Kai empujó la puerta de su casa, que se abrió con un quejido chirriante.
—¿Mamá? –llamó al entrar, pero no obtuvo respuesta.
El hogar de Kai se situaba casi a las afueras de Hanan, en una antigua casa que antaño había ocupado una familia de arqueros antes de ser reclamados para escoltar a una partida comerciante que se trasladaba hacia Elbor, la capital. Sus allegados fueron notificados tiempo después de que durante el viaje habían hecho buenas migas con sus acompañantes, hasta el punto de que éstos habían acabado solicitando sus servicios de forma indefinida, abandonando definitivamente su lugar de origen. Donei, alcalde de Hanan y padre de Nera, le había ofrecido aquella inusual vivienda a Hina, la extranjera que, años atrás, había llegado a la población thaender con su pequeño y hambriento Kai en brazos, suplicando desesperada por un hogar después de demasiado tiempo sin tener un sitio donde caerse muerta.
El motivo por el que Donei había aceptado a aquella mujer procedente de Landahr, la región de fuego, nadie lo sabía, pues la comunidad que veneraba a Everyth, diosa de la tierra y, por tanto, de la vida, creía fervientemente que la manera de vivir del resto de regiones de Deilia era sacrílega, violenta e irrespetuosa con las tierras que la diosa había creado para todos ellos. De esta manera, y sin poder soportar la forma en que el resto de regiones mataban a sus criaturas para alimentarse y extraían sus recursos sin ningún tipo de empatía para abastecerse, los thaenderes habían optado desde hacía siglos por mirar hacia otro lado ante las atrocidades cometidas por sus vecinos y vivir aislados y en armonía, procurando llevarse lo mejor posible con ellos al precisar de los bienes procedentes de las otras regiones, pero sin llegar a entrar en contacto con ellos más allá de lo estricto y necesario para evitar confrontaciones. Ante todo, los thaenderes conformaban una comunidad pacífica y tranquila, y la palabra conflicto no entraba dentro de su vocabulario.
Era por esto que, aunque solían mantener una pose correcta y respetuosa en sus relaciones comerciales, los extranjeros no solían ser bien recibidos dentro de sus fronteras. Ya les había costado demasiado tiempo tolerar que vejaran y atentaran contra el producto de su diosa y aprender a vivir con ello como para poder soportar que ese tipo de actividades criminales se realizaran en sus propias tierras. Incluso cuando algunos thaenderes, por motivos que se escapaban a la comprensión de la gran mayoría, engendraban hijos con seres procedentes de más allá de Thaenderia, los aceptaban y acogían, ofreciéndoles un oficio dentro de la Casa Arquera como protectores de la tierra que les había dado cobijo. Pero el hecho de que los habitantes de Hanan tuvieran a una landahrí viviendo entre ellos era inusual y, bajo el punto de vista de la mayoría, completamente fuera de lugar.
Muchas eran las habladurías que relacionaban románticamente a la extranjera con el alcalde de la población, quien había enviudado recientemente al complicarse el parto de su única hija en el momento en el que Hina acudió a él en busca de un techo. Sin embargo, y aunque Hina siempre se deshacía en halagos con aquél que la había salvado de seguir viviendo a la intemperie con un bebé a cuestas, Kai sabía de buena tinta que el único sentimiento que su madre experimentaba hacia el alcalde no era otro que una inmensa gratitud.
A pesar de que la acogida de Hina había supuesto una mancha en la reputación de Donei, la adoración de la extranjera era compartida por todo Hanan, pues era un alcalde bueno y atento que velaba por todos y cada uno de sus habitantes, los escuchaba individualmente y se desvivía por cubrir las necesidades de todos ellos en la medida de lo posible. Y, aunque trataba con el mismo respeto y dedicación a su madre, la mantenía oculta entre las paredes de aquella casa abandonada, haciéndola pasar por thaender en sus registros y no permitiéndola salir apenas de allí, pues era la única manera que tenía de hacerle pasar desapercibida ante las autoridades que residían en la capital. Hanan siempre había sido un pueblo tranquilo, y así se mantendría por el bien de todos ellos.
El motivo por el que Donei había escogido en su día esa vivienda para la extranjera era bien simple: el árbol que la sustentaba entre sus ramas era de una especie que poseía un tronco ancho y hueco que también podía ser habitable. Generalmente, las viviendas construidas en ese tipo de árboles solían ser destinadas a familias numerosas, como la que antaño la ocupó antes de decidirse por la vida nómada, al proveerlas de un espacio adicional donde algunos de sus miembros pudieran dormir; pero, en su caso, ese espacio cilíndrico, oscuro y mayormente incómodo, apenas iluminado por algunas rendijas practicadas sobre la corteza, era el lugar donde la landahrí permanecía recluida la mayor parte del día.
Así que, cuando Kai hizo acto de presencia y no vislumbró a su madre entre las paredes de madera construidas artificialmente por la mano thaender, el chico dedujo rápidamente dónde se encontraba.
Las casas thaenderes eran toda una obra de ingeniería. Adaptadas en su totalidad a la disposición de las ramas de los árboles, conformaban viviendas escalonadas de tablones de madera cuya estructura se sustentaba logrando que su peso confluyera en unos pocos puntos concretos de las ramas, por las que se trasladaba al tronco como pilar básico y fundamental y posteriormente a las raíces. En el caso del hogar de Kai era todavía más impresionante, ya que al tener el tronco hueco la naturaleza del árbol hacía que costase creer que las ramas no se partieran sobre sí mismas. Cómo los constructores se las apañaban para que aquello fuera posible, Kai no lo sabía, puesto que Weid hablaba tan incansablemente de lo que aprendía durante su formación que el chico había acabado aborreciendo la construcción y desconectando de la conversación cada vez que su amigo le sacaba el tema, que era casi siempre. Entre los innumerables encantos de Weid no se encontraba el de saber cuándo callar para no aburrir a sus oyentes hasta la extenuación, y Kai era su mayor víctima en ello.
El mobiliario de la casa se repartía por donde buenamente se podía colocar, encajándolo de manera casi milimétrica en las formas resultantes que los constructores lograban levantar entre las ramas y conectándolo todo con escaleras de mano para alcanzar los lugares más inaccesibles. Ninguna casa de Thaenderia era similar a ninguna otra, ya que todo quedaba a disposición de la forma de cada árbol. Algunas piezas de cocina y baño y una superficie sobre la que solían comer eran algunos de los elementos que se encajonaban en compartimentos de las dimensiones necesarias, mientras que el resto de cavidades consistían fundamentalmente en armarios en los que almacenaban todas sus pertenencias, a excepción de un cajón sobre el que se tendía el lecho de algodón donde Kai dormía y cuya única manera de acceder era tumbarse sobre el suelo y rodar hacia el interior.
Y, en el centro, se abría el hueco de sección circular que se adentraba hacia el interior del tronco y del que sólo llegaba una tenue luz del fondo.
Kai descendió por la escalera de mano que conectaba la construcción con la oscura dependencia y se dejó caer en la suave superficie de madera.
Hina se encontraba de espaldas, trabajando en algo volcada sobre una mesa. Dos bolas de fuego que flotaban a cada uno de sus costados la iluminaban parcialmente, creando un juego de luces y sombras que bailaba y lamía sus ropas.
—¿Mamá? –la llamó de nuevo Kai.
La mujer se dio la vuelta. Sus redondos ojos negros relucían como piedras de ónice a la luz de las llamas sobre su piel tostada. Sus mejillas altas destacaban en un rostro de facciones suaves que su hijo había heredado, donde ya se notaba el paso de los años marcado en algunas arrugas. Vestía el uniforme habitual de los residentes en Hanan, pero tenía la cabeza rapada y cubierta por completo con un gran paño de tela de color crema que había anudado a la nuca y que le caía sobre la espalda haciendo las veces de una coleta artificial y, de no ser por unos cuantos pelos rojos que comenzaban a nacer desordenadamente en sus cejas, nadie habría podido saber su color natural de cabello. Hina le había contado en muchas ocasiones que, en Landarh, mostrar el cabello era un privilegio sólo al alcance de la nobleza y los cargos importantes, y así lo mantenía también en el lugar en el que llevaba viviendo desde la más tierna infancia de Kai. La extranjera se había despojado de muchas de sus costumbres landahríes, pero aquella, junto a sus orejas repletas de pendientes y otros múltiples abalorios que repartía por su cuerpo fabricados a partir de diferentes gemas persistían como un constante recordatorio de que esa mujer no era de allí.
Como si el tono de su piel, el color de sus ojos y sus pequeñas orejas redondeadas no fueran suficiente.