvió a señalarle sus notas . Esto es lo realmente importante. No estás de vacaciones, estás en bachillerato y tienes una responsabilidad.
—¿Y por eso debo dejar de lado lo que verdaderamente me gusta?
Su padre golpeó nuevamente la mesa con la mano libre.
—¡No me des excusas de niña pequeña! –exclamó . Debes labrarte un futuro, para eso te pago un colegio privado. Tienes capacidad de sobra para sacar sobresalientes y no te permito que te conformes con menos.
Zoe se puso en pie, indignada.
—¡No son excusas de niña pequeña! –se quejó, pero antes de que pudiera decir más su padre la calló a gritos.
—¡No me levantes la voz! –tronó . ¡Tienes un futuro por delante y debes esforzarte al máximo por no tirarlo por la borda! Ya no estás en la ESO, estás preparando la selectividad y tu deber es sacar la máxima nota que puedas para escoger una carrera que te asegure un puesto de trabajo.
El enfado de Zoe iba en aumento.
—¿Cómo que una carrera que me asegure un puesto de trabajo? Tendré que escoger una carrera que me guste, ¿no?
—¿Acaso quieres ser una mendiga?
No podía creer lo que acababa de oír.
—¡Papá, con todas las carreras se puede conseguir un puesto de trabajo!
—Sí, puedes ser una cajera en cualquier supermercado. ¿Es eso a lo que aspiras?
Zoe abrió la boca para contestar, pero era tanto lo que quería responder que no pudo pronunciar palabra. No podía entender nada. ¿Cómo podía su padre pensar de esa manera? Para él todo era blanco o negro, no existía término medio.
Él continuó:
—Hija, estamos en crisis. En este momento hay cuatro millones de parados. ¿Quieres ser una más?
Ella no respondió enseguida.
—¿Y qué hay de ser feliz?
—¿Ser feliz? –bufó él . Lo que tienes que hacer es ser económicamente estable y después ya pensarás en ser feliz.
—¿Como tú? –sugirió Zoe.
Al instante supo que no tendría que haber dicho eso, pero lo cierto era que no podía arrepentirse.
Su padre no dijo nada. La miró con unos ojos plateados como rocas de hielo y, sin una palabra, sostuvo el dibujo ante la mirada de su hija y lo partió en dos.
—¡No! –chilló ella con un lamento de dolor, sintiendo que era su corazón lo que en realidad se partía en dos, como si ambos estuvieran de alguna manera conectados.
Él giró sobre sus talones, haciendo añicos el papel y dejando caer los restos en el interior del cubo de la basura.
Ella no podía creerlo. No quería creerlo. Era el dibujo que tanto había buscado, era el resultado de miles y miles de ellos que había trazado durante años. Con una impotencia como no había conocido en su corta vida, notó cómo los dos regueros de lágrimas que había estado conteniendo desde el primer momento se desataban y rodaban cuesta abajo sin poder ponerle remedio.
—Vete olvidando del claro y de tus dibujos, ellos no te llevarán a ninguna parte –sentenció con una voz carente de expresividad alguna . Te quedarás en casa estudiando para conseguir la nota que realmente eres capaz de sacar. Conseguirás la beca de excelencia en selectividad y estudiarás una ingeniería como yo hice.
Zoe clavó sus pupilas en las de su padre y trató de transmitirle toda la rabia y el odio que fue capaz.
—¿Quién te crees que eres para decirme lo que tengo que hacer? –preguntó con un hilo de voz . Es mi vida.
—Soy tu padre y no voy a permitir que seas una fracasada. Tomaré las decisiones que sean pertinentes hasta que seas lo suficientemente madura como para tomarlas por ti misma correctamente. Cuando ese momento llegue te darás cuenta de que yo tenía razón y me lo agradecerás.
«Jamás», fue el único pensamiento de Zoe.
—Raúl… intervino su madre por primera vez en toda la conversación.
—¡Tú cállate! –explotó de repente él . ¡Si la niña es así es por tu culpa! Créeme que si el juez me hubiera dejado quedarme con ella ahora tendría las ideas claras.
Ella puso los brazos en jarras, aparentemente impenetrable.
—La niña no tiene por qué escuchar esto.
—¡Yo decidiré lo que tiene que escuchar! ¡Ella no sabe lo que es mejor para ella!
Su madre no se atrevió a replicar. Él se dirigió de nuevo hacia su hija, quien le miró una última vez con unos ojos verdes destellantes de furia antes de recoger su mochila de piel y salir corriendo hacia su habitación.
—¡Sofía! –oyó rugir a su padre . ¡Vuelve aquí ahora mismo!
«No», pensó ella con rencor mientras notaba las mejillas cada vez más empapadas. «No lo entiendes. No me llamo Sofía». Abrió la puerta de su cuarto. «Mi nombre es Zoe».
Y, como si creyera que de esa forma él podría leerle los pensamientos, se encerró en su habitación con un portazo.


sábado, 27 de abril de 2013

Iván (I): Náufrago

Llevaba largo rato sumergido en sus pensamientos cuando escuchó los tres tenues golpes sobre la puerta abierta de su habitación.
Se sobresaltó ligeramente, percatándose de que había perdido totalmente la noción del tiempo. Había llegado tan agotado del instituto que se había dejado caer sobre la cama de cualquier manera, mochila incluida, y no tenía ni la más remota idea de cuánto podía haber permanecido en aquella extraña dimensión paralela que es la mente humana.
Dirigió la mirada hacia el marco de la puerta, esperando encontrar a su madre llamándolo para merendar, pero no fue así. En su lugar, su amiga Clara observaba estupefacta la escena que protagonizaba el alto y desgarbado chico de cabello rubio pajizo y ojos pardos, completamente espatarrado, con la mochila al hombro y una pierna colgando por el borde de la cama.
—¿Interrumpo algo? –preguntó la chica, titubeante.
Fue entonces cuando Iván se dio cuenta del espectáculo que le estaba ofreciendo a su amiga. Pegó un brinco, sintiendo cómo la sangre se agolpaba a velocidad exponencial en sus mejillas, y deseó que la tierra se lo tragara muy fuerte y no le permitiera volver a salir jamás de sus entrañas.
—¡Clara! –exclamó.
Ella fue incapaz de reprimir una carcajada.
—Qué sexy –comentó.
—Yo siempre, ya lo sabes –replicó él, esbozando una sonrisa con la que trató patéticamente de recuperar algo de la dignidad que ya asumía muerta y enterrada.
Se levantó de la cama, con su cerebro funcionando a toda prisa en busca de alguna idea para deshacerse de la mochila sin acabar de enviar su dignidad al infierno más profundo, pero cuando se descubrió considerando seriamente la posibilidad de desintegrarla aceptó que ya hacía tiempo que había perdido esa oportunidad. Se insultó mentalmente y, tras meditarlo un instante, dejó la mochila a un lado con toda la discreción que fue capaz de ostentar, es decir, ninguna.
Mientras digería su estrepitoso fracaso, se acercó a su amiga torpemente, y, tras unas milésimas de segundo sin saber cómo saludarla, optó por apoyarse aún más torpemente en la puerta. En aquellos instantes Iván estaba absolutamente seguro de que cualquier imagen medianamente decente que Clara pudiera tener sobre sí mismo se había esfumado como el humo en la niebla.
—¿Qué tal estás? –preguntó en su segundo intento de recobrar la compostura; intento cómo no fallido al verse interrumpida su frase por un horrible gallo.
«Pensaba que no podías quedar peor, pero veo que aún puedes sorprenderme, Iván», se regañó a sí mismo.
Carraspeó toscamente, hundido en la más profunda de las miserias, y repitió la pregunta con la voz más grave que le permitieron sus cuerdas vocales.
La alucinada Clara dejó escapar una nueva carcajada, más divertida que asustada, lo que en opinión de Iván habría sido más lógico dada la situación. Eso lo relajó un poco, y sonrió, aliviado.
—Muy bien, ¿y tú? –contestó ella, devolviéndole la sonrisa . ¿Qué tal el primer día de insti?
Iván siempre había pensado que Clara tenía una bonita sonrisa, a pesar del color algo amarillento de sus dientes y de aquel incisivo superior ligeramente montado sobre su vecino. De hecho, a su modo de ver, aquello le confería más personalidad.
—Bien, sin más –empezar su último año de vida escolar no es que le hiciera especial ilusión . ¿Tú qué tal cuarto de la ESO? ¿Con quién te ha tocado?
—Con Pedro Hidalgo de tutor. Mañana veré el resto de profesores –volvió la vista y, en ese momento, algo atrajo su atención . Dios mío, ¿estos somos nosotros?
Clara se acercó a uno de los estantes y tomó una fotografía enmarcada a la que Iván estaba tan acostumbrado que había olvidado su existencia. Se levantó y le echó un ojo al objeto que su amiga sostenía entre sus manos, procurando disimular la curiosidad que verdaderamente sentía.
La foto mostraba la imagen de un regordete niño de cuatro años de edad encaramado al cochecito de una chiquilla de unos dos, ambos riendo a carcajada limpia. El niño era muy rubio, con mechones brillantes que ocultaban parte de su frente y orejas, y mostraba una enorme boca abierta de par en par con unos diminutos dientes de leche. Aquel entrañable bebé no se parecía en nada al raquítico chico en que se había convertido trece años más tarde.
Por su lado, la pequeña del cochecito era toda una belleza: unos preciosos y abundantes tirabuzones castaños bastante inusuales para su edad enmarcaban su redonda cara de piel de porcelana presidida por unos gigantescos ojos azules. Iván casi contuvo el aliento al redescubrir a la niña que había sido su amiga.
—¡Madre mía! Ni siquiera sabía que tenía esto aquí –murmuró.
—¡Qué monos éramos! –suspiró Clara . Hay que ver lo mal que nos ha tratado el tiempo, ¿eh?
Iván le dirigió una mirada de soslayo a su amiga, sin dar crédito a lo que acababa de oír. Abrió la boca para replicar, pero finalmente decidió reservarse su opinión para sí mismo.
—Eso lo dirás por ti, guapa –se quejó . Yo sigo siendo igual de mono, y además tú misma te has maravillado ante la sensualidad que desprendo –añadió, aludiendo al desafortunado incidente con el que había recibido a la chica.
Ella rió con ganas, y entonces volvió la cabeza hacia él y le miró con sus enormes e hipnóticos ojos, apenas durante un segundo. Y él se perdió.
Se perdió en aquel rostro en forma de corazón, en la blancura de su piel y en todas y cada una de las abundantes pecas que la poblaban; se perdió en sus delgadas cejas, en sus finos labios rosáceos y en su sonrisa con aquel diente torcido tan gracioso; se perdió en su barbilla semihundida, en sus algo marcados pómulos y en la curva de su mandíbula; se perdió en su nariz respingona y en sus redondas y pequeñas orejas, medianamente ocultas tras la cascada de cabellos castaños que ondulaba espalda abajo como si tuviera vida propia.
Y se perdió de nuevo en sus ojos, esos ojos venidos de otra constelación, con esas largas y gruesas pestañas; esos ojos capaces de robarle el alma a cualquiera, con sus irises teñidos del intenso azul de un cielo estival, con aquellas hermosas vetas que relucían como trazas de zafiro esculpidas por los mismísimos ángeles.
Atrás había quedado el bochorno inicial al verse sorprendido en aquella postura tan poco ortodoxa, así como el ridículo posterior. Había olvidado lo menguado que se había sentido ante su presencia e incluso sus cavilaciones acerca de lo que la chica hubiera llegado a pensar sobre él. Por olvidar, casi había olvidado hasta su propio nombre, y hasta el hecho de hallarse de pie en la misma habitación que Clara.
Porque en aquel momento no había cabida para él mismo. Ese momento era únicamente de ella, de sus ojos, de su pelo, de su sonrisa torcida y de su pálido rostro. Era el momento de Clara, y nada ni nadie podía perturbarlo.
Se aferró a ese instante desesperadamente, bebiendo de él como si de un náufrago ahogándose en medio de un tormentoso océano se tratara, y como si ella, sin pretenderlo, le ofreciera la bocanada de aire que necesitaba para poder resistir otro rato más bajo las aguas. E Iván se preguntó, como tantas otras veces, cómo lograba subsistir cuando no la tenía cerca.
Pero entonces ella redirigió sus profundos ojos a la fotografía y el segundo mágico se desvaneció en el aire, como si nunca hubiera tenido lugar.
—Mi madre tiene millones de fotos nuestras de pequeños –dijo . El próximo día que vengáis a casa recuérdame que te las enseñe, seguro que hay un montón de cosas de las que no nos acordamos.
Iván tuvo que contenerse para no dejar huir en un suspiro el vacío que acababa de embargarle.
—Sí, seguro que nos echamos unas risas –acordó, sonriendo forzadamente.
Se quedaron así, en silencio, mirando a la fotografía. Un silencio que pronto se tornó algo incómodo para Iván.
—Por cierto, ¿qué te ha traído hasta aquí? –intervino, deshaciéndose de él . Nos hemos distraído con la foto y no me lo has contado.
—¡Ah, sí! –exclamó Clara, depositando la fotografía en su lugar . Mi madre me ha contado que necesitas retomar la biología para presentarte a selectividad. Me ha dicho que has decidido no cursarla porque quieres seguir con el dibujo técnico, así que me ha pedido que te diga que estará encantada de prestarte libros y darte clase si lo necesitas.
Iván suspiró, sin querer pensar en lo duro que iba a ser ese año para él.
—Dale las gracias de mi parte –le pidió.
Clara asintió.
En ese momento, la madre de Iván apareció por la puerta de la habitación y le dedicó una calurosa sonrisa a Clara.
—Clara, ¿quieres algo de merendar?
—No, gracias, ya me iba, he quedado en un rato con unas amigas. Pero muchas gracias, de verdad.
—Está bien, cielo. Iván, ¿la acompañas a la puerta?
Iván hizo lo que su madre le había pedido. Ella se despidió de ambos con un beso fraternal, tal y como llevaba haciendo día tras día, mes tras mes y año tras año desde que él tenía memoria.

martes, 22 de enero de 2013

Gabriel (II): Lluvia de meteoritos


Gabriel se puso de puntillas para presionar el timbre del piso y esperó. En pocos segundos, la puerta se abrió, dejando al descubierto la alta y delgada figura de una mujer joven y pelirroja, con la piel blanca lechosa plagada de pecas y los ojos de color verde grisáceo.
—Hola, mamá –sonrió el pequeño.
—Gabriel, cuánto has tardado.
—Estuve hablando con la panadera.
María frunció el ceño e hizo pasar a su hijo.
—¿Cómo que estuviste hablando con ella? –inquirió mientras empujaba con suavidad a Gabriel hasta la mesa –. ¿Qué le dijiste?
—Nada, me preguntó que cómo me llamaba y cuántos años tenía. Y me dio esto –extendió hacia ella la estatuilla del ángel con una sonrisa de oreja a oreja pintada en el rostro –. ¿Sabes lo que es? ¡Es un ángel, mamá! Es un niño con alas que protege a las personas –explicó con entusiasmo –. La panadera me dijo que me protegería en el camino, ¡y lo ha hecho!
—Gabriel, has caminado muchas veces a distintos lugares y nunca te ha pasado nada –replicó pausadamente la madre.
Gabriel se quedó pensativo unos segundos.
—A lo mejor esta vez sí me iba a pasar algo y el ángel me ha protegido –sugirió.
—Sí, a lo mejor iba a caer una lluvia de meteoritos y un trozo de madera lo ha impedido –bufó María, escéptica.
—¿Qué es un meteorito, mamá? –preguntó el niño con curiosidad.
—Nada, hijo. Siéntate, anda, vamos a desayunar.
Gabriel depositó la barra de pan y la figurita del ángel sobre la mesa y se sentó en la silla con algo de esfuerzo debido a su baja estatura. María sacó el pan de la bolsa en la que venía, lo partió con las manos y le dio un pedazo a su hijo.
—A lo mejor nos protege a partir de ahora –insistió el chiquillo, mordisqueando el trozo de pan.
María ahogó una apenada risa, pero dejó que Gabriel siguiera hablando.
—A lo mejor todo mejora ahora. ¡A lo mejor podemos comer todos los días! –exclamó, repentinamente henchido de felicidad.
—Come ahora que puedes –ordenó la madre –. Y deja de fantasear, Gabriel. Los ángeles se limitan a proteger, no se dedican a poner facilidades.
Gabriel sintió cómo se desinflaba la ilusión en su interior, pero no se dio por vencido.
—Puede que nos proteja de las cosas malas que nos hacen no poder comer todos los días –dijo.
María no pudo reprimir esbozar una sonrisa teñida de tristeza y se inclinó sobre la mesa para acariciar la inocente carita de su hijo.
—Puede, Gabriel –suspiró –. Puede que fuera a caer la lluvia de meteoritos.
El pequeño se dio por satisfecho y le pegó un buen bocado a su desayuno.
Comieron en silencio durante unos minutos durante los que tan solo se escucharon el tic tac del anticuado reloj de pared que colgaba en el salón y el crujir del pan en las bocas de madre e hijo.
Gabriel no le podía quitar los ojos de encima al ángel. Dejó su imaginación volar muy alto, dibujando un mundo en el que su madre y él podían comer varias veces todos los días, un mundo en el que cada plato que degustaba a lo largo del tiempo era distinto del anterior y en el que podía vestir ropa limpia y nueva cada mañana. Y todo gracias a la protección del ángel.
Pero la fantasía a medio construir del niño se desmoronó de un soplido, interrumpida por la voz de su madre.
—Gabriel, ¿por qué te dio la panadera el ángel?
El chiquillo hizo un esfuerzo por recordar.
—No lo sé –reconoció –. Creo que le pareció mucho que tuviera que andar diez minutos para llegar a casa. Pero no sé por qué, si no es mucho tiempo, he andado más otras veces.
—Gabriel, no debes decirle a la gente dónde vives y cuánto tiempo tienes que andar para llegar a los sitios –le reprendió con tono grave.
—¿Por qué no? –quiso saber Gabriel, extrañado.
María abrió la boca para responder, pero pareció cambiar de opinión.
—No lo hagas, no es bueno –respondió finalmente.
Gabriel no hizo más preguntas al respecto, pese a no haber resuelto su duda. Sabía que no debía insistir demasiado sobre un mismo tema, sobre todo si las respuestas que recibía no eran del todo concretas, pues podía hacer enfadar a su interlocutor.
Aquello le llevó a recordar una cuestión que le había dejado de formular a la panadera por la misma razón.
—Mamá, ¿quién es Dios?
La pregunta pilló a María tan de sorpresa que a punto estuvo de atragantarse con el poco pan que le quedaba.
—Dios es el que ha permitido que estemos en esta situación –contestó, enfadada –. No creas en él, hijo. Dios es un engaño.
Gabriel quedó muy contrariado por la respuesta. La panadera le había dado a entender que Dios era alguien muy bueno, y en cambio su madre parecía odiarlo. Además, ¿por qué las dos sabían quién era? Debía de ser alguien muy famoso.
—Entonces, ¿Dios es malo? –preguntó, confuso.
—Dios no puede ser bueno si deja que pasen estas cosas.
Gabriel supo, una vez más, que no debía continuar con aquel tema. Ya había acabado de desayunar, así que se quedó sentado frente a la mesa en silencio, meditando las palabras de su madre y tratando de averiguar quién sería ese Dios que tan dispares opiniones levantaba.
En ese momento, la puerta de la entrada se abrió de un portazo, haciendo temblar el pequeño piso.
—¡María! –rugió una voz varonil.
Un hombre alto, gordo y escaso de pelo entró en la casa tambaleándose. Era moreno, tenía los ojos oscuros y achinados, las redondas mejillas sonrosadas y despedía un hedor que Gabriel no supo identificar.
El hombre se dirigió dando tumbos hacia María, sin preocuparse de cerrar la puerta tras de sí, y le introdujo una mano por debajo de la envejecida camiseta.
Gabriel pensó que el hombre que vivía con ellos tenía una manera peculiar de saludar a su madre. Quizás esa fuera la forma que tenían los hombres adultos de saludar a las mujeres, se le ocurrió.
—Gabriel, vete a la cama –susurró María, cabizbaja y súbitamente tensa.
El niño se quedó de piedra. Le echó un fugaz vistazo al reloj, comprobando que aquello no formaba parte de un extraño sueño y que seguía siendo temprano.
—Pero si acabamos de desayunar –replicó, presa de una inmensa confusión.
—Nos hemos levantado muy pronto, descansa un poco más.
—No tengo sueño –se quejó Gabriel.
María le dirigió una mirada dura como el mármol.
—Gabriel, a la cama –ordenó en un tono que no admitía réplica.
Asustado y profundamente sorprendido, el niño alcanzó atropelladamente al ángel, se bajó de la silla y se encerró en su minúscula habitación. Una vez dentro, encontró un sitio para la figura en la mesilla de noche, a la cabeza de su cama, y se quedó largo rato observándola, preguntándose qué mosca le habría picado a su madre.
—Protégela, por si acaso, ¿vale, ángel? –le pidió a la estatuilla –. Que no le pase nada malo.
Y, dicho esto, se acostó en su desvencijada cama, sabiendo que no se dormiría y cavilando sobre cuánto tiempo transcurriría en aquella posición.


martes, 1 de enero de 2013

Propósitos de Año Nuevo

Inspiró profundamente. Estaba más nerviosa que nunca.
Él se acercó por detrás y la tomó de la mano.
—Estás preciosa –le susurró al oído.
Suspiró. No era eso lo que la preocupaba, y él lo sabía.
Apretó su mano con cariño y asintió con la cabeza, infundiéndole ánimos.
—Venga, ¿a qué viene esa cara? Sabes que lo vas a hacer genial.
Ella le dirigió una mirada suplicante, pero fue incapaz de proferir palabra.
Hacía unos minutos que había sonado la última campanada y la duodécima uva se había deslizado por su garganta, y en cuanto volviera a la mesa sería su turno de decir unas palabras y proponer un brindis. Era tradición en la familia de él que cada año un miembro distinto preparara un discurso de Año Nuevo, y aquel ella iba a ser la protagonista.
—Vamos –la apremió él, tomándola de los hombros y conduciéndola de nuevo al comedor . No les hagas esperar demasiado, están deseosos de oírte hablar.
Ella apretó los párpados con fuerza y se obligó a asentir. Su cuerpo no cesaba de temblar, y comprobó con un familiar pavor cómo las pocas palabras que aún recordaba se iban desvaneciendo en su cabeza, como cada vez que se subía a un escenario.
Cuando entraron por la puerta, todos los acogieron entre gritos y bromas. Él se sentó en su silla mientras ella se mantenía en pie, frente a la mesa, y tomaba su copa de champán para mantener las manos ocupadas.
Se hizo el silencio. Había llegado la hora.
—Bueno, hola a todos –tartamudeó . Como sabéis este año me toca a mí vivir este momento tan embarazoso.
—¿Embarazoso por qué, hija? –inquirió uno de los tíos.
—¡Calla, no se lo hagas más difícil a la muchacha! –saltó su mujer.
Todos rieron por la forma con que la mujer había regañado a su marido, y fue en esa risa donde ella descargó todos sus nervios y comenzó a salir de sus cuerdas vocales, como por arte de magia, el discurso que tantas veces había preparado, intacto.
—Bueno, como decía este año habéis decidido que sea yo quien diga unas palabras para comenzar el 2013, porque como ya sabéis, puede que el año que viene no esté aquí con vosotros, e incluso que pase un tiempo antes de que vuelva a estarlo –en ese instante recibió una horda de miradas apenadas que se obligó a ignorar para no estropear el momento . Así que me voy a tomar la licencia de extenderme un poco con el discurso, porque… la verdad es que tengo bastante que decir.
»Cada año, cuando nos reunimos aquí, suele ocurrir que a quien le toca el discurso habla de propósitos de Año Nuevo. El año pasado el tío Chema dijo que dejaría de fumar, una vez más, la tía Loli que haría dieta, el primo Álex que aprendería a tocar la guitarra, la tía Esther que iba a ir todos los días al gimnasio… y Raúl dijo que no volvería a beber en su vida, aunque no estoy segura de si eso era un propósito de Año Nuevo –se oyeron unas cuantas risas . Y yo, bueno… No es por meter el dedo en la llaga pero ni Chema ha dejado de fumar, ni Loli hizo dieta…
—¡Oye, sí que la hice! –intervino la aludida.
—Sí, cariño –acordó su marido , una semana, y luego te pilló la comida con la empresa, te inflaste a chuletón y de la dieta ya no se supo más.
—¡No pude decir que no! –se quejó . Pero este año no va a haber comida de empresa, así que para después de Reyes sí que sí me pongo a dieta.
—¡Ya, claro! –intervino otra de las tías . ¡Igual que mi hijo va a aprender a tocar la guitarra!, ¿no?
Hubo una carcajada general durante la que tanto la tía Loli como el primo en cuestión se esforzaron sobremanera por convencer a todos de sus firmes objetivos, pero finalmente alguien los hizo callar y ella pudo continuar, aún con una sonrisa en los labios.
—Precisamente a eso quería llegar. Todos los años nos hacemos los mismos propósitos absurdos, y todos los años los incumplimos sistemáticamente. ¿Por qué seguimos insistiendo, entonces? Somos expertos en auto engañarnos proponiéndonos cosas que supuestamente son buenas para nosotros, pero que en el fondo no queremos hacer, y creyendo que las cumpliremos y que a la siguiente cena de Nochevieja vendremos todos hechos unos figurines. ¡Si sabéis que es mentira! A estas alturas de la película, ni Chema va a dejar de fumar, ni Loli va a cumplir más de dos semanas de dieta, y si Esther llega a apuntarse al gimnasio, probablemente no dure mucho más yendo con regularidad. ¿Por qué no cambiamos de propósitos? Si año tras año no cumplimos con estos, ¿no os parece que va siendo hora de proponernos cosas que realmente queramos hacer?
»Sé que pensaréis que para mí es fácil decirlo. Soy joven y aún tengo buen cuerpo, no tengo por qué preocuparme de ese tipo de cosas. Ni siquiera fumo o bebo. No siento la necesidad de proponerme nada de ese estilo. Sí, puede que tengáis razón. Pero llevo ocho años perteneciendo a esta familia, ocho años conociéndoos y adorándoos, y sé que, por encima de todas las cosas que os proponéis cada Nochevieja, tenéis otras metas que algunos habéis olvidado o que tenéis miedo a cumplir.
»Sé que la mayoría de los que estáis aquí me admiráis. No es fácil decidir largarse a otro país a buscarse la vida y dejar aquí a todas las personas que uno ama. Y sin embargo aquí me tenéis, con una maleta hecha esperándome en el dormitorio y un billete con destino a Los Ángeles sobre ella. En unas horas estaré metida en un avión, tratando de conciliar el sueño sin éxito por los nervios de no saber qué me deparará el destino una vez esté allí. No sé qué haré, no sé si conseguiré trabajo, si encontraré castings a los que presentarme, si me escogerán siquiera para alguna obrita de teatro de poco renombre. Pero, ¿sabéis qué? Realmente no me importa, porque tengo un sueño, y tengo intención de perseguirlo hasta hacerlo realidad.
»Muchos han intentado retenerme. Mi familia, sin ir más lejos, no quiere ni pensar en ello del pánico que les da. ¡Es una locura!, me dicen. Y yo pienso, ¿una locura? ¡La vida en sí es una locura! ¿Creéis que vuestra vida es normal? Muchos de aquí habéis tenido hijos. ¡Tener un hijo sí es una locura! Sin pasar por el embarazo y el parto, que solo lo sufrimos en primera persona las mujeres, estamos hablando de pasar varios años de vuestra vida durmiendo mal, comiendo mal y de desesperación en desesperación porque vuestro hijo no come lo que tiene que comer y se mete a la boca todo lo que no se puede digerir, no duerme, no deja de llorar, vomita, se mea y caga encima, hay que bañarlo y limpiarlo a él y todo lo de su alrededor constantemente, hay que vigilarlo veinticuatro horas al día para que no rompa las cosas, para que no meta los dedos en el enchufe, para que no se asome a todos los lugares por donde se puede caer… Hay que educarlo, pasarse media vida pendiente de que estudie y haga los deberes, pelearse con él por todo y para todo, tener cuidado de que no se junte con malas compañías, soportar que durante una época de tu vida te odie y te ponga a parir delante de sus amigos, que se sienta incomprendido cuando es él quien no comprende, y todo esto sin hablar del dinero que supone. ¡La simple idea de desear un hijo ya es una locura! Y sin embargo todos habéis pasado, estáis pasando o pasaremos por ello con todas las ganas e ilusión que podamos.
»¿No creéis que también es una locura la forma en la que está planteada una vida normal? Desperdiciar la infancia, que es la mejor época de la vida, estudiando cosas que no nos interesan y que vamos a seguir estudiando una y otra vez para que años más tarde no recordemos nada es una locura. ¿Cuántos de vosotros recordáis lo que aprendisteis en el colegio? ¿Y todo para qué? Simplemente para que te permitieran hacer un examen que te permitiese a su vez entrar en una carrera. ¿Y la carrera, qué? Otra locura. La manera de aprender que nos han impuesto es un absurdo, porque realmente aprendemos muy poco. La vida hoy en día consiste en desperdiciar años en estudiar para obtener un trabajo que la gran mayoría de la gente solo consigue para asegurarse una estabilidad económica. ¿Y qué me decís de vuestros sueños? ¿Dónde quedaron? ¿Cuántos adolescentes querían ser guitarristas en un grupo y acabaron de ingenieros o abogados porque no sabían qué otra cosa hacer y necesitaban una carrera que les asegurase un futuro? ¿Cuántas personas frustradas hay en el mundo? ¡Qué locura! ¿Y no es locura que los padres aconsejen a sus hijos para que sean económicamente estables y no para conseguir esos sueños que parecen tan absurdos y tan difíciles de lograr?
»¿No es acaso el dinero una locura también? ¿Todo el sistema y la sociedad que nos hemos creado? ¿Todo lo que nos explotan o nos obligan a explotarnos? ¿Por qué hemos decidido que esta era la mejor forma de organizarnos? ¡Menuda locura! ¡Ni siquiera nosotros mismos estamos de acuerdo! ¿Y a quién se le ocurrió que era buena idea crearnos a cada uno con unas ideas y una forma de pensar distintas? ¿A quién se le ocurrió que para sobrevivir necesitábamos comer, y que para ello debíamos acabar con la vida de otros seres vivos? ¿Quién decidió que nos atrajera la violencia y nuestro primer instinto fuera solucionar todos nuestros problemas por medio de ella? ¿Quién fue el sádico que inventó la vida de esta forma? ¡Vivimos en un mundo creado por locos!
»Así que yo os digo, si la vida en sí es una locura, ¿por qué no dejar de ponernos barreras y hacer todas esas locuras que verdaderamente son lo que queremos hacer? ¿Por qué no dejar de pensar tanto en las consecuencias de nuestros actos y lanzarnos a por lo que deseamos? Yo me voy a Estados Unidos a intentarlo, ¿qué más da lo que allí me encuentre? Si las cosas me van bien, cada día estaré más cerca de ser una estrella de Hollywood; pero si las cosas me van mal, siempre puedo coger otro avión y volver, siempre puedo buscar otros caminos, e incluso puede que desista de mi sueño y busque otras metas, pero al menos lo habré intentado y no pasaré el resto de mi vida preguntándome qué pude haber sido y no fui. ¿Qué más da? La vida es larga, me quedan muchos años por delante para cumplir sueños, para tropezar, caer y volver a levantarme, y a vosotros también. Nunca es tarde para seguir soñando después de despierto, nunca es tarde para hacer de nuestra vida un sueño en sí.
»Este quiero que sea nuestro propósito para el 2013. Seguid fumando, bebiendo, engordando, eso no importa, porque la vida acaba antes o después y al final de esta locura seguramente todos acabemos hartos de vivir tantos años, y más si es sintiéndonos mal por estar descuidándonos; lo importante es que disfrutemos la vida, y sobre todo que disfrutemos a lo que la estamos dedicando, porque si disfrutamos con lo que hacemos todo lo demás queda en segundo plano. O si no pensad si en un rato, cuando estéis aquí bailando, cantando y bebiendo, tendréis otro tipo de preocupación.
»Propongámonos locuras. Hagamos esas cosas que siempre hemos querido hacer. Probémonos a nosotros mismos y, el año que viene, cuando nos reunamos otra vez en esta mesa, aunque puede que por desgracia yo no pueda estar presente, comprobemos lo que hemos crecido en un solo año. ¿Hasta dónde habremos llegado el 1 de enero de 2014?
En ese instante, ella elevó la copa por encima de su cabeza y, entonces, acabó con una gran sonrisa:
—Brindo por un 2013 lleno de locuras. ¡Feliz Año Nuevo a todos!
La familia estalló en aplausos. Todos se levantaron a abrazarla, besarla y desearle, muchos entre cascadas de lágrimas, toda la suerte del mundo en Los Ángeles. Cuando la música comenzó a inundar el comedor y la familia acabó por despedirse de ella, él la acompañó a por la maleta y a continuación se dirigieron juntos al aeropuerto.
Horas más tarde, cuando el avión ya llevaba bastante rato sobrevolando los cielos, ella pensó que su propósito ese año no iba a ser llegar a lo más alto en Estados Unidos, porque actuar era su pasión y sabía que eso acabaría llegando con el tiempo; el reto iba a ser sobrevivir día tras día sin ellos, sin esas comidas y cenas, sin una cara familiar que le ofreciera un abrazo cuando no la escogieran en otro casting o que saltase con ella cuando sí lo hicieran; su reto iba a ser despertar cada mañana sin saber cuándo volvería a verle a él, cuándo podría ahorrar el suficiente dinero como para poder regresar a su lado o soportar la espera hasta que él la visitara a ella.
Su reto iba a consistir en echar de menos a su familia y amigos sin sucumbir a la tentación de abandonarlo todo y volver junto a ellos. Ese era su propósito para ese año, la verdadera locura en la que se iba a ver envuelta: crecer profesionalmente pudiéndose permitir volver de vez en cuando para disfrutar de nuevo de las personas a las que amaba.
Los iba a echar muchísimo de menos, pensó, más de lo que en esos momentos se podía llegar a imaginar, y de hecho ya los extrañaba; pero se marchaba feliz, con la confianza de que algún día volvería para quedarse, y esa vez sería como una de las mejores actrices del mundo.