J silbaba alegremente de un lado para otro cuando la vio. Estaba sentada sobre uno de los sofás viejos de la sala principal, tirada de cualquier manera y con un cigarrillo colgando de sus sugerentes labios, como era habitual en ella. La pesada maraña de eterno cabello negro reposaba sobre su torso, ocultando la carne que la camisa mal abrochada que llevaba puesta no se esforzaba por disimular.
Se paró durante unos momentos a contemplarla. Siempre lo hacía. Aquella mujer, como a tantos otros hombres que pisaban ese lugar por razones obvias, lo tenía totalmente fascinado.
Solo que su relación con ella era ligeramente distinta de lo que toda aquella manada de bestias en celo podría llegar a aspirar jamás.
Desvió su trayectoria y bajó el escalón que separaba el pasillo de la sala para poder sentarse en el sillón de enfrente.
—Hola, Hell –la saludó con una sonrisa.
Helena ni siquiera se molestó en mirarlo. Dio una larga calada al cigarrillo, que ya se encontraba en las últimas, y lanzó la colilla con desgana sin poner ningún tipo de cuidado de en dónde caía.
J, lejos de sentirse irritado por la actitud de la chica, ensanchó la sonrisa. Hacía ya bastante tiempo que Helena trabajaba para él y era exactamente igual desde el día en que la encontró.
J sacó un par de bolsitas dobladas y una delgada caja de su bolsillo y lo dispuso todo sobre la mesa de café que separaba el sofá de Helena de su sillón. Sacó un papel de liar de la caja y distribuyó una cantidad considerable de hierba sobre él antes de colocar el filtro y enrollarlo.
—¿Quieres? –dijo, ofreciéndoselo a la chica.
Ella, por toda respuesta y sin alterarse un ápice, sacó un nuevo cigarrillo de su propia cajetilla y se lo encendió. No lo miró en ningún momento del proceso, como si la idea de fumarse otro cigarrillo hubiera salido de la propia Helena y no del fantasma que parecía ser J para ella.
Él dejó escapar una risilla y alcanzó el mechero que acababa de utilizar ella.
Después de exhalar el humo de la primera calada de marihuana y haber disfrutado de la sensación, J se apoyó sobre sus rodillas y se quedó observando a la chica durante largo rato. Le maravillaba la manera que tenía ella de actuar siempre como si fuera el único habitante del planeta, ignorando descaradamente a todo el que se encontrase a su alrededor. J podría haberse quedado en aquella posición contemplándola como a una obra de arte durante todo el día, que ella en ningún momento se habría sentido cohibida por su presencia. Era simplemente como si se encontrase en una dimensión paralela en la que J no estaba allí.
Sin embargo, J sabía que lo había escuchado y que, pese a lo que pudiera percibir cualquier otro, tenía asignado un hueco en la vida Helena. Un hueco insignificante, y probablemente debido al mero hecho de que parte del sueldo de Helena salía del bolsillo de J.
Pero ya era un hueco importante, teniendo en cuenta que para Helena absolutamente nadie lo era.
J era conocedor de que el valor que le daba Helena radicaba en ese puro interés, y por ello se aferraba a ese hueco como un clavo ardiendo, intentando por todos los medios que Helena no tuviera motivos para marcharse de allí. Pues sabía que, en el momento en que J dejara de ser útil para Helena, ella desaparecería sin siquiera decir adiós.
Y eso era algo que J no estaba dispuesto a vivir.
—¿Ya has despachado al gordo? –preguntó.
Helena, por supuesto, no respondió. Prosiguió ignorándolo, como si la cosa no fuera con ella.
A él no le importó.
—Ya sabes que los clientes tienen que pasar por mí antes de largarse.
Ella se recostó sobre el respaldo y cerró los ojos.
J dio una nueva calada. La conocía lo suficiente para saber lo que aquello significaba.
—Lo has vuelto a hacer.
No lo hizo enseguida, pero fue entonces cuando Helena habló por primera y única vez en toda la conversación.
—No quería pagarme –dijo tranquilamente, con la voz ronca correspondiente a quien no está acostumbrado a usarla demasiado.
La sonrisa de J se frunció en un feo gesto.
—No podemos seguir así, Hell. No cuestiono tus motivos, pero con este ya vamos por el tercero esta semana, y si sigues así alguien acabará mosqueándose.
A ella no pareció importarle. Continuó en esa posición, fumando plácidamente su cigarrillo.
—Hell –la volvió a llamar, con tono severo –, no quiero tener a la poli metiendo las narices en este local. Haz lo que tengas que hacer, pero no quiero problemas.
Helena se mantuvo reclinada sobre el sofá hasta que, rato más tarde, el cigarrillo se consumió en sus labios. Dejó caer la colilla sobre el cenicero a medida que se levantaba y se largó de allí sin más ceremonia.
Si J no la conociera, pensaría que a Helena aquello no le había afectado en lo más mínimo, y habría tenido razón. Sin embargo, mientras la vio desaparecer por el pasillo, no pudo evitar tener la esperanza de que la chica lo meditara a posteriori.
Una esperanza insignificante, como el hueco de J en la vida de Helena. Pero de esa insignificante esperanza pendía toda la vida de J.
Y por sus huevos que más le valía que Helena le hiciera caso.
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