lunes, 18 de mayo de 2015

Victoria (III): Silvertone Way

El atasco era infernal.
Me maravillaba de cómo estaba aprendiendo a odiar aquella masa descomunal de vehículos cuando apenas unas horas antes le había encontrado todo el encanto del mundo. Por un momento me alegré de no necesitar el dinero para comprar un coche. A medida que los minutos se escurrían de manera horriblemente lenta, la decisión espontánea de no tener uno jamás en mi vida en Bridgeport iba tomando más consistencia. Ni volvería a coger un taxi. Nunca.
El metro era un concepto nuevo para mí. En Twinbrook no había, y la verdad era que no había salido mucho de mi ciudad natal, pero cada vez se me hacía más atractiva la idea.
Después de lo que a mí me pareció una eternidad, el taxi logró salir con un esfuerzo casi titánico del ejército de vehículos que hormigueaba lentamente por una de las carreteras principales y tomó una salida para cruzar el puente de Bridgeport.
Nunca en mi vida había visto nada parecido. A pesar de haber visto la famosa obra de ingeniería en internet, nada me había preparado para la proporción desorbitada que tenía respecto a la escala humana. Si alguna vez anteriormente me había sentido como un insecto, desde luego ese momento se llevaba el primer puesto.
Cruzamos el gigantesco puente colgante para llegar a la parte menos edificada de Bridgeport. La zona que, según me había dicho la señora que tan amablemente me había atendido antes, correspondía al área rica de la ciudad. Y no me había mentido; a sendos lados se erigían imponentes y modernas mansiones, todas cercadas por altísimas verjas o muros que también tenían apariencia de costar un dineral, como si lo que había dentro de la casa fuese incluso más valioso que la edificación en sí.
¿Acaso...?
—Perdone –intervine mientras me inclinaba hacia la parte delantera del taxi –. ¿Es posible que viva por aquí alguien famoso?
El conductor emitió un sonido a medio camino entre un bufido y una risa.
—Alguien famoso, dice... Aquí vive toda la flor y nata de Bridgeport, jovencita. ¿Ve ese caserón? Ahí vive nada más ni nada menos que Matthew Hamming.
Sacudí la cabeza, sorprendida.
—¿El actor?
—¿Qué otro, si no?
Me quedé boquiabierta.
—¿Así que en todas estas casas vive gente famosa?
—Así es –asintió el taxista –. ¿De qué planeta vienes? ¿Por qué visitas la zona rica de Bridgeport si no? ¿Eres alguna de esas paparazzis encubiertas? ¿O una investigadora de pacotilla tratando de pasar desapercibida?
Sacudí la cabeza, aturdida por tantas preguntas.
—¿Qué? Nada de eso. Vivo aquí.
El conductor alzó las cejas.
—¿Y por qué no te conozco? ¿Eres familiar de alguien?
—No, simplemente me estoy mudando ahora.
—Vaya, conque una niña rica...
Me mordí la lengua, sin querer pensar en la cara que iba a poner el taxista cuando descubriera que mi "nueva casa" no era más que un lote vacío. Pero de momento no me iba a rebajar a que pensara que era una simple mendiga. ¿Acaso no procedía de la familia más rica de Twinbrook? Era perfectamente creíble que pudiera comprar una casa en ese área.
El taxi ascendió por una última pendiente, giró una última curva y estacionó en lo que, parecía, era el medio de la nada.
—Silvertone Way, 302, ¿no?
—Sí –respondí, con el pulso latiéndome a una velocidad endemoniada.
El taxista bajó del coche y procedió a sacar mi equipaje. Yo respiré hondo, con mi cerebro en marcha, maquinando la coartada con la que iba a engañar al taxista para salir airosa de esa ridícula situación, y a continuación lo imité.
Me acerqué a mi acompañante sin estar dispuesta aún a mirar el aspecto de mi nuevo hogar. El taxista me cedió mi maleta, dirigiéndome una mirada recelosa. Yo le respondí con una desafiante al tiempo que tomaba mi maleta de sus manos, y di media vuelta.
En mitad del solar se erigía una pequeñísima cabaña.
Aquella visión me dejó patidifusa, pero procuré que el conductor no lo notase. Volví a girarme hacia él y pregunté por el precio de la excursión.
Mientras pagaba, el hombre no dejaba de observarme con un aire entre divertido, sorprendido y extrañado.
—¿Así que es aquí donde te mudas, niña rica? –se burló.
Le dediqué una mirada cargada de escepticismo y altanería, con la cabeza bien alta.
—No creo que esté dentro de su trabajo indagar o cuestionar los motivos por los que sus clientes van a un sitio u otro, así que le sugiero que se limite a aceptar el dinero y marcharse. Pero si tan interesado está, sí, este solar es mío. Lo he adquirido para construir aquí el que será mi nuevo hogar, y he venido a echarle un vistazo. ¿Alguna pregunta más?
El taxista se quedó mudo. Bajó la mirada como un cachorrito al que acabaran de regañar.
—Perdóneme, señorita. ¿Quiere que espere aquí mientras mira para llevarla a algún sitio más?
—¿De verdad cree que después de haberme faltado al respeto voy a seguir pagándole por sus servicios? –hice un gesto despectivo –. Lárguese, por favor.
El taxista refunfuñó una despedida y volvió a meterse en el vehículo a regañadientes. Una vez se hubo marchado, me percaté de que llevaba tiempo reteniendo el aire y volví a respirar.
Estaba hecha un flan, y tuve que contenerme para que las lágrimas no corrieran por mis mejillas. Me sentía tan miserable... Frente al taxista no había podido permitirme perder el estatus, pero ahora debía comerme mis propias palabras y digerir su veneno.
Volví a alzar la vista hacia la casita que, ante mi gran sorpresa, ocupaba ese solar. Era minúscula, enteramente construida con tablones de madera, y no disponía de ventanas. Avancé hacia ella, cautelosa. ¿Quién había construido esa cabaña? ¿Acaso estaría ya ocupada por alguien?
Llamé a la puerta, pero no obtuve respuesta. Unos segundos más tarde volví a llamar. No sucedió nada. Suspiré, nerviosa, y finalmente cogí aire y accioné el pomo.
La puerta se abrió con un quejido chirriante. El interior estaba totalmente a oscuras, así que la luz que se coló del exterior al principio fue insuficiente. Tanteé instintivamente en una de las paredes en busca de un interruptor, pero lógicamente no hallé uno, así que esperé con cierta impaciencia. Una vez mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, pude discernir un espacio pequeñísimo, de no más de dos metros cuadrados, con una cama de metal oxidado sobre la que descansaba un colchón viejo, una nevera sin mucha pinta de estar operativa y un váter. La casa no tenía suelo, se alzaba sobre la misma hierba del solar, y eso me hizo preguntarme qué harían exactamente una nevera y un váter en aquel reducidísimo espacio y, lo que era aún más inquietante, quién sería el inquilino de ese hogar.
Me pregunté qué debía hacer en ese instante. Desde luego esa choza aparecida como si de un espejismo se tratase era mejor que dormir a la intemperie, pero, ¿cuánto tardaría su ocupante en aparecer? ¿Debía habitarla tranquilamente? ¿Y qué haría si tenía que salir? ¿Qué iba a hacer con mis cosas? ¿Iría cargando con la maleta a todas partes? Eran demasiadas las preguntas que circulaban por mi cabeza y ninguna parecía tener una respuesta clara.
Decidí sentarme sobre la cama y esperar por un rato a alguien, quien fuera. 
De pronto me asaltó una preocupación que hasta ese momento había tratado de rehuir. Abrí mi bolso, saqué la cartera y comencé a contar el dinero que me quedaba.
El resultado me dejó blanca como la tiza.
—Diez dólares –dejé escapar en un murmullo, estupefacta.
Tenía que encontrar un trabajo cuanto antes. De lo contrario no solo no tendría techo, sino tampoco comida.
Si había alguien ocupando esa choza dejada de la mano de Dios, tendría que esperar para averiguarlo. Como si un resorte me hubiera propulsado, me puse en pie de un brinco y arrastré la cama a duras penas, hasta que dejé el lugar que ocupaba libre. Para ello tuve que hacer más maniobras de las que esperaba, llegando incluso a sacar el mueble de la cabaña. A continuación me dispuse a excavar un agujero en la hierba, no sin antes haber dado un respingo de exasperación. Hacer aquello era lo último que admitiría haber hecho ese día, pero no me quedaba más remedio.
Me quité los zapatos y puse mucho cuidado en no mancharme la ropa, pues mi intención siguiente era que me contrataran en alguna parte, y por supuesto no esperaba que nadie lo hiciera si la que se presentaba era una chiquilla andrajosa. Di gracias a que fuera verano por llevar pantalones cortos ese día. Unas piernas sucias eran fáciles de limpiar, pero unos vaqueros era otro cantar.
Me llevó mi buen tiempo, pero al rato tuve un agujero de las dimensiones que consideré necesarias. Encajé la maleta en el hueco, esparcí los restos de tierra por encima y volví a colocar la cama en su sitio.
Listo. De esa manera no tendría que ir cargando con el lastre a todas partes y, en el caso de que alguien entrase no vería la maleta. A no ser que quisieran llevarse la cama. Me quedé dubitativa, pero finalmente decidí arriesgarme. Nadie iba a entrar a robar en ese sitio tan asqueroso y, aunque así fuera, con la poca luz que había no verían la maleta ni aunque tuvieran visión nocturna.
Salí de la casa, cerrando la puerta tras de mí. Me sacudí la tierra de las rodillas y eché a caminar, rumbo hacia lo desconocido.