La
lluvia ronroneaba tras el cristal.
Suspiró
amargamente, como suspira el viento con su quejido lastimero entre las hojas
secas de los árboles. Sentado sobre su cama, con la cabeza apoyada sobre sus
manos y el peso del mundo sobre sus hombros, oía el repiquetear de las lágrimas
del cielo en su ventana. La inerte luz de aquel día gris se colaba a jirones en
su cuarto en una débil llamada de auxilio, pero él no podía mirar más allá del
punto en el suelo en el que había fijado la vista y no la oyó.
Sentía
su cabeza a punto de estallar. Miles de pensamientos se cruzaban a toda
velocidad por su mente, y cada uno lo sentía como un nuevo aguijonazo. Por
fuera estaba entero, pero por dentro era un amasijo de heridas abiertas que no
cesaban de sangrar. Le escocían los ojos y la garganta, y una profunda jaqueca
se abría paso poco a poco por sus sienes.
Jamás
se había sentido tan abatido y desesperado como en esos instantes. Ni siquiera
se había imaginado que fuera posible. En caída libre hacia el fondo del abismo,
veía cómo ella se quedaba en la superficie, se daba la vuelta y se marchaba. Lo
vio una y otra vez, y cada vez que lo veía la imagen se iba deformando más y
más. La angustia y la impotencia iban creciendo, la sensación de encontrarse
cada vez más perdido y atrapado entre las sombras aumentaba exponencialmente.
Cerró los ojos y apretó los dientes, rezando por que aquello no fuera más que
una horrible pesadilla.
Y
entonces la vio, agazapada en un rincón, tímida, silenciosa.
La
observó largo rato, como si fuera la primera vez, redescubriéndola. La tomó
entre sus manos con delicadeza, la sentó sobre sus rodillas y acarició
suavemente sus curvas. Entonces, temeroso a la vez que excitado, como el hombre
que desnuda a su primera mujer, apoyó las yemas de los dedos sobre sus cuerdas
y le arrancó una nota.
El
sonido inundó la habitación como un hechizo. Cerró los ojos y se empapó de
aquel primer rasgueo, dejó que corriera por sus venas y lo renovara por dentro
cual fumador que aspiraba su primera calada tras años de abstinencia. Un
sentimiento renació en su interior, resurgió de sus cenizas como el ave fénix y
se extendió como una onda expansiva, llenándolo de una calma que hacía
demasiado tiempo que no sentía. Abrió de nuevo los ojos, miró a su compañera
con un amor cálido y desbordante y comenzó a tocarla.
Al
principio, sus dedos se movían dubitativos entre sus trastes. Estaba nervioso,
siendo sincero. Tenía verdaderas ganas de hacer aquello, pero hacía tanto
tiempo desde la última vez que temía no saber como antes. Pero ella no se
quejó. Se entregó a él como lo había hecho siempre, y su música sonó clara y
nítida, como todas las anteriores veces. Aquello le hizo coger confianza,
sonrió y esta vez rasgueó las cuerdas con aplomo y dejó que la melodía
ejerciera su magia.
Cada
nota nueva era una pincelada que construía una dimensión alejada de la
realidad, lo iba sumergiendo paulatinamente en otro mundo, su mundo. Poco a
poco, fue abriéndose a su amiga y amada, tratando de liberar de alguna manera
el yugo que lo aprisionaba por dentro y del que se sentía incapaz de
deshacerse. Y ella lo escuchaba, comprendía exactamente qué era lo que él
quería decir y lo expresaba en su hermoso idioma.
Él
jamás había sentido tal complicidad con alguien como lo hacía con ella. Se
preguntó cómo había podido olvidarla, cómo había dejado de contar con ella
durante tanto tiempo, y se abandonó por completo a ella. Dejó que ella hablara
de todo aquello que no se podía decir mediante simples palabras. Dejó que
afloraran en él sentimientos y emociones que jamás reconocería haber
experimentado. Dejó que ella sacara de él todo lo que llevaba dentro y que no
le dejaba respirar. Dejó que ella le pusiera nombre a su tristeza y desolación.
De
pronto, una nota se quebró. Sus manos resbalaron, y ella calló, sin cuestionar
el por qué. Simplemente no pudo continuar. Se dejó caer al lado de su
compañera, la abrazó con sus temblorosas manos y, por primera vez en demasiado
tiempo, una lágrima se escurrió de entre sus pestañas.
Él
nunca antes había llorado por una mujer, y la pérdida de esa virginidad le
dolió como un puñal que atravesara sus entrañas y removiera sus vísceras. Jamás
se hubiera imaginado que él iba a sentirse así por nadie, y menos que realmente
resultara tan doloroso. Se sentía de nuevo como un niño, pequeño y vulnerable,
y se entregó a su única compañía como si de una madre se tratase. Y ella
recogió sus lágrimas de la única manera que sabía, en silencio, empapándose de
ellas.
Lloró
como ni en su infancia había llorado. La intimidad que le ofrecía su única
verdadera amiga era el único lugar en el mundo en el que se sentía libre para
hacerlo. Ella no lo juzgaba. Ella simplemente escuchaba a sus ojos llover, y
eso era lo único que él necesitaba. Su torrente de emociones se desató con la
fuerza de un volcán, lo hizo convulsionarse de dolor. Lloró hasta quedarse sin
lágrimas, y aún cuando éstas cesaron de caer, siguió llorando sin ellas, hasta
que sus resecas mejillas comenzaron a escocer. Y no fue hasta ese momento,
cuando se sentía tan débil como si un tsunami lo hubiera arrastrado durante
cientos de kilómetros antes de escupirlo de nuevo a tierra, cuando realmente
empezó a sentirse en paz.
Poco
a poco, tal y como había tomado forma, el mundo que habían creado los dos
juntos se fue difuminando en el ambiente.
Y
la lluvia volvió a ronronear tras el cristal.