lunes, 29 de febrero de 2016

Gabriel (III): El precio de la hospitalidad


María permaneció lo más inmóvil que le fue posible, casi aguantando la respiración, hasta que oyó al hombre roncar. Entonces, se incorporó y, sentándose al borde del camastro viejo, se echó a llorar.
Se cubrió con sus propias ropas, sintiéndose sucia y avergonzada, mientras las primeras lágrimas caían silenciosas. Como todas las veces que ocurría, en aquellos momentos solo deseaba desaparecer del mundo. Desgraciada, despreciable y humillada, la única razón que le impedía buscar en uno de los cuchillos de la cocina su liberación era él: su pequeño, tierno e inocente Gabriel.
Como las anteriores veces, intentó consolarse pensando que al menos en esos momentos tenían un techo bajo el que resguardarse... Aunque el precio a cambio de él fuera el único que María podía pagar. Había perdido la cuenta de los años que llevaba sin un duro en el bolsillo, y hasta la fecha se las había apañado como había ido pudiendo. Pero un niño de seis años no debía vivir a la intemperie, y si aquella era la única forma de que Gabriel tuviera algo parecido un hogar... Que así fuera.
Sin embargo, era consciente de que la “hospitalidad” del hombre que roncaba sonoramente a su vera podía no ser eterna, y María se sentía en un callejón sin salida. Necesitaba dinero desesperadamente, tanto que aunque consiguiera un trabajo decente no sabría ni por dónde empezar. Necesitaba en primer lugar estabilidad para al menos alimentarse a ella misma y a Gabriel regularmente, pero no podía simplemente conformarse con eso. Gabriel precisaba de un techo propio, con todo lo que eso conlleva, y de una educación, como corresponde a cualquier niño, pero para poder solicitar una plaza en un colegio público María tenía que solucionar previamente una serie de cuestiones que temía más que al mismo Dios... Al igual que para solicitar un trabajo.
A María la buena suerte nunca le había sonreído. No solo no tenía dinero ni para vivir, sino que además no tenía la educación necesaria, ni estudios, ni familia o amigos que pudieran ayudarla. Por no tener, ni siquiera tenía papeles que la hiciesen legal en el país... Y una desventura tras otra era lo que la había llevado a esa situación, con un niño a cuestas al que debía mandar hacer todos los recados por miedo a que alguien la encontrase y la exigiese una serie de explicaciones que ella temía revelar.
Poco después, María se obligó a serenarse y continuar con su vida. No podía arriesgarse a que aquel señor la viera llorando, y mucho menos Gabriel. Tosió varias veces, se limpió las lágrimas y, con la espalda erguida y la cabeza bien alta, acabó por vestirse y salió del dormitorio como si nada hubiera pasado. Se miró en el espejo del baño, lavándose una y otra vez la cara con agua fría hasta que se cercioró de tener el rostro de la mujer fuerte que aparentaba ser, a pesar su piel mortecina y las enormes bolsas bajo sus ojos. Se recogió el pelo con una pinza, pensando que así ofrecería una imagen más respetable, pero entonces descubrió el moratón que lucía sobre su hombro izquierdo.
Mierda –musitó.
Alarmada, dio media vuelta y deslizó la camiseta que llevaba puesta hacia abajo para revelar parte de su espalda. Y allí estaba: otro moratón enorme que cubría la parte posterior del hombro.
Ese cabrón había vuelto a pasarse de la raya, pensó María cabreada mientras volvía a entrar en la habitación en busca de alguna otra prenda que la cubriera más. Relacionó los moratones rápidamente con los golpes que había recibido cuando el gordo borracho la había empujado sin medir en absoluto su fuerza contra el cabecero de la cama, y solo del recuerdo de lo que había sucedido apenas un rato antes le entraron ganas de vomitar.
De pronto, María volvió a toser. Se dobló sobre sí misma, justo cuando se agachaba a recoger una chaqueta del suelo, y trató sin ningún tipo de éxito de frenar los fuertes y secos sonidos que salían de su boca para no despertar al durmiente hombre. Cada vez la tos era más sonora y dolorosa, y su intento de detenerla no hacía más que empeorarla. El hombre se revolvió en la cama, emitiendo gruñidos de molestia, hasta que finalmente María tuvo que cesar en su intento de silenciar su tos y él acabó por despertarse del todo.
Nena, ¿quieres parar con esa mierda ya, joder?
María lo intentó de nuevo, pero ya nada podía hacer para evitarlo. Sentía la garganta en carne viva, y la tos cada vez sonaba más y más desagradable.
Nena –la palabra sonó esta vez como una afilada daga –. Vete a joder a otra parte. Se me están quitando las ganas de follarte. Y ya sabes lo que eso significa.
Pero a María no le hizo falta ni digerir la amenaza. De pronto, la tos se fue tal cual había venido.
Eso está mejor –comentó el hombre, aliviado –. Venga, nena, ven aquí –dio unas palmaditas sobre el colchón –. No soy el único al que has despertado.

Sí –murmuró ella, pero su atención estaba puesta en otra parte.

Ante sus ojos, sostenía la mano con la que se había tapado la boca para acallar la tos.
Una mano totalmente ensangrentada.



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