Hina se dio la vuelta.
—Kai –saludó con una tenue sonrisa –. ¿Ya has acabado las pruebas? ¿Qué tal ha ido?
Kai le relató a su madre lo ocurrido brevemente.
—Pero eso es muy bueno, ¿no? –exclamó una vez su hijo le hubo comunicado las noticias –. Siempre me ha gustado el maestro Hando, ha sabido ver tu potencial desde el primer momento.
Kai permaneció en silencio, sin saber bien qué decir. La observó de arriba a abajo, fijándose en la gran variedad de piedras preciosas de diferentes formas y colores que adornaba su cuerpo en forma de pulseras, pendientes, brazaletes y tobilleras y siendo cada día más consciente de lo fuera de lugar que estaba esa forma de vestirse entre el pueblo thaender.
Hina captó al instante los pensamientos de su hijo.
—Los landahríes tenemos por costumbre simbolizar nuestros logros de esta manera para recordar lo que hemos conseguido hasta ahora y no rendirnos nunca –se justificó con expresión seria, soltando la misma retahíla que recitaba cada vez que pillaba al muchacho mirándola de esa forma –. Le debo mucho a Donei, pero no puedo renunciar a todo lo que soy.
Kai retiró la vista, avergonzado. Admiraba a su madre, pero, cada vez que la veía con esas pintas y recordaba el desprecio con el que lo trataban a él por ser mestizo, no podía evitar imaginar las cosas que le dirían a ella por demostrar abiertamente su procedencia no thaender.
—¿Te encuentras bien de las heridas? –preguntó Hina inmediatamente.
—Sí, mamá. Ya me han curado, sólo tengo que reposar un poco.
—Estoy orgullosa de ti, Kai, pero tienes que tener cuidado. No hacía falta que te sacrificaras tanto, ibas a superar la fase de todas maneras.
—Tenía que llegar antes que Vith. Quiero ir a Elbor, mamá.
Kai no había planeado darle la noticia a su madre de esa manera, y hasta él mismo se sorprendió cuando descubrió esas palabras saliendo de su boca. Unas horas antes permanecía lanzando cantos rodados al estanque de su santuario personal sin tener ni idea de qué quería, pero en esos momentos la decisión se presentaba ante él de forma tan clara que hasta le costaba comprender por qué le había causado tantas dudas.
Hina lo contempló apenada.
—¿Ya te has decidido, hijo?
El chico se encogió de hombros, tratando de restarle importancia al asunto.
—Pero, Kai, ¿para qué quieres seguir formándote? –quiso saber Hina, en un intento fallido de ocultar la desesperación que traslucían sus ojos de ónice –. Sé que esto se te da muy bien, pero nunca has demostrado una vocación tan clara como para querer aprender más.
—Weid quiere ir a Elbor. Nera quiere ir a Elbor. No quiero quedarme aquí solo.
Su madre cogió aire profundamente.
—Kai, cariño –dijo con paciencia –. Entiendo lo que significan tus amigos para ti, y sé lo duro que sería verlos partir mientras tú te quedas aquí, pero no vas a estar solo. Estarás conmigo, y con el tiempo llegarás a conectar con otras personas. Weid y Nera son unos chicos maravillosos, pero tu camino no debería venir marcado por el de tus amigos.
—¿Y cuál es mi camino, mamá? –preguntó él, sin poder ocultar más la tristeza que lo embargaba –. ¿Quedarme en Hanan toda mi vida, siendo un simple arquero a expensas de lo que quieran de mí? ¿Decirles adiós a las únicas personas a las que no les ha importado nunca lo que soy?
Las palabras azotaron a Hina como si su hijo le acabase de asestar una bofetada. Kai podía leer la culpabilidad marcada en los ojos de su madre y en las sombras que le cruzaban el rostro.
—Kai –dijo, muy despacio –. Entiendo cómo te sientes, y si finalmente decides marcharte lo aceptaré y respetaré. Pero debes ser consciente de que nunca te van a tratar igual de bien que en Hanan. Lo que hizo Donei conmigo es absolutamente excepcional, y gracias a él todo el mundo te tolera y te respeta, y nunca seré capaz de agradecerle lo suficiente lo que hace por nosotros; pero, antes de que Donei me aceptase aquí, me rechazaron en muchos otros sitios, en algunos de ellos de formas que no creo que me atreva nunca a contarte. He visto cómo tratan a los mestizos en otros sitios, y siento de verdad que por mi culpa...
—No, mamá –la interrumpió Kai –. Tú no tienes la culpa de cómo era mi padre. Eres quien se ha llevado la peor parte de todo esto y siempre has dado lo mejor por mí. No te culpes, por favor.
Hina permaneció en silencio durante un buen rato, visiblemente emocionada, hasta que reunió las fuerzas suficientes para volver a hablar.
—Lo que quiero decir es que... Aquí estás protegido, Kai. Me aterra pensar lo que te pueda pasar si te vas.
Kai se acercó a su madre y la tomó con delicadeza de los hombros, mirándola a los ojos desde arriba.
—Voy a estar bien, mamá –intentó tranquilizarla, expresándose con una seguridad que estaba muy lejos de sentir –. No sería el primer ni el último mestizo en entrar en la Escuela Especializada de Elbor, y el maestro Hando nos ha explicado muchas veces que todos los que acaban la formación se asientan en mejores trabajos y viven mejor. Además, Elbor es la capital, a la fuerza tiene que ser un lugar más civilizado que este.
Hina lo contempló con ojos llorosos, nada convencida de las palabras de su hijo.
—Sólo van a ser unos años –insistió Kai –. Ni siquiera sé si superaré las pruebas para acceder a la Escuela, es posible que hasta tenga que regresar enseguida. Pero si lo consigo, cuando acabe, volveré a casa, contigo. Además –añadió después de un silencio, en un tono de voz más bajo –, si lo logro puede que dentro de unos cuanto años vuelvan a llamar a gente para Eleon. No tendrás que vivir encerrada nunca jamás.
La mirada de Hina se iluminó brevemente, pero una sombra que Kai atribuyó a su preocupación maternal volvió a apagar sus pupilas.
Le contuvo la mirada durante unos largos segundos, hasta que dejó escapar un profundo suspiro y se puso de puntillas para besarlo en la mejilla.
—Comamos algo, hijo. Tienes que volver y acabar las pruebas.