lunes, 1 de julio de 2013

Helena (I): Polvo y cenizas

Cuando él despertó, ella ya no estaba a su lado.
Se removió, inquieto, al sentir aquel opresor vacío en la otra orilla de la desvencijada cama, pero la joven no había ido demasiado lejos.
Helena se hallaba de pie, frente al espejo, encendiéndose un cigarrillo. Se llevó una desilusión al comprobar que ya vestía de nuevo sus pitillos negros, al igual que las botas de cuero del mismo color que la alzaban sobre unos tacones imposibles; sin embargo, aún conservaba abierta la oscura camisa, aquella de cuadros grises inmensamente grande para su talla.
El pelo negro azabache le caía como una pesada cascada casi hasta la cintura, enredado a más no poder y cubriendo parcialmente su pálido rostro, pero a ella no parecía incomodarle. Dio una primera calada y expelió el blanquecino humo lentamente, con los ojos cerrados.
Mientras observaba su delgada figura aún descubierta tras el deteriorado cristal del espejo, él pensó que jamás en su vida había visto nada más atractivo. Se repantigó en el colchón y esbozó media sonrisa lasciva, regocijándose en aquella maravillosa visión.
Ella dejó el recién estrenado cigarrillo sobre la cómoda que la vigilaba a sus espaldas, sin siquiera preocuparse de en dónde lo colocaba exactamente. A continuación se abrochó sin ningún tipo de prisa tres botones al azar de la camisa, y, al tiempo que se la colocaba lentamente sin poner mucha concentración en la tarea, dijo:
—Puedes dejar el dinero sobre la mesilla.
Lo dijo con una voz totalmente átona y ligeramente ronca, sin apartar la mirada de aquel punto del infinito en el que había la había colocado, lo que, en opinión del hombre que reposaba desnudo sobre la cama como si llevara toda la vida sobre ella, la hacía si cabía aún más atractiva.
La sonrisa que presidía su regordeta cara se ensanchó aún más y suspiró. Ni siquiera se paró a pensar un momento en las palabras de la espectacular chica con la que había pasado la noche. Aquello era el paraíso, y en esos instantes era incapaz de pensar en nada más. Su imaginación volaba ya alto, desnudándola de nuevo y rememorando las intensas vivencias de las que había sido protagonista.
Helena recogió el cigarrillo con parsimonia y le dio una segunda calada con la misma lentitud.
—Puedes dejar el dinero sobre la mesilla –repitió en el mismo tono carente de sentimiento alguno.
—Deja de vestirte y ven aquí, joder –ordenó, sin poder aguantarse más.
—Lárgate –replicó ella con un punto de hastío.
—Doble o nada –insistió el hombre, juguetón.
Helena se volvió lentamente, descolgando el cigarrillo de sus labios y, por primera vez, miró a los ojos a aquel hombre.
Él sintió como si una soga invisible le cercara el blando y blanco cuello. Helena tenía unos ojos tan hermosos como aterradores, dos diamantes en bruto en medio de los pozos negros en los que había transformado sus párpados, maquillados hasta las cejas aparentemente con un trozo de carbón. Sus irises consistían en un degradado de color, que iba desde el aro azabache del exterior a un gris prácticamente blanco al borde del precipicio de sus pupilas.
Eran unos ojos tan antinaturales que costaba creer que fueran reales, unos ojos tan llenos de matices que una vez atrapado en ellos era imposible salir. Y, si él hubiera sabido hasta qué punto esto era cierto, no se habría atrevido a replicarla, por mucho que teóricamente ella fuera su subordinada.
Pero estaba claro que ese hombre no tenía ni idea de quién era la mujer que le observaba desde el espejo y, aunque en esos instantes su instinto le gritara que levantara su orondo culo de la cama y huyera bien lejos, no podía siquiera intuir cuánto debía temerla.
—He dicho –dijo ella lentamente en una voz aún más fría e inerte –que puedes dejar el dinero sobre la mesilla.
«Sal de aquí», dijo una voz apremiante en la mente del hombre. «Paga y lárgate, no hagas más el gilipollas».
Pero él no se movió. Era como si ella le hubiera petrificado. Para su cuerpo, la mente de aquel hombre era en esos momentos un eco en la lejanía, y él se veía incapaz de poner ambos en contacto, presa del miedo y la fascinación imposibles con los que esa chica le tenía hipnotizado. Todo su mundo se reducía a sus ojos y a la línea invisible y angustiosa que unía su gélida mirada con la de él. Hasta el rostro de Helena y el cuerpo que tanto le atraía eran una imagen borrosa, y la insalubre habitación en la que se encontraban, no más que un abismo desconocido.
De pronto, la voz de su mente se escuchó cada vez más apagada, hasta que fue incapaz de pensar.
Y llegó el frío.
Comenzó como un cosquilleo en las puntas de sus dedos y se fue propagando lentamente hasta sus muñecas, evolucionando de manera imperceptible en un profundo aguijonazo. Era como si miles de pequeñas pero afiladas espinas se fueran clavando en sus falanges progresivamente y las fueran asfixiando a su paso, como si el frío fuera obstruyendo sus venas a medida que iba extendiéndose por sus manos e impidiendo que la sangre le llegara a las mismas.
Como si alguien hubiera accionado un interruptor interno, el hombre se olvidó repentinamente de Helena. Desvió la mirada hacia su mano izquierda y contempló con pavor cómo sus dedos habían adquirido un tono grisáceo.
Quiso gritar, suplicarle que parara, aunque su mente no alcanzara a comprender qué demonios estaba ocurriendo, pero simplemente no fue capaz. El frío fue ascendiendo por sus brazos como una sinuosa serpiente, y él no pudo sino contemplar cómo éstos se tornaban violáceos antes de adoptar el mismo color que sus dedos.
Entonces, el frío se tornó seco y, ante la atónita mirada del hombre, la carne blanda y agonizante se fue transformando en ceniza.
Hubiera deseado desmayarse, pero ni siquiera cerrar los ojos se encontraba a su alcance. Estaba completamente paralizado, obligado a observar cómo iba convirtiéndose en aquella polvorienta sustancia gris.
Los dedos de ceniza pronto se descompusieron y cayeron sobre el colchón. Poco a poco, todo su cuerpo siguió el mismo camino. Y, cuando el frío comenzó a gobernar su cerebro, dejó al fin de sentir.
Helena se llevó el cigarrillo  a los labios.
«Puto gordo de mierda», le insultó mentalmente, contemplando la magistral montaña gris que se había formado sobre las sábanas. «A ver qué coño hago yo ahora con tanta ceniza».


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