viernes, 27 de octubre de 2017

Kai (VII): La decisión

Hina se dio la vuelta.
—Kai –saludó con una tenue sonrisa –. ¿Ya has acabado las pruebas? ¿Qué tal ha ido?
Kai le relató a su madre lo ocurrido brevemente.
—Pero eso es muy bueno, ¿no? –exclamó una vez su hijo le hubo comunicado las noticias –. Siempre me ha gustado el maestro Hando, ha sabido ver tu potencial desde el primer momento.
Kai permaneció en silencio, sin saber bien qué decir. La observó de arriba a abajo, fijándose en la gran variedad de piedras preciosas de diferentes formas y colores que adornaba su cuerpo en forma de pulseras, pendientes, brazaletes y tobilleras y siendo cada día más consciente de lo fuera de lugar que estaba esa forma de vestirse entre el pueblo thaender.
Hina captó al instante los pensamientos de su hijo.
—Los landahríes tenemos por costumbre simbolizar nuestros logros de esta manera para recordar lo que hemos conseguido hasta ahora y no rendirnos nunca –se justificó con expresión seria, soltando la misma retahíla que recitaba cada vez que pillaba al muchacho mirándola de esa forma –. Le debo mucho a Donei, pero no puedo renunciar a todo lo que soy.
Kai retiró la vista, avergonzado. Admiraba a su madre, pero, cada vez que la veía con esas pintas y recordaba el desprecio con el que lo trataban a él por ser mestizo, no podía evitar imaginar las cosas que le dirían a ella por demostrar abiertamente su procedencia no thaender.
—¿Te encuentras bien de las heridas? –preguntó Hina inmediatamente.
—Sí, mamá. Ya me han curado, sólo tengo que reposar un poco.
—Estoy orgullosa de ti, Kai, pero tienes que tener cuidado. No hacía falta que te sacrificaras tanto, ibas a superar la fase de todas maneras.
—Tenía que llegar antes que Vith. Quiero ir a Elbor, mamá.
Kai no había planeado darle la noticia a su madre de esa manera, y hasta él mismo se sorprendió cuando descubrió esas palabras saliendo de su boca. Unas horas antes permanecía lanzando cantos rodados al estanque de su santuario personal sin tener ni idea de qué quería, pero en esos momentos la decisión se presentaba ante él de forma tan clara que hasta le costaba comprender por qué le había causado tantas dudas.
Hina lo contempló apenada.
—¿Ya te has decidido, hijo?
El chico se encogió de hombros, tratando de restarle importancia al asunto.
—Pero, Kai, ¿para qué quieres seguir formándote? –quiso saber Hina, en un intento fallido de ocultar la desesperación que traslucían sus ojos de ónice –. Sé que esto se te da muy bien, pero nunca has demostrado una vocación tan clara como para querer aprender más.
—Weid quiere ir a Elbor. Nera quiere ir a Elbor. No quiero quedarme aquí solo.
Su madre cogió aire profundamente.
—Kai, cariño –dijo con paciencia –. Entiendo lo que significan tus amigos para ti, y sé lo duro que sería verlos partir mientras tú te quedas aquí, pero no vas a estar solo. Estarás conmigo, y con el tiempo llegarás a conectar con otras personas. Weid y Nera son unos chicos maravillosos, pero tu camino no debería venir marcado por el de tus amigos.
—¿Y cuál es mi camino, mamá? –preguntó él, sin poder ocultar más la tristeza que lo embargaba –. ¿Quedarme en Hanan toda mi vida, siendo un simple arquero a expensas de lo que quieran de mí? ¿Decirles adiós a las únicas personas a las que no les ha importado nunca lo que soy?
Las palabras azotaron a Hina como si su hijo le acabase de asestar una bofetada. Kai podía leer la culpabilidad marcada en los ojos de su madre y en las sombras que le cruzaban el rostro.
—Kai –dijo, muy despacio –. Entiendo cómo te sientes, y si finalmente decides marcharte lo aceptaré y respetaré. Pero debes ser consciente de que nunca te van a tratar igual de bien que en Hanan. Lo que hizo Donei conmigo es absolutamente excepcional, y gracias a él todo el mundo te tolera y te respeta, y nunca seré capaz de agradecerle lo suficiente lo que hace por nosotros; pero, antes de que Donei me aceptase aquí, me rechazaron en muchos otros sitios, en algunos de ellos de formas que no creo que me atreva nunca a contarte. He visto cómo tratan a los mestizos en otros sitios, y siento de verdad que por mi culpa...
—No, mamá –la interrumpió Kai –. Tú no tienes la culpa de cómo era mi padre. Eres quien se ha llevado la peor parte de todo esto y siempre has dado lo mejor por mí. No te culpes, por favor.
Hina permaneció en silencio durante un buen rato, visiblemente emocionada, hasta que reunió las fuerzas suficientes para volver a hablar.
—Lo que quiero decir es que... Aquí estás protegido, Kai. Me aterra pensar lo que te pueda pasar si te vas.
Kai se acercó a su madre y la tomó con delicadeza de los hombros, mirándola a los ojos desde arriba.
—Voy a estar bien, mamá –intentó tranquilizarla, expresándose con una seguridad que estaba muy lejos de sentir –. No sería el primer ni el último mestizo en entrar en la Escuela Especializada de Elbor, y el maestro Hando nos ha explicado muchas veces que todos los que acaban la formación se asientan en mejores trabajos y viven mejor. Además, Elbor es la capital, a la fuerza tiene que ser un lugar más civilizado que este.
Hina lo contempló con ojos llorosos, nada convencida de las palabras de su hijo.
—Sólo van a ser unos años –insistió Kai –. Ni siquiera sé si superaré las pruebas para acceder a la Escuela, es posible que hasta tenga que regresar enseguida. Pero si lo consigo, cuando acabe, volveré a casa, contigo. Además –añadió después de un silencio, en un tono de voz más bajo –, si lo logro puede que dentro de unos cuanto años vuelvan a llamar a gente para Eleon. No tendrás que vivir encerrada nunca jamás.
La mirada de Hina se iluminó brevemente, pero una sombra que Kai atribuyó a su preocupación maternal volvió a apagar sus pupilas.
Le contuvo la mirada durante unos largos segundos, hasta que dejó escapar un profundo suspiro y se puso de puntillas para besarlo en la mejilla.
—Comamos algo, hijo. Tienes que volver y acabar las pruebas.


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lunes, 23 de octubre de 2017

Mi jardín

Algunos pájaros no pueden ser enjaulados. Sus plumas son demasiado hermosas… y cuando se van volando, se alegra esa la parte de ti que siempre supo que era un pecado enjaularlos.
Aún así, el lugar donde tú sigues viviendo resulta más gris y vacío cuando ya no están.

Ellis Redding, Cadena Perpetua

No sé amar si no es intensamente. Si no es desgarrándome la piel, si no es abrasándome las entrañas.
No sé querer si no es con cada fibra de mi ser. Si no es entregándome al completo, si no es exponiéndome a la luz del sol, con todos mis defectos.
No sé sentir si no es volcándome. Si no es vertiendo todo mi interior por cada poro, si cada emoción no me atraviesa de lado a lado, dolorosamente.
No sé creer si no es ciegamente. Si no es ilusionándome por la causa como si fuera mía propia, si no es trabajando por ella como si no existiera nada más.
No sé reírme si no es a carcajada limpia. Si no siento mi risa atascarse en mi garganta, si cada sonrisa no es un canto de libertad.
No sé llorar si no es hasta desangrarme. Si no es hasta que mis lágrimas se resequen en mis mejillas, si no es hasta que mi corazón se transforme en un páramo baldío.
No sé besar si no es apasionadamente. Si no es entregándome en cada beso, si no soy capaz de expresar con mis labios hasta dónde soy capaz de llegar.
No sé luchar si no es hasta la muerte. Si no es levantándome aun sin aliento, si no es hasta que mis huesos acaben por quebrarse y partirse sobre sí mismos.
No sé temer si no es hasta el pánico más extremo. Si no me petrifica cada célula, si no me arranca el sueño por las noches.
No sé equivocarme si no es metiendo la pata hasta el fondo. Si no es arrasando todo a mi paso, si no es marcando cicatrices en las entrañas de los que me rodean.
No sé arrepentirme si no es hasta desear evaporarme. Si no es enterrándome viva, si no es ansiando cambiarlo todo.
No sé pedir perdón si no es arrastrándome. Si no es ofreciéndote mi sacrificio a cambio, si no es estando dispuesta a cualquier cosa para demostrarte mi redención.
Pero tú viniste a mi jardín y arrancaste todas mis semillas, y luego lloraste y suplicaste para que floreciera todo lo que me habías arrebatado. Arrasaste mis tierras y me culpaste de no cuidarlas. Y no atendías a razones cuando trataba de explicarte que ya no quedaba nada.
Pero, ¿cómo explicártelo? Tú sólo querías ver torrentes de agua en época de sequía. Querías ver frutos dulces y carnosos sin preocuparte de cultivarlos. Lo querías todo, porque eso era lo que habías visto al llegar, y cerraste los ojos cuando me dejaste vacía.
Pero, vida mía, ¿no te dabas cuenta? Mientras escarbabas en mi jardín en busca de semillas sin germinar, dejaste que tus propios frutos se marchitaran. Te encerraste en tu casa y viste tus cultivos morir lentamente a través de la ventana, dejando que se empañara el cristal con tus lágrimas mientras te alimentabas de mí.
Y aún así yo seguí regando mis tierras, con la esperanza de que algún día brotase algo que poder ofrecerte. Y aguanté tus gritos y tu cólera, y viví entre los barrotes de tu cárcel. Y dejé que las llamas de tu infierno me abrasaran.
Te caíste en un pozo y echaste a llorar. Te hiciste un ovillo y esperaste la luz más brillante o la más absoluta oscuridad. Y llegué yo con mis cuerdas y las lancé al vacío con intención de salvarte. Intenté ayudarte a que salieras de tu prisión, pero tú tirabas más fuerte. Me querías a tu lado, a toda costa, a cualquier precio. Dentro o fuera, eso era lo de menos.
Pero, vida mía, ¿no te dabas cuenta? No era yo quien debía cuidarte. No era yo quien debía sacarte del pozo, no era yo quien debía alimentarte con los frutos de mi jardín.
Eras tú. Siempre fuiste y serías tú. Porque tú eras el único que sabía lo que había dentro, porque tú eras el único que podías llegar a conocer las debilidades de tu monstruo. Y porque tú eras el único que tenías las armas para derrotarlo.
Y aún así lo di todo, lo que tuve y lo que dejé de tener, por ti. Y me convertí en piel y huesos, en cuencas vacías, en sonrisas inertes. En inercia de seguir viva, para que tú no quisieras dejar de hacerlo.
Pero, vida mía, ¿no te dabas cuenta? Por querer salvarte acabé teniendo que salvarme a mí misma primero.
Vida mía, sabes que siempre hice todo lo posible. Sabes que para mí siempre fuiste tú primero, y yo después. Sabes que habría muerto por devolverte la vida si hubiese funcionado de esa manera.
Porque, vida mía, sabes que no sé amar si no es intensamente.
Pero ahora debo ser yo la que cuide de su propio jardín.