Cuando
él despertó, ella ya no estaba a su lado.
Se
removió, inquieto, al sentir aquel opresor vacío en la otra orilla de la
desvencijada cama, pero la joven no había ido demasiado lejos.
Helena
se hallaba de pie, frente al espejo, encendiéndose un cigarrillo. Se llevó una
desilusión al comprobar que ya vestía de nuevo sus pitillos negros, al igual
que las botas de cuero del mismo color que la alzaban sobre unos tacones
imposibles; sin embargo, aún conservaba abierta la oscura camisa, aquella de
cuadros grises inmensamente grande para su talla.
El
pelo negro azabache le caía como una pesada cascada casi hasta la cintura,
enredado a más no poder y cubriendo parcialmente su pálido rostro, pero a ella
no parecía incomodarle. Dio una primera calada y expelió el blanquecino humo
lentamente, con los ojos cerrados.
Mientras
observaba su delgada figura aún descubierta tras el deteriorado cristal del
espejo, él pensó que jamás en su vida había visto nada más atractivo. Se
repantigó en el colchón y esbozó media sonrisa lasciva, regocijándose en
aquella maravillosa visión.
Ella
dejó el recién estrenado cigarrillo sobre la cómoda que la vigilaba a sus
espaldas, sin siquiera preocuparse de en dónde lo colocaba exactamente. A
continuación se abrochó sin ningún tipo de prisa tres botones al azar de la
camisa, y, al tiempo que se la colocaba lentamente sin poner mucha
concentración en la tarea, dijo:
—Puedes
dejar el dinero sobre la mesilla.
Lo
dijo con una voz totalmente átona y ligeramente ronca, sin apartar la mirada de
aquel punto del infinito en el que había la había colocado, lo que, en opinión del hombre que reposaba desnudo
sobre la cama como si llevara toda la vida sobre ella, la hacía si cabía aún
más atractiva.
La
sonrisa que presidía su regordeta cara se ensanchó aún más y suspiró. Ni
siquiera se paró a pensar un momento en las palabras de la espectacular chica
con la que había pasado la noche. Aquello era el paraíso, y en esos instantes
era incapaz de pensar en nada más. Su imaginación volaba ya alto, desnudándola
de nuevo y rememorando las intensas vivencias de las que había sido
protagonista.
Helena
recogió el cigarrillo con parsimonia y le dio una segunda calada con la misma
lentitud.
—Puedes
dejar el dinero sobre la mesilla –repitió en el mismo tono carente de
sentimiento alguno.
—Deja de vestirte y ven aquí, joder –ordenó, sin poder aguantarse más.
—Lárgate –replicó ella con un punto de hastío.
—Doble o nada –insistió el hombre, juguetón.
Helena
se volvió lentamente, descolgando el cigarrillo de sus labios y, por primera
vez, miró a los ojos a aquel hombre.
Él
sintió como si una soga invisible le cercara el blando y blanco cuello. Helena
tenía unos ojos tan hermosos como aterradores, dos diamantes en bruto en medio
de los pozos negros en los que había transformado sus párpados, maquillados
hasta las cejas aparentemente con un trozo de carbón. Sus irises consistían en
un degradado de color, que iba desde el aro azabache del exterior a un gris
prácticamente blanco al borde del precipicio de sus pupilas.
Eran
unos ojos tan antinaturales que costaba creer que fueran reales, unos ojos tan llenos
de matices que una vez atrapado en ellos era imposible salir. Y, si él hubiera
sabido hasta qué punto esto era cierto, no se habría atrevido a replicarla, por
mucho que teóricamente ella fuera su subordinada.
Pero
estaba claro que ese hombre no tenía ni idea de quién era la mujer que le
observaba desde el espejo y, aunque en esos instantes su instinto le gritara
que levantara su orondo culo de la cama y huyera bien lejos, no podía siquiera
intuir cuánto debía temerla.
—He
dicho –dijo ella lentamente en una voz aún más fría e inerte –que puedes dejar
el dinero sobre la mesilla.
«Sal
de aquí», dijo una voz apremiante en la mente del hombre. «Paga y lárgate, no
hagas más el gilipollas».
Pero
él no se movió. Era como si ella le hubiera petrificado. Para su cuerpo, la
mente de aquel hombre era en esos momentos un eco en la lejanía, y él se veía
incapaz de poner ambos en contacto, presa del miedo y la fascinación imposibles
con los que esa chica le tenía hipnotizado. Todo
su mundo se reducía a sus ojos y a la línea invisible y angustiosa que unía su
gélida mirada con la de él. Hasta el rostro de Helena y el cuerpo que tanto le
atraía eran una imagen borrosa, y la insalubre habitación en la que se
encontraban, no más que un abismo desconocido.
De
pronto, la voz de su mente se escuchó cada vez más apagada, hasta que fue
incapaz de pensar.
Y
llegó el frío.
Comenzó
como un cosquilleo en las puntas de sus dedos y se fue propagando lentamente
hasta sus muñecas, evolucionando de manera imperceptible en un profundo aguijonazo. Era como si
miles de pequeñas pero afiladas espinas se fueran clavando en sus falanges
progresivamente y las fueran asfixiando a su paso, como si el frío fuera
obstruyendo sus venas a medida que iba extendiéndose por sus manos e impidiendo
que la sangre le llegara a las mismas.
Como
si alguien hubiera accionado un interruptor interno, el hombre se olvidó
repentinamente de Helena. Desvió la mirada hacia su mano izquierda y contempló
con pavor cómo sus dedos habían adquirido un tono grisáceo.
Quiso
gritar, suplicarle que parara, aunque su mente no alcanzara a comprender qué
demonios estaba ocurriendo, pero simplemente no fue capaz. El frío fue ascendiendo
por sus brazos como una sinuosa serpiente, y él no pudo sino contemplar cómo
éstos se tornaban violáceos antes de adoptar el mismo color que sus dedos.
Entonces,
el frío se tornó seco y, ante la atónita mirada del hombre, la carne blanda y
agonizante se fue transformando en ceniza.
Hubiera
deseado desmayarse, pero ni siquiera cerrar los ojos se encontraba a su
alcance. Estaba completamente paralizado, obligado a observar cómo iba
convirtiéndose en aquella polvorienta sustancia gris.
Los
dedos de ceniza pronto se descompusieron y cayeron sobre el colchón. Poco a
poco, todo su cuerpo siguió el mismo camino. Y, cuando el frío comenzó a
gobernar su cerebro, dejó al fin de sentir.
Helena
se llevó el cigarrillo a los labios.
«Puto
gordo de mierda», le insultó mentalmente, contemplando la magistral montaña
gris que se había formado sobre las sábanas. «A ver qué coño hago yo ahora con
tanta ceniza».