martes, 22 de enero de 2013

Gabriel (II): Lluvia de meteoritos


Gabriel se puso de puntillas para presionar el timbre del piso y esperó. En pocos segundos, la puerta se abrió, dejando al descubierto la alta y delgada figura de una mujer joven y pelirroja, con la piel blanca lechosa plagada de pecas y los ojos de color verde grisáceo.
—Hola, mamá –sonrió el pequeño.
—Gabriel, cuánto has tardado.
—Estuve hablando con la panadera.
María frunció el ceño e hizo pasar a su hijo.
—¿Cómo que estuviste hablando con ella? –inquirió mientras empujaba con suavidad a Gabriel hasta la mesa –. ¿Qué le dijiste?
—Nada, me preguntó que cómo me llamaba y cuántos años tenía. Y me dio esto –extendió hacia ella la estatuilla del ángel con una sonrisa de oreja a oreja pintada en el rostro –. ¿Sabes lo que es? ¡Es un ángel, mamá! Es un niño con alas que protege a las personas –explicó con entusiasmo –. La panadera me dijo que me protegería en el camino, ¡y lo ha hecho!
—Gabriel, has caminado muchas veces a distintos lugares y nunca te ha pasado nada –replicó pausadamente la madre.
Gabriel se quedó pensativo unos segundos.
—A lo mejor esta vez sí me iba a pasar algo y el ángel me ha protegido –sugirió.
—Sí, a lo mejor iba a caer una lluvia de meteoritos y un trozo de madera lo ha impedido –bufó María, escéptica.
—¿Qué es un meteorito, mamá? –preguntó el niño con curiosidad.
—Nada, hijo. Siéntate, anda, vamos a desayunar.
Gabriel depositó la barra de pan y la figurita del ángel sobre la mesa y se sentó en la silla con algo de esfuerzo debido a su baja estatura. María sacó el pan de la bolsa en la que venía, lo partió con las manos y le dio un pedazo a su hijo.
—A lo mejor nos protege a partir de ahora –insistió el chiquillo, mordisqueando el trozo de pan.
María ahogó una apenada risa, pero dejó que Gabriel siguiera hablando.
—A lo mejor todo mejora ahora. ¡A lo mejor podemos comer todos los días! –exclamó, repentinamente henchido de felicidad.
—Come ahora que puedes –ordenó la madre –. Y deja de fantasear, Gabriel. Los ángeles se limitan a proteger, no se dedican a poner facilidades.
Gabriel sintió cómo se desinflaba la ilusión en su interior, pero no se dio por vencido.
—Puede que nos proteja de las cosas malas que nos hacen no poder comer todos los días –dijo.
María no pudo reprimir esbozar una sonrisa teñida de tristeza y se inclinó sobre la mesa para acariciar la inocente carita de su hijo.
—Puede, Gabriel –suspiró –. Puede que fuera a caer la lluvia de meteoritos.
El pequeño se dio por satisfecho y le pegó un buen bocado a su desayuno.
Comieron en silencio durante unos minutos durante los que tan solo se escucharon el tic tac del anticuado reloj de pared que colgaba en el salón y el crujir del pan en las bocas de madre e hijo.
Gabriel no le podía quitar los ojos de encima al ángel. Dejó su imaginación volar muy alto, dibujando un mundo en el que su madre y él podían comer varias veces todos los días, un mundo en el que cada plato que degustaba a lo largo del tiempo era distinto del anterior y en el que podía vestir ropa limpia y nueva cada mañana. Y todo gracias a la protección del ángel.
Pero la fantasía a medio construir del niño se desmoronó de un soplido, interrumpida por la voz de su madre.
—Gabriel, ¿por qué te dio la panadera el ángel?
El chiquillo hizo un esfuerzo por recordar.
—No lo sé –reconoció –. Creo que le pareció mucho que tuviera que andar diez minutos para llegar a casa. Pero no sé por qué, si no es mucho tiempo, he andado más otras veces.
—Gabriel, no debes decirle a la gente dónde vives y cuánto tiempo tienes que andar para llegar a los sitios –le reprendió con tono grave.
—¿Por qué no? –quiso saber Gabriel, extrañado.
María abrió la boca para responder, pero pareció cambiar de opinión.
—No lo hagas, no es bueno –respondió finalmente.
Gabriel no hizo más preguntas al respecto, pese a no haber resuelto su duda. Sabía que no debía insistir demasiado sobre un mismo tema, sobre todo si las respuestas que recibía no eran del todo concretas, pues podía hacer enfadar a su interlocutor.
Aquello le llevó a recordar una cuestión que le había dejado de formular a la panadera por la misma razón.
—Mamá, ¿quién es Dios?
La pregunta pilló a María tan de sorpresa que a punto estuvo de atragantarse con el poco pan que le quedaba.
—Dios es el que ha permitido que estemos en esta situación –contestó, enfadada –. No creas en él, hijo. Dios es un engaño.
Gabriel quedó muy contrariado por la respuesta. La panadera le había dado a entender que Dios era alguien muy bueno, y en cambio su madre parecía odiarlo. Además, ¿por qué las dos sabían quién era? Debía de ser alguien muy famoso.
—Entonces, ¿Dios es malo? –preguntó, confuso.
—Dios no puede ser bueno si deja que pasen estas cosas.
Gabriel supo, una vez más, que no debía continuar con aquel tema. Ya había acabado de desayunar, así que se quedó sentado frente a la mesa en silencio, meditando las palabras de su madre y tratando de averiguar quién sería ese Dios que tan dispares opiniones levantaba.
En ese momento, la puerta de la entrada se abrió de un portazo, haciendo temblar el pequeño piso.
—¡María! –rugió una voz varonil.
Un hombre alto, gordo y escaso de pelo entró en la casa tambaleándose. Era moreno, tenía los ojos oscuros y achinados, las redondas mejillas sonrosadas y despedía un hedor que Gabriel no supo identificar.
El hombre se dirigió dando tumbos hacia María, sin preocuparse de cerrar la puerta tras de sí, y le introdujo una mano por debajo de la envejecida camiseta.
Gabriel pensó que el hombre que vivía con ellos tenía una manera peculiar de saludar a su madre. Quizás esa fuera la forma que tenían los hombres adultos de saludar a las mujeres, se le ocurrió.
—Gabriel, vete a la cama –susurró María, cabizbaja y súbitamente tensa.
El niño se quedó de piedra. Le echó un fugaz vistazo al reloj, comprobando que aquello no formaba parte de un extraño sueño y que seguía siendo temprano.
—Pero si acabamos de desayunar –replicó, presa de una inmensa confusión.
—Nos hemos levantado muy pronto, descansa un poco más.
—No tengo sueño –se quejó Gabriel.
María le dirigió una mirada dura como el mármol.
—Gabriel, a la cama –ordenó en un tono que no admitía réplica.
Asustado y profundamente sorprendido, el niño alcanzó atropelladamente al ángel, se bajó de la silla y se encerró en su minúscula habitación. Una vez dentro, encontró un sitio para la figura en la mesilla de noche, a la cabeza de su cama, y se quedó largo rato observándola, preguntándose qué mosca le habría picado a su madre.
—Protégela, por si acaso, ¿vale, ángel? –le pidió a la estatuilla –. Que no le pase nada malo.
Y, dicho esto, se acostó en su desvencijada cama, sabiendo que no se dormiría y cavilando sobre cuánto tiempo transcurriría en aquella posición.


martes, 1 de enero de 2013

Propósitos de Año Nuevo

Inspiró profundamente. Estaba más nerviosa que nunca.
Él se acercó por detrás y la tomó de la mano.
—Estás preciosa –le susurró al oído.
Suspiró. No era eso lo que la preocupaba, y él lo sabía.
Apretó su mano con cariño y asintió con la cabeza, infundiéndole ánimos.
—Venga, ¿a qué viene esa cara? Sabes que lo vas a hacer genial.
Ella le dirigió una mirada suplicante, pero fue incapaz de proferir palabra.
Hacía unos minutos que había sonado la última campanada y la duodécima uva se había deslizado por su garganta, y en cuanto volviera a la mesa sería su turno de decir unas palabras y proponer un brindis. Era tradición en la familia de él que cada año un miembro distinto preparara un discurso de Año Nuevo, y aquel ella iba a ser la protagonista.
—Vamos –la apremió él, tomándola de los hombros y conduciéndola de nuevo al comedor . No les hagas esperar demasiado, están deseosos de oírte hablar.
Ella apretó los párpados con fuerza y se obligó a asentir. Su cuerpo no cesaba de temblar, y comprobó con un familiar pavor cómo las pocas palabras que aún recordaba se iban desvaneciendo en su cabeza, como cada vez que se subía a un escenario.
Cuando entraron por la puerta, todos los acogieron entre gritos y bromas. Él se sentó en su silla mientras ella se mantenía en pie, frente a la mesa, y tomaba su copa de champán para mantener las manos ocupadas.
Se hizo el silencio. Había llegado la hora.
—Bueno, hola a todos –tartamudeó . Como sabéis este año me toca a mí vivir este momento tan embarazoso.
—¿Embarazoso por qué, hija? –inquirió uno de los tíos.
—¡Calla, no se lo hagas más difícil a la muchacha! –saltó su mujer.
Todos rieron por la forma con que la mujer había regañado a su marido, y fue en esa risa donde ella descargó todos sus nervios y comenzó a salir de sus cuerdas vocales, como por arte de magia, el discurso que tantas veces había preparado, intacto.
—Bueno, como decía este año habéis decidido que sea yo quien diga unas palabras para comenzar el 2013, porque como ya sabéis, puede que el año que viene no esté aquí con vosotros, e incluso que pase un tiempo antes de que vuelva a estarlo –en ese instante recibió una horda de miradas apenadas que se obligó a ignorar para no estropear el momento . Así que me voy a tomar la licencia de extenderme un poco con el discurso, porque… la verdad es que tengo bastante que decir.
»Cada año, cuando nos reunimos aquí, suele ocurrir que a quien le toca el discurso habla de propósitos de Año Nuevo. El año pasado el tío Chema dijo que dejaría de fumar, una vez más, la tía Loli que haría dieta, el primo Álex que aprendería a tocar la guitarra, la tía Esther que iba a ir todos los días al gimnasio… y Raúl dijo que no volvería a beber en su vida, aunque no estoy segura de si eso era un propósito de Año Nuevo –se oyeron unas cuantas risas . Y yo, bueno… No es por meter el dedo en la llaga pero ni Chema ha dejado de fumar, ni Loli hizo dieta…
—¡Oye, sí que la hice! –intervino la aludida.
—Sí, cariño –acordó su marido , una semana, y luego te pilló la comida con la empresa, te inflaste a chuletón y de la dieta ya no se supo más.
—¡No pude decir que no! –se quejó . Pero este año no va a haber comida de empresa, así que para después de Reyes sí que sí me pongo a dieta.
—¡Ya, claro! –intervino otra de las tías . ¡Igual que mi hijo va a aprender a tocar la guitarra!, ¿no?
Hubo una carcajada general durante la que tanto la tía Loli como el primo en cuestión se esforzaron sobremanera por convencer a todos de sus firmes objetivos, pero finalmente alguien los hizo callar y ella pudo continuar, aún con una sonrisa en los labios.
—Precisamente a eso quería llegar. Todos los años nos hacemos los mismos propósitos absurdos, y todos los años los incumplimos sistemáticamente. ¿Por qué seguimos insistiendo, entonces? Somos expertos en auto engañarnos proponiéndonos cosas que supuestamente son buenas para nosotros, pero que en el fondo no queremos hacer, y creyendo que las cumpliremos y que a la siguiente cena de Nochevieja vendremos todos hechos unos figurines. ¡Si sabéis que es mentira! A estas alturas de la película, ni Chema va a dejar de fumar, ni Loli va a cumplir más de dos semanas de dieta, y si Esther llega a apuntarse al gimnasio, probablemente no dure mucho más yendo con regularidad. ¿Por qué no cambiamos de propósitos? Si año tras año no cumplimos con estos, ¿no os parece que va siendo hora de proponernos cosas que realmente queramos hacer?
»Sé que pensaréis que para mí es fácil decirlo. Soy joven y aún tengo buen cuerpo, no tengo por qué preocuparme de ese tipo de cosas. Ni siquiera fumo o bebo. No siento la necesidad de proponerme nada de ese estilo. Sí, puede que tengáis razón. Pero llevo ocho años perteneciendo a esta familia, ocho años conociéndoos y adorándoos, y sé que, por encima de todas las cosas que os proponéis cada Nochevieja, tenéis otras metas que algunos habéis olvidado o que tenéis miedo a cumplir.
»Sé que la mayoría de los que estáis aquí me admiráis. No es fácil decidir largarse a otro país a buscarse la vida y dejar aquí a todas las personas que uno ama. Y sin embargo aquí me tenéis, con una maleta hecha esperándome en el dormitorio y un billete con destino a Los Ángeles sobre ella. En unas horas estaré metida en un avión, tratando de conciliar el sueño sin éxito por los nervios de no saber qué me deparará el destino una vez esté allí. No sé qué haré, no sé si conseguiré trabajo, si encontraré castings a los que presentarme, si me escogerán siquiera para alguna obrita de teatro de poco renombre. Pero, ¿sabéis qué? Realmente no me importa, porque tengo un sueño, y tengo intención de perseguirlo hasta hacerlo realidad.
»Muchos han intentado retenerme. Mi familia, sin ir más lejos, no quiere ni pensar en ello del pánico que les da. ¡Es una locura!, me dicen. Y yo pienso, ¿una locura? ¡La vida en sí es una locura! ¿Creéis que vuestra vida es normal? Muchos de aquí habéis tenido hijos. ¡Tener un hijo sí es una locura! Sin pasar por el embarazo y el parto, que solo lo sufrimos en primera persona las mujeres, estamos hablando de pasar varios años de vuestra vida durmiendo mal, comiendo mal y de desesperación en desesperación porque vuestro hijo no come lo que tiene que comer y se mete a la boca todo lo que no se puede digerir, no duerme, no deja de llorar, vomita, se mea y caga encima, hay que bañarlo y limpiarlo a él y todo lo de su alrededor constantemente, hay que vigilarlo veinticuatro horas al día para que no rompa las cosas, para que no meta los dedos en el enchufe, para que no se asome a todos los lugares por donde se puede caer… Hay que educarlo, pasarse media vida pendiente de que estudie y haga los deberes, pelearse con él por todo y para todo, tener cuidado de que no se junte con malas compañías, soportar que durante una época de tu vida te odie y te ponga a parir delante de sus amigos, que se sienta incomprendido cuando es él quien no comprende, y todo esto sin hablar del dinero que supone. ¡La simple idea de desear un hijo ya es una locura! Y sin embargo todos habéis pasado, estáis pasando o pasaremos por ello con todas las ganas e ilusión que podamos.
»¿No creéis que también es una locura la forma en la que está planteada una vida normal? Desperdiciar la infancia, que es la mejor época de la vida, estudiando cosas que no nos interesan y que vamos a seguir estudiando una y otra vez para que años más tarde no recordemos nada es una locura. ¿Cuántos de vosotros recordáis lo que aprendisteis en el colegio? ¿Y todo para qué? Simplemente para que te permitieran hacer un examen que te permitiese a su vez entrar en una carrera. ¿Y la carrera, qué? Otra locura. La manera de aprender que nos han impuesto es un absurdo, porque realmente aprendemos muy poco. La vida hoy en día consiste en desperdiciar años en estudiar para obtener un trabajo que la gran mayoría de la gente solo consigue para asegurarse una estabilidad económica. ¿Y qué me decís de vuestros sueños? ¿Dónde quedaron? ¿Cuántos adolescentes querían ser guitarristas en un grupo y acabaron de ingenieros o abogados porque no sabían qué otra cosa hacer y necesitaban una carrera que les asegurase un futuro? ¿Cuántas personas frustradas hay en el mundo? ¡Qué locura! ¿Y no es locura que los padres aconsejen a sus hijos para que sean económicamente estables y no para conseguir esos sueños que parecen tan absurdos y tan difíciles de lograr?
»¿No es acaso el dinero una locura también? ¿Todo el sistema y la sociedad que nos hemos creado? ¿Todo lo que nos explotan o nos obligan a explotarnos? ¿Por qué hemos decidido que esta era la mejor forma de organizarnos? ¡Menuda locura! ¡Ni siquiera nosotros mismos estamos de acuerdo! ¿Y a quién se le ocurrió que era buena idea crearnos a cada uno con unas ideas y una forma de pensar distintas? ¿A quién se le ocurrió que para sobrevivir necesitábamos comer, y que para ello debíamos acabar con la vida de otros seres vivos? ¿Quién decidió que nos atrajera la violencia y nuestro primer instinto fuera solucionar todos nuestros problemas por medio de ella? ¿Quién fue el sádico que inventó la vida de esta forma? ¡Vivimos en un mundo creado por locos!
»Así que yo os digo, si la vida en sí es una locura, ¿por qué no dejar de ponernos barreras y hacer todas esas locuras que verdaderamente son lo que queremos hacer? ¿Por qué no dejar de pensar tanto en las consecuencias de nuestros actos y lanzarnos a por lo que deseamos? Yo me voy a Estados Unidos a intentarlo, ¿qué más da lo que allí me encuentre? Si las cosas me van bien, cada día estaré más cerca de ser una estrella de Hollywood; pero si las cosas me van mal, siempre puedo coger otro avión y volver, siempre puedo buscar otros caminos, e incluso puede que desista de mi sueño y busque otras metas, pero al menos lo habré intentado y no pasaré el resto de mi vida preguntándome qué pude haber sido y no fui. ¿Qué más da? La vida es larga, me quedan muchos años por delante para cumplir sueños, para tropezar, caer y volver a levantarme, y a vosotros también. Nunca es tarde para seguir soñando después de despierto, nunca es tarde para hacer de nuestra vida un sueño en sí.
»Este quiero que sea nuestro propósito para el 2013. Seguid fumando, bebiendo, engordando, eso no importa, porque la vida acaba antes o después y al final de esta locura seguramente todos acabemos hartos de vivir tantos años, y más si es sintiéndonos mal por estar descuidándonos; lo importante es que disfrutemos la vida, y sobre todo que disfrutemos a lo que la estamos dedicando, porque si disfrutamos con lo que hacemos todo lo demás queda en segundo plano. O si no pensad si en un rato, cuando estéis aquí bailando, cantando y bebiendo, tendréis otro tipo de preocupación.
»Propongámonos locuras. Hagamos esas cosas que siempre hemos querido hacer. Probémonos a nosotros mismos y, el año que viene, cuando nos reunamos otra vez en esta mesa, aunque puede que por desgracia yo no pueda estar presente, comprobemos lo que hemos crecido en un solo año. ¿Hasta dónde habremos llegado el 1 de enero de 2014?
En ese instante, ella elevó la copa por encima de su cabeza y, entonces, acabó con una gran sonrisa:
—Brindo por un 2013 lleno de locuras. ¡Feliz Año Nuevo a todos!
La familia estalló en aplausos. Todos se levantaron a abrazarla, besarla y desearle, muchos entre cascadas de lágrimas, toda la suerte del mundo en Los Ángeles. Cuando la música comenzó a inundar el comedor y la familia acabó por despedirse de ella, él la acompañó a por la maleta y a continuación se dirigieron juntos al aeropuerto.
Horas más tarde, cuando el avión ya llevaba bastante rato sobrevolando los cielos, ella pensó que su propósito ese año no iba a ser llegar a lo más alto en Estados Unidos, porque actuar era su pasión y sabía que eso acabaría llegando con el tiempo; el reto iba a ser sobrevivir día tras día sin ellos, sin esas comidas y cenas, sin una cara familiar que le ofreciera un abrazo cuando no la escogieran en otro casting o que saltase con ella cuando sí lo hicieran; su reto iba a ser despertar cada mañana sin saber cuándo volvería a verle a él, cuándo podría ahorrar el suficiente dinero como para poder regresar a su lado o soportar la espera hasta que él la visitara a ella.
Su reto iba a consistir en echar de menos a su familia y amigos sin sucumbir a la tentación de abandonarlo todo y volver junto a ellos. Ese era su propósito para ese año, la verdadera locura en la que se iba a ver envuelta: crecer profesionalmente pudiéndose permitir volver de vez en cuando para disfrutar de nuevo de las personas a las que amaba.
Los iba a echar muchísimo de menos, pensó, más de lo que en esos momentos se podía llegar a imaginar, y de hecho ya los extrañaba; pero se marchaba feliz, con la confianza de que algún día volvería para quedarse, y esa vez sería como una de las mejores actrices del mundo.