Llevaba
largo rato sumergido en sus pensamientos cuando escuchó los tres tenues golpes
sobre la puerta abierta de su habitación.
Se
sobresaltó ligeramente, percatándose de que había perdido totalmente la noción
del tiempo. Había llegado tan agotado del instituto que se había dejado caer
sobre la cama de cualquier manera, mochila incluida, y no tenía ni la más
remota idea de cuánto podía haber permanecido en aquella extraña dimensión
paralela que es la mente humana.
Dirigió
la mirada hacia el marco de la puerta, esperando encontrar a su madre
llamándolo para merendar, pero no fue así. En su lugar, su amiga Clara
observaba estupefacta la escena que protagonizaba el alto y desgarbado chico de
cabello rubio pajizo y ojos pardos, completamente espatarrado, con la mochila
al hombro y una pierna colgando por el borde de la cama.
—¿Interrumpo algo? –preguntó la chica, titubeante.
Fue
entonces cuando Iván se dio cuenta del espectáculo que le estaba ofreciendo a
su amiga. Pegó un brinco, sintiendo cómo la sangre se agolpaba a velocidad
exponencial en sus mejillas, y deseó que la tierra se lo tragara muy fuerte y
no le permitiera volver a salir jamás de sus entrañas.
—¡Clara! –exclamó.
Ella
fue incapaz de reprimir una carcajada.
—Qué
sexy –comentó.
—Yo
siempre, ya lo sabes –replicó él, esbozando una sonrisa con la que trató
patéticamente de recuperar algo de la dignidad que ya asumía muerta y
enterrada.
Se
levantó de la cama, con su cerebro funcionando a toda prisa en busca de alguna
idea para deshacerse de la mochila sin acabar de enviar su dignidad al infierno
más profundo, pero cuando se descubrió considerando seriamente la posibilidad
de desintegrarla aceptó que ya hacía tiempo que había perdido esa oportunidad.
Se insultó mentalmente y, tras meditarlo un instante, dejó la mochila a un lado
con toda la discreción que fue capaz de ostentar, es decir, ninguna.
Mientras
digería su estrepitoso fracaso, se acercó a su amiga torpemente, y, tras unas
milésimas de segundo sin saber cómo saludarla, optó por apoyarse aún más
torpemente en la puerta. En aquellos instantes Iván estaba absolutamente seguro
de que cualquier imagen medianamente decente que Clara pudiera tener sobre sí
mismo se había esfumado como el humo en la niebla.
—¿Qué tal estás? –preguntó en su segundo intento de recobrar la compostura;
intento cómo no fallido al verse interrumpida su frase por un horrible gallo.
«Pensaba
que no podías quedar peor, pero veo que aún puedes sorprenderme, Iván», se
regañó a sí mismo.
Carraspeó
toscamente, hundido en la más profunda de las miserias, y repitió la pregunta
con la voz más grave que le permitieron sus cuerdas vocales.
La alucinada
Clara dejó escapar una nueva carcajada, más divertida que asustada, lo que en
opinión de Iván habría sido más lógico dada la situación. Eso lo relajó un
poco, y sonrió, aliviado.
—Muy
bien, ¿y tú? –contestó ella, devolviéndole la sonrisa –. ¿Qué tal el primer día
de insti?
Iván
siempre había pensado que Clara tenía una bonita sonrisa, a pesar del color
algo amarillento de sus dientes y de aquel incisivo superior ligeramente
montado sobre su vecino. De hecho, a su modo de ver, aquello le confería más
personalidad.
—Bien, sin más –empezar su último año de vida escolar no es que le hiciera
especial ilusión –. ¿Tú qué tal cuarto de la ESO? ¿Con quién te ha tocado?
—Con
Pedro Hidalgo de tutor. Mañana veré el resto de profesores –volvió la vista y,
en ese momento, algo atrajo su atención –. Dios mío, ¿estos somos nosotros?
Clara
se acercó a uno de los estantes y tomó una fotografía enmarcada a la que Iván
estaba tan acostumbrado que había olvidado su existencia. Se levantó y le echó
un ojo al objeto que su amiga sostenía entre sus manos, procurando disimular la
curiosidad que verdaderamente sentía.
La
foto mostraba la imagen de un regordete niño de cuatro años de edad encaramado
al cochecito de una chiquilla de unos dos, ambos riendo a carcajada limpia. El
niño era muy rubio, con mechones brillantes que ocultaban parte de su frente y
orejas, y mostraba una enorme boca abierta de par en par con unos diminutos
dientes de leche. Aquel entrañable bebé no se parecía en nada al raquítico
chico en que se había convertido trece años más tarde.
Por
su lado, la pequeña del cochecito era toda una belleza: unos preciosos y
abundantes tirabuzones castaños bastante inusuales para su edad enmarcaban su
redonda cara de piel de porcelana presidida por unos gigantescos ojos azules.
Iván casi contuvo el aliento al redescubrir a la niña que había sido su amiga.
—¡Madre mía! Ni siquiera sabía que tenía esto aquí –murmuró.
—¡Qué monos éramos! –suspiró Clara –. Hay que ver lo mal que nos ha tratado el
tiempo, ¿eh?
Iván
le dirigió una mirada de soslayo a su amiga, sin dar crédito a lo que acababa
de oír. Abrió la boca para replicar, pero finalmente decidió reservarse su
opinión para sí mismo.
—Eso
lo dirás por ti, guapa –se quejó –. Yo sigo siendo igual de mono, y además tú
misma te has maravillado ante la sensualidad que desprendo –añadió, aludiendo
al desafortunado incidente con el que había recibido a la chica.
Ella
rió con ganas, y entonces volvió la cabeza hacia él y le miró con sus enormes e
hipnóticos ojos, apenas durante un segundo. Y él se perdió.
Se
perdió en aquel rostro en forma de corazón, en la blancura de su piel y en
todas y cada una de las abundantes pecas que la poblaban; se perdió en sus
delgadas cejas, en sus finos labios rosáceos y en su sonrisa con aquel diente
torcido tan gracioso; se perdió en su barbilla semihundida, en sus algo
marcados pómulos y en la curva de su mandíbula; se perdió en su nariz
respingona y en sus redondas y pequeñas orejas, medianamente ocultas tras la
cascada de cabellos castaños que ondulaba espalda abajo como si tuviera vida
propia.
Y se perdió de nuevo en sus ojos, esos ojos venidos de otra
constelación, con esas largas y gruesas pestañas; esos ojos capaces de robarle
el alma a cualquiera, con sus irises teñidos del intenso azul de un cielo
estival, con aquellas hermosas vetas que relucían como trazas de zafiro
esculpidas por los mismísimos ángeles.
Atrás
había quedado el bochorno inicial al verse sorprendido en aquella postura tan
poco ortodoxa, así como el ridículo posterior. Había olvidado lo menguado que
se había sentido ante su presencia e incluso sus cavilaciones acerca de lo que
la chica hubiera llegado a pensar sobre él. Por olvidar, casi había olvidado
hasta su propio nombre, y hasta el hecho de hallarse de pie en la misma
habitación que Clara.
Porque
en aquel momento no había cabida para él mismo. Ese momento era únicamente de ella,
de sus ojos, de su pelo, de su sonrisa torcida y de su pálido rostro. Era el momento de Clara, y nada ni nadie podía perturbarlo.
Se
aferró a ese instante desesperadamente, bebiendo de él como si de un náufrago
ahogándose en medio de un tormentoso océano se tratara, y como si ella, sin pretenderlo,
le ofreciera la bocanada de aire que necesitaba para poder resistir otro rato más
bajo las aguas. E Iván se preguntó, como tantas otras veces, cómo lograba
subsistir cuando no la tenía cerca.
Pero entonces ella redirigió sus profundos ojos a la fotografía y el segundo mágico
se desvaneció en el aire, como si nunca hubiera tenido lugar.
—Mi
madre tiene millones de fotos nuestras de pequeños –dijo –. El próximo día que
vengáis a casa recuérdame que te las enseñe, seguro que hay un montón de cosas
de las que no nos acordamos.
Iván
tuvo que contenerse para no dejar huir en un suspiro el vacío que acababa de
embargarle.
—Sí,
seguro que nos echamos unas risas –acordó, sonriendo forzadamente.
Se
quedaron así, en silencio, mirando a la fotografía. Un silencio que pronto se
tornó algo incómodo para Iván.
—Por
cierto, ¿qué te ha traído hasta aquí? –intervino, deshaciéndose de él –. Nos
hemos distraído con la foto y no me lo has contado.
—¡Ah, sí! –exclamó Clara, depositando la fotografía en su lugar –. Mi madre me
ha contado que necesitas retomar la biología para presentarte a selectividad.
Me ha dicho que has decidido no cursarla porque quieres seguir con el dibujo
técnico, así que me ha pedido que te diga que estará encantada de prestarte
libros y darte clase si lo necesitas.
Iván
suspiró, sin querer pensar en lo duro que iba a ser ese año para él.
—Dale las gracias de mi parte –le pidió.
Clara
asintió.
En
ese momento, la madre de Iván apareció por la puerta de la habitación y le
dedicó una calurosa sonrisa a Clara.
—Clara, ¿quieres algo de merendar?
—No,
gracias, ya me iba, he quedado en un rato con unas amigas. Pero muchas gracias,
de verdad.
—Está bien, cielo. Iván, ¿la acompañas a la puerta?
Iván
hizo lo que su madre le había pedido. Ella se despidió de ambos con un beso
fraternal, tal y como llevaba haciendo día tras día, mes tras mes y año tras
año desde que él tenía memoria.