Zoe
dejó deslizar el lápiz por el papel en un último trazo y contempló su obra con
gran satisfacción.
«Este
es», pensó por fin.
Alzó
la vista hacia el claro y sonrió con ternura, orgullosa del gran parecido que
compartía con su pequeña obra. Hasta a ella misma le costaba asimilar que era
la autora de la abrumadora cantidad de matices que había logrado arrancar del
modelo original con apenas unos simples lápices de colores.
Se
dejó caer sobre la suave hierba, cerrando los ojos para disfrutar mejor de la
sensación, y se quedó así largo rato en recompensa por el gran trabajo que
había realizado aquel día. Se sentía plena, embargada por una paz interior que
solo era capaz de otorgarle aquel rincón del mundo en el que el tiempo parecía
un concepto de otra dimensión.
No
fue consciente de lo realmente tarde que era hasta que se le ocurrió levantar
los párpados y vislumbró el cielo teñido de sangre a través de las doradas
hojas de los árboles.
«Debería
irme ya», pensó con amargura.
Se
permitió unos minutos más antes de ponerse en pie y guardar su cuaderno y sus
lápices en su mochila de piel marrón. Después, se la colgó del hombro y, como siempre,
se quedó allí, en pie, durante lo que se le antojó una eternidad. Aquel lugar
ejercía sobre ella un magnetismo tan poderoso que en esos momentos nunca se
creía capaz de abandonarlo. Una voz muda resonaba en su mente, convenciéndola
para que se quedara, y Zoe siempre estaba segura de que caería en la tentación.
Sin embargo, sin saber muy bien cómo ni por qué, logró dar media vuelta y
alejarse, prometiéndose, como cada día, que al siguiente sí sucumbiría.
Rato
más tarde, la noche cubría con su negro manto estrellado el cielo y Zoe se
hallaba abriendo la puerta principal de su casa, con su obra maestra en la
mano.
—Ya
estoy aquí –anunció en voz tenue al tiempo que cruzaba el umbral.
Su
madre era la viva imagen de la preocupación cuando salió a recibirla en tropel.
—Hija, ¿dónde estabas? –preguntó, a medio camino entre la angustia y el alivio.
—¿Dónde voy a estar, mamá? –respondió Zoe tranquilamente –. En el claro.
Su
madre frunció los labios, consternada.
—Hija, ¿sabes qué hora es? Hace rato que cenamos ya.
Zoe
fue a disculparse, pero aquel plural la había dejado desconcertada.
Su
madre desvió la mirada, con una arruga dibujada entre las cejas.
«No».
Zoe sintió cómo un gélido escalofrío ascendía por su espina dorsal.
Se
sintió desfallecer. Justo el día que más tarde llegaba a casa era en el que a
su padre se le ocurría pasar por allí.
Por
un efímero instante rezó porque aquello no fuera verdad, pero su fantasía se
vio pronto hecha añicos por el inconfundible rugido de su padre.
—¡Ruth! –estalló desde la lejanía –. ¿Qué haces ahí? ¡Tráeme a mi hija!
La
madre de Zoe lanzó una fugaz mirada hacia la puerta de la cocina y le indicó a
su hija que entrara. Zoe guardó el dibujo en su mochila como pudo y obedeció.
Su
padre se encontraba sentado junto a la mesa redonda, sobre la que reposaban un
periódico abierto de par en par y una taza de café medio vacía. Se hallaba
enfundado en un traje sencillo pero elegante, a excepción de la chaqueta gris
marengo que abrigaba el respaldo de una de las sillas. Llevaba la corbata negra
y lisa ligeramente desanudada, los cortos cabellos rubios ligeramente
despeinados, y unas terribles ojeras surcaban su pálido y enfermizo rostro,
pero aún así tenía un aspecto temible.
El
hombre no habló enseguida. Bebió un sorbo de su taza y clavó sus fríos ojos
grises en su hija con una intensidad tal que Zoe creyó que la estaba leyendo el
pensamiento.
Una
cosa estaba clara: estaba enfadado, muy enfadado.
Zoe
se acercó con paso dubitativo y escogió precavidamente una silla enfrente de su
padre.
Al
instante él se levantó.
—¿Qué hora es? –exigió saber.
Zoe
miró de refilón su reloj antes de contestar.
—¿Y
te crees lo suficientemente mayor para estar llegando un día entre semana a estas
horas? –gritó –. ¿Cuántos años te crees que tienes?
—Dieciséis –respondió Zoe en un murmullo.
—He
preguntado cuántos años te crees que tienes, no cuántos tienes en realidad.
Zoe
calló. No sabía qué respuesta esperaba oír su padre. Tragó saliva, con la
mirada fija en algún punto más allá de la mesa.
Él se
pasó la mano por el cabello, estresado a más no poder.
—¿Me
quieres explicar dónde has estado?
—En
ninguna parte –contestó Zoe, con la intuición de que si le decía la verdad su
ira sería aún mayor, si es que eso era posible.
El
remedio fue peor que la enfermedad.
—¡¿Dónde has estado?! –repitió a gritos, cerrando la mano en un puño y golpeando
la mesa con tal fuerza, que ésta se tambaleó y la taza cayó al suelo en una
sinfonía de cerámica rota y café derramado.
Zoe
sintió cómo las lágrimas se atropellaban contra sus ojos, presa de un miedo que
hasta entonces no había sentido. Era cierto que su padre nunca había sido la
persona con mejor carácter del mundo, pero no recordaba haberlo visto tan
enfadado como en aquellos instantes.
Pese
a todo, ella no pronunció palabra, sintiendo que con su silencio estaba, de
alguna forma, defendiendo a su amado. Mas sabía bien que, aunque realmente
hubiera querido decir algo, la violenta actitud de su padre la había dejado muda.
El
hombre le clavó una mirada tan encendida que a Zoe se le erizó el vello de la
nuca. Entonces, él desvió la vista hacia el suelo, un poco más a la derecha de
donde se encontraba Zoe. Ella siguió la dirección de su mirada… y sintió cómo
se le helaba la sangre en las venas.
Era
su dibujo. Su trabajo de toda una tarde, y lo más importante, la plasmación del
motivo por el que ella estaba allí sentada, reposaba tranquilamente sobre las baldosas
de la cocina, mostrándose de manera completamente abierta ante los duros ojos
de su padre.
«Dios
mío, ¿por qué me odias tanto?»
Él se
acercó lentamente a su obra, se agachó para recogerla y la examinó con ojos
calculadores.
Los
segundos transcurrieron con una lentitud que a Zoe se le antojó eterna. Escuchó el tic tac del reloj de pared, el suave
quejido de la nevera y el cruzar de los coches en el exterior como si todos
esos sonidos que habitualmente le pasaban desapercibidos se produjeran en su
propia mente; y, sobre todos ellos, el frenético latir de su propio corazón se
oía más fuerte que ninguno. Su llamada de auxilio callaba a los demás ruidos,
con un apremiante retumbar cuyo ritmo parecía marcado por unas manos
tartamudas, veloz como un rayo e insistente como el llanto de un bebé.
Cuando
su padre finalmente le mostró el dibujo a su hija exigiendo una explicación,
ella se sentía unos años más vieja y cansada.
—Un
dibujo –respondió Zoe.
Zoe
cogió aire. Ya era tarde, no tenía alternativa.
—Es
el sitio en el que he estado.
—¿Es
el sitio en el que estás todas las tardes?
—Sí.
Lo dibujo todos los días. Me gusta mucho.
Entonces
él se dio la vuelta bruscamente, cogió un papel que descansaba sobre la
encimera y lo depositó con fuerza sobre la mesa, frente a Zoe.
Un
desfile de números y asignaturas bailó ante su mirada: Matemáticas,
5, Lengua Española y Literatura, 6, Física y Química, 4… Y así sucesivamente, en
una procesión plagada fundamentalmente de cincos que no hizo sino conseguir
marearla.
—¿A
qué viene esto ahora, papá? Me dieron las notas hace un mes.
—Así
que te sientes plenamente orgullosa de tus resultados.
Ahora
sí sabía cuál era la respuesta correcta.
—¿Estás segura? Porque no veo que te hayas molestado lo más mínimo en remontar
esto.
Por
fin sabía a qué dirección había querido llevar su padre la discusión desde el
principio.
Zoe
comenzó a sentir cómo el miedo la iba abandonando por momentos y una creciente irritación
reemplazaba sigilosamente su lugar.
Calló,
esperando pacientemente las palabras que ya sabía de antemano que él iba a
decir.
Éstas
no se hicieron de rogar. Su padre volvió a mostrarle el dibujo y le preguntó:
—¿Crees que esto te va a dar de comer?
Zoe
se sintió más insultada que si le hubiera dado una bofetada.
—Papá, es mi hobby –se defendió.
—Es
un hobby inútil –replicó él, y volvió a señalarle sus notas –. Esto es lo realmente
importante. No estás de vacaciones, estás en bachillerato y tienes una
responsabilidad.
—¿Y
por eso debo dejar de lado lo que verdaderamente me gusta?
Su padre
golpeó nuevamente la mesa con la mano libre.
—¡No
me des excusas de niña pequeña! –exclamó –. Debes labrarte un futuro, para eso
te pago un colegio privado. Tienes capacidad de sobra para sacar sobresalientes
y no te permito que te conformes con menos.
Zoe
se puso en pie, indignada.
—¡No
son excusas de niña pequeña! –se quejó, pero antes de que pudiera decir más su
padre la calló a gritos.
—¡No
me levantes la voz! –tronó –. ¡Tienes un futuro por delante y debes esforzarte
al máximo por no tirarlo por la borda! Ya no estás en la ESO, estás preparando
la selectividad y tu deber es sacar la máxima nota que puedas para escoger una
carrera que te asegure un puesto de trabajo.
El
enfado de Zoe iba en aumento.
—¿Cómo que una carrera que me asegure un puesto de trabajo? Tendré que escoger
una carrera que me guste, ¿no?
—¿Acaso quieres ser una mendiga?
No
podía creer lo que acababa de oír.
—¡Papá, con todas las carreras se puede conseguir un puesto de trabajo!
—Sí,
puedes ser una cajera en cualquier supermercado. ¿Es eso a lo que aspiras?
Zoe
abrió la boca para contestar, pero era tanto lo que quería responder que no
pudo pronunciar palabra. No podía entender nada. ¿Cómo podía su padre pensar de
esa manera? Para él todo era blanco o negro, no existía término medio.
—Hija, estamos en crisis. En este momento hay cuatro millones de parados.
¿Quieres ser una más?
Ella
no respondió enseguida.
—¿Y
qué hay de ser feliz?
—¿Ser feliz? –bufó él –. Lo que tienes que hacer es ser económicamente estable y
después ya pensarás en ser feliz.
Al
instante supo que no tendría que haber dicho eso, pero lo cierto era que no
podía arrepentirse.
Su
padre no dijo nada. La miró con unos ojos plateados como rocas de hielo y, sin
una palabra, sostuvo el dibujo ante la mirada de su hija y lo partió en dos.
—¡No! –chilló ella con un lamento de dolor, sintiendo que era su corazón lo que
en realidad se partía en dos, como si ambos estuvieran de alguna manera
conectados.
Él
giró sobre sus talones, haciendo añicos el papel y dejando caer los restos en
el interior del cubo de la basura.
Ella
no podía creerlo. No quería creerlo. Era el dibujo que tanto había buscado, era
el resultado de miles y miles de ellos que había trazado durante años. Con una
impotencia como no había conocido en su corta vida, notó
cómo los dos regueros de lágrimas que había estado conteniendo desde el primer
momento se desataban y rodaban cuesta abajo sin poder ponerle remedio.
—Vete olvidando del claro y de tus dibujos, ellos no te llevarán a ninguna parte
–sentenció con una voz carente de expresividad alguna –. Te quedarás en casa
estudiando para conseguir la nota que realmente eres capaz de sacar.
Conseguirás la beca de excelencia en selectividad y estudiarás una ingeniería
como yo hice.
Zoe
clavó sus pupilas en las de su padre y trató de transmitirle toda la rabia y el
odio que fue capaz.
—¿Quién te crees que eres para decirme lo que tengo que hacer? –preguntó con un
hilo de voz –. Es mi vida.
—Soy
tu padre y no voy a permitir que seas una fracasada. Tomaré las decisiones que
sean pertinentes hasta que seas lo suficientemente madura como para tomarlas
por ti misma correctamente. Cuando ese momento llegue te darás cuenta de que yo
tenía razón y me lo agradecerás.
«Jamás»,
fue el único pensamiento de Zoe.
—Raúl… –intervino su madre por primera vez en toda la conversación.
—¡Tú
cállate! –explotó de repente él –. ¡Si la niña es así es por tu culpa! Créeme
que si el juez me hubiera dejado quedarme con ella ahora tendría las ideas
claras.
Ella
puso los brazos en jarras, aparentemente impenetrable.
—La
niña no tiene por qué escuchar esto.
—¡Yo
decidiré lo que tiene que escuchar! ¡Ella no sabe lo que es mejor para ella!
Su
madre no se atrevió a replicar. Él se dirigió de nuevo hacia su hija, quien le
miró una última vez con unos ojos verdes destellantes de furia antes de recoger
su mochila de piel y salir corriendo hacia su habitación.
—¡Sofía! –oyó rugir a su padre –. ¡Vuelve aquí ahora mismo!
«No»,
pensó ella con rencor mientras notaba las mejillas cada vez más empapadas. «No
lo entiendes. No me llamo Sofía». Abrió la puerta de su cuarto. «Mi nombre es
Zoe».
Y,
como si creyera que de esa forma él podría leerle los pensamientos, se encerró
en su habitación con un portazo.