Algunos pájaros no pueden ser enjaulados. Sus plumas son demasiado hermosas… y cuando se van volando, se alegra esa la parte de ti que siempre supo que era un pecado enjaularlos.
Aún así, el lugar donde tú sigues viviendo resulta más gris y vacío cuando ya no están.
Ellis Redding, Cadena Perpetua
No sé amar si no es intensamente. Si no es desgarrándome la piel, si no es abrasándome las entrañas.
No sé querer si no es con cada fibra de mi ser. Si no es entregándome al completo, si no es exponiéndome a la luz del sol, con todos mis defectos.
No sé sentir si no es volcándome. Si no es vertiendo todo mi interior por cada poro, si cada emoción no me atraviesa de lado a lado, dolorosamente.
No sé creer si no es ciegamente. Si no es ilusionándome por la causa como si fuera mía propia, si no es trabajando por ella como si no existiera nada más.
No sé reírme si no es a carcajada limpia. Si no siento mi risa atascarse en mi garganta, si cada sonrisa no es un canto de libertad.
No sé llorar si no es hasta desangrarme. Si no es hasta que mis lágrimas se resequen en mis mejillas, si no es hasta que mi corazón se transforme en un páramo baldío.
No sé besar si no es apasionadamente. Si no es entregándome en cada beso, si no soy capaz de expresar con mis labios hasta dónde soy capaz de llegar.
No sé luchar si no es hasta la muerte. Si no es levantándome aun sin aliento, si no es hasta que mis huesos acaben por quebrarse y partirse sobre sí mismos.
No sé temer si no es hasta el pánico más extremo. Si no me petrifica cada célula, si no me arranca el sueño por las noches.
No sé equivocarme si no es metiendo la pata hasta el fondo. Si no es arrasando todo a mi paso, si no es marcando cicatrices en las entrañas de los que me rodean.
No sé arrepentirme si no es hasta desear evaporarme. Si no es enterrándome viva, si no es ansiando cambiarlo todo.
No sé pedir perdón si no es arrastrándome. Si no es ofreciéndote mi sacrificio a cambio, si no es estando dispuesta a cualquier cosa para demostrarte mi redención.
Pero tú viniste a mi jardín y arrancaste todas mis semillas, y luego lloraste y suplicaste para que floreciera todo lo que me habías arrebatado. Arrasaste mis tierras y me culpaste de no cuidarlas. Y no atendías a razones cuando trataba de explicarte que ya no quedaba nada.
Pero, ¿cómo explicártelo? Tú sólo querías ver torrentes de agua en época de sequía. Querías ver frutos dulces y carnosos sin preocuparte de cultivarlos. Lo querías todo, porque eso era lo que habías visto al llegar, y cerraste los ojos cuando me dejaste vacía.
Pero, vida mía, ¿no te dabas cuenta? Mientras escarbabas en mi jardín en busca de semillas sin germinar, dejaste que tus propios frutos se marchitaran. Te encerraste en tu casa y viste tus cultivos morir lentamente a través de la ventana, dejando que se empañara el cristal con tus lágrimas mientras te alimentabas de mí.
Y aún así yo seguí regando mis tierras, con la esperanza de que algún día brotase algo que poder ofrecerte. Y aguanté tus gritos y tu cólera, y viví entre los barrotes de tu cárcel. Y dejé que las llamas de tu infierno me abrasaran.
Te caíste en un pozo y echaste a llorar. Te hiciste un ovillo y esperaste la luz más brillante o la más absoluta oscuridad. Y llegué yo con mis cuerdas y las lancé al vacío con intención de salvarte. Intenté ayudarte a que salieras de tu prisión, pero tú tirabas más fuerte. Me querías a tu lado, a toda costa, a cualquier precio. Dentro o fuera, eso era lo de menos.
Pero, vida mía, ¿no te dabas cuenta? No era yo quien debía cuidarte. No era yo quien debía sacarte del pozo, no era yo quien debía alimentarte con los frutos de mi jardín.
Eras tú. Siempre fuiste y serías tú. Porque tú eras el único que sabía lo que había dentro, porque tú eras el único que podías llegar a conocer las debilidades de tu monstruo. Y porque tú eras el único que tenías las armas para derrotarlo.
Y aún así lo di todo, lo que tuve y lo que dejé de tener, por ti. Y me convertí en piel y huesos, en cuencas vacías, en sonrisas inertes. En inercia de seguir viva, para que tú no quisieras dejar de hacerlo.
Pero, vida mía, ¿no te dabas cuenta? Por querer salvarte acabé teniendo que salvarme a mí misma primero.
Vida mía, sabes que siempre hice todo lo posible. Sabes que para mí siempre fuiste tú primero, y yo después. Sabes que habría muerto por devolverte la vida si hubiese funcionado de esa manera.
Porque, vida mía, sabes que no sé amar si no es intensamente.
Pero ahora debo ser yo la que cuide de su propio jardín.
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