Gabriel
se puso de puntillas para presionar el timbre del piso y esperó. En pocos
segundos, la puerta se abrió, dejando al descubierto la alta y delgada figura
de una mujer joven y pelirroja, con la piel blanca lechosa plagada de pecas y
los ojos de color verde grisáceo.
—Hola,
mamá –sonrió el pequeño.
—Gabriel,
cuánto has tardado.
—Estuve
hablando con la panadera.
María
frunció el ceño e hizo pasar a su hijo.
—¿Cómo
que estuviste hablando con ella? –inquirió mientras empujaba con suavidad a
Gabriel hasta la mesa –. ¿Qué le dijiste?
—Nada,
me preguntó que cómo me llamaba y cuántos años tenía. Y me dio esto –extendió
hacia ella la estatuilla del ángel con una sonrisa de oreja a oreja pintada en
el rostro –. ¿Sabes lo que es? ¡Es un ángel, mamá! Es un niño con alas que
protege a las personas –explicó con entusiasmo –. La panadera me dijo que me
protegería en el camino, ¡y lo ha hecho!
—Gabriel,
has caminado muchas veces a distintos lugares y nunca te ha pasado nada –replicó
pausadamente la madre.
Gabriel
se quedó pensativo unos segundos.
—A
lo mejor esta vez sí me iba a pasar algo y el ángel me ha protegido –sugirió.
—Sí,
a lo mejor iba a caer una lluvia de meteoritos y un trozo de madera lo ha
impedido –bufó María, escéptica.
—¿Qué
es un meteorito, mamá? –preguntó el niño con curiosidad.
—Nada,
hijo. Siéntate, anda, vamos a desayunar.
Gabriel
depositó la barra de pan y la figurita del ángel sobre la mesa y se sentó en la
silla con algo de esfuerzo debido a su baja estatura. María sacó el pan de la
bolsa en la que venía, lo partió con las manos y le dio un pedazo a su hijo.
—A
lo mejor nos protege a partir de ahora –insistió el chiquillo, mordisqueando el
trozo de pan.
María
ahogó una apenada risa, pero dejó que Gabriel siguiera hablando.
—A
lo mejor todo mejora ahora. ¡A lo mejor podemos comer todos los días! –exclamó,
repentinamente henchido de felicidad.
—Come
ahora que puedes –ordenó la madre –. Y deja de fantasear, Gabriel. Los ángeles
se limitan a proteger, no se dedican a poner facilidades.
Gabriel
sintió cómo se desinflaba la ilusión en su interior, pero no se dio por
vencido.
—Puede
que nos proteja de las cosas malas que nos hacen no poder comer todos los días –dijo.
María
no pudo reprimir esbozar una sonrisa teñida de tristeza y se inclinó sobre la
mesa para acariciar la inocente carita de su hijo.
—Puede,
Gabriel –suspiró –. Puede que fuera a caer la lluvia de meteoritos.
El
pequeño se dio por satisfecho y le pegó un buen bocado a su desayuno.
Comieron
en silencio durante unos minutos durante los que tan solo se escucharon el tic
tac del anticuado reloj de pared que colgaba en el salón y el crujir del pan en
las bocas de madre e hijo.
Gabriel
no le podía quitar los ojos de encima al ángel. Dejó su imaginación volar muy
alto, dibujando un mundo en el que su madre y él podían comer varias veces
todos los días, un mundo en el que cada plato que degustaba a lo largo del
tiempo era distinto del anterior y en el que podía vestir ropa limpia y nueva
cada mañana. Y todo gracias a la protección del ángel.
Pero
la fantasía a medio construir del niño se desmoronó de un soplido, interrumpida
por la voz de su madre.
—Gabriel,
¿por qué te dio la panadera el ángel?
El
chiquillo hizo un esfuerzo por recordar.
—No
lo sé –reconoció –. Creo que le pareció mucho que tuviera que andar diez
minutos para llegar a casa. Pero no sé por qué, si no es mucho tiempo, he
andado más otras veces.
—Gabriel,
no debes decirle a la gente dónde vives y cuánto tiempo tienes que andar para
llegar a los sitios –le reprendió con tono grave.
—¿Por
qué no? –quiso saber Gabriel, extrañado.
María
abrió la boca para responder, pero pareció cambiar de opinión.
—No
lo hagas, no es bueno –respondió finalmente.
Gabriel
no hizo más preguntas al respecto, pese a no haber resuelto su duda. Sabía que
no debía insistir demasiado sobre un mismo tema, sobre todo si las respuestas
que recibía no eran del todo concretas, pues podía hacer enfadar a su
interlocutor.
Aquello
le llevó a recordar una cuestión que le había dejado de formular a la panadera
por la misma razón.
—Mamá,
¿quién es Dios?
La
pregunta pilló a María tan de sorpresa que a punto estuvo de atragantarse con
el poco pan que le quedaba.
—Dios
es el que ha permitido que estemos en esta situación –contestó, enfadada –. No
creas en él, hijo. Dios es un engaño.
Gabriel
quedó muy contrariado por la respuesta. La panadera le había dado a entender que
Dios era alguien muy bueno, y en cambio su madre parecía odiarlo. Además, ¿por
qué las dos sabían quién era? Debía de ser alguien muy famoso.
—Entonces,
¿Dios es malo? –preguntó, confuso.
—Dios
no puede ser bueno si deja que pasen estas cosas.
Gabriel
supo, una vez más, que no debía continuar con aquel tema. Ya había acabado de
desayunar, así que se quedó sentado frente a la mesa en silencio, meditando las
palabras de su madre y tratando de averiguar quién sería ese Dios que tan
dispares opiniones levantaba.
En
ese momento, la puerta de la entrada se abrió de un portazo, haciendo temblar
el pequeño piso.
—¡María!
–rugió una voz varonil.
Un
hombre alto, gordo y escaso de pelo entró en la casa tambaleándose. Era moreno,
tenía los ojos oscuros y achinados, las redondas mejillas sonrosadas y despedía
un hedor que Gabriel no supo identificar.
El
hombre se dirigió dando tumbos hacia María, sin preocuparse de cerrar la puerta
tras de sí, y le introdujo una mano por debajo de la envejecida camiseta.
Gabriel
pensó que el hombre que vivía con ellos tenía una manera peculiar de saludar a
su madre. Quizás esa fuera la forma que tenían los hombres adultos de saludar a
las mujeres, se le ocurrió.
—Gabriel,
vete a la cama –susurró María, cabizbaja y súbitamente tensa.
El
niño se quedó de piedra. Le echó un fugaz vistazo al reloj, comprobando que aquello
no formaba parte de un extraño sueño y que seguía siendo temprano.
—Pero
si acabamos de desayunar –replicó, presa de una inmensa confusión.
—Nos
hemos levantado muy pronto, descansa un poco más.
—No
tengo sueño –se quejó Gabriel.
María
le dirigió una mirada dura como el mármol.
—Gabriel,
a la cama –ordenó en un tono que no admitía réplica.
Asustado
y profundamente sorprendido, el niño alcanzó atropelladamente al ángel, se bajó
de la silla y se encerró en su minúscula habitación. Una vez dentro, encontró
un sitio para la figura en la mesilla de noche, a la cabeza de su cama, y se
quedó largo rato observándola, preguntándose qué mosca le habría picado a su madre.
—Protégela,
por si acaso, ¿vale, ángel? –le pidió a la estatuilla –. Que no le pase nada
malo.
Y,
dicho esto, se acostó en su desvencijada cama, sabiendo que no se dormiría y cavilando
sobre cuánto tiempo transcurriría en aquella posición.