La
panadera escuchó el leve tintineo mientras sacaba unas humeantes chapatas del
horno. Se acercó al mostrador para atender a quien quiera que hubiese hecho sonar
la campanilla de su puerta, y no fue capaz de reprimir una sonrisa al ver al
niño al que enmarcaba la entrada de su establecimiento.
Era
un chiquillo pequeño y pelirrojo, con unos brillantes ojos como estrellas, del
color de la miel, y la blanquecina piel salpicada de pecas. Tenía los rosados
labios agrietados, y tanto las orejas como las redondas mejillas, coloradas por
el atroz frío con el que había amanecido esa mañana de finales de diciembre.
Aquello le inspiró una gran ternura y sintió a su instinto maternal revolverse
en su interior.
—Buenos
días, pequeño –le saludó, con la voz tan teñida de dulzura como fue capaz –. ¿Quieres una galleta?
El
niño le dirigió una mirada sorprendida y a la vez desconcertada, pero no tardó
en asentir enérgicamente con la cabeza y acercarse al mostrador.
La
panadera escogió una de las galletas grandes y redondas que había horneado
justo antes de abrir el local, con enormes pepitas de chocolate que aún se
derretían ligeramente, y se la ofreció al niño. El
pequeño miró a la galleta con unos ojos desmesuradamente abiertos y estiró una
temblorosa manita hacia ella. Sin embargo, a mitad de camino pareció cambiar de
opinión y retiró la mirada del dulce.
—¿No
la quieres? –insistió la panadera, visiblemente confundida.
El
chiquillo titubeó.
—¿De
verdad puedo?-preguntó con una vocecilla aguda, que no hizo sino acrecentar el
súbito cariño que se había hecho hueco en el corazón de la panadera.
—¡Pues
claro! –exclamó ella –. Venga, cógela. ¡Sin miedo, que no muerdo!
El
niño pelirrojo aceptó la galleta, aún con ciertas reservas, y la mordisqueó.
Nada más probarla, se le iluminó el rostro tanto que su cabecita podría haber
sustituido sin problemas al mismo sol. Cerró sus manos con fuerza alrededor de
su regalo y lo devoró como si llevara un mes sin comer.
Una
vez acabó con ella, se restregó la manga de la chaqueta por la boca para
limpiarse los restos de chocolate y le dedicó una radiante sonrisa a la
panadera. Ella sintió
que se fundía por dentro, como el chocolate que empleaba para algunos de sus
dulces, y le devolvió la sonrisa.
—¿Cómo
te llamas, chiquitín? –preguntó, sin poder contenerse más.
—Gabriel
–respondió.
—¡Anda,
mira! ¡Como el ángel!
El
niño la miró con extrañeza.
—¿Qué
es un ángel?
La
panadera se quedó boquiabierta. ¿Cómo podía aquel niño no conocer esa palabra?
De
casualidad, vio la estatuilla del ángel que reposaba sobre el mostrador como
parte de la decoración navideña, y lo elevó para que el pequeño lo viera.
—Esto
es un ángel –balbuceó –. ¿Ves? Es un niño como tú, pero con alas.
Gabriel
observó con sus relucientes ojos la figura, desbordante de curiosidad.
La
panadera, por su parte, se quedó mirando detenidamente al chiquillo,
preguntándose por qué aquel niño tan tierno no sabría lo que era un ángel.
—¿Dónde
está tu mamá, Gabriel? –le preguntó.
—En
casa –respondió él, como si fuera lo más natural del mundo.
—Pero,
¿cuántos años tienes? –inquirió.
—Seis
–dijo, henchido de orgullo.
Experimentó
un nuevo ramalazo de ternura, pero esta dejó pronto paso al desconcierto. Nunca
en su vida había visto antes a aquel niño, y sin embargo no debía de vivir muy
lejos si su madre le había encargado ir a la panadería sin compañía. Quizás sí
conociera a su madre y por algún motivo ella había tenido que quedarse en casa.
Pero,
¿por qué razón habría una madre de permanecer en el hogar y mandarle los
recados a un niño de seis años? Nada encajaba en la cabeza de la anonadada
panadera.
—¿Vives
por aquí cerca? –fue su siguiente pregunta.
—Sí,
casi no he tenido que andar, solo diez minutos –sonrió.
—¡Diez
minutos! ¿Y has venido solito hasta aquí? –exclamó, dirigiendo la vista hacia
el otro lado del escaparate.
Tenía
que haber alguien esperándole afuera, pensó, y se sintió repentinamente estúpida
por no habérsele ocurrido antes. Todo ese rato presa de la preocupación para
que al final tuviera a alguna tía o tal vez a su mismo padre en la puerta de la
panadería, poniéndolo a prueba para ver si era capaz de comprar una barra sin
ayuda.
Sin
embargo, la respuesta con la que el niño disipó sus dudas la dejó
definitivamente petrificada.
—Claro
–contestó, frunciendo el ceño, como si comenzara a percatarse de lo extraña de
la situación.
La
panadera no salía de su asombro.
¡Diez
minutos! Para cualquier crío de la edad de Gabriel el simple hecho de cruzar
una calle sin el amparo de un adulto habría supuesto toda una aventura, y él
hablaba de una caminata de diez minutos por pleno centro de Madrid como si
estuviera acostumbrado a rutas más largas. ¿Cómo podía una madre permitir tal atrocidad
sin enloquecer de pánico?
Fue
entonces cuando se fijó en las harapientas ropas que vestía el pequeño. Llevaba
unos vaqueros desgastados que le quedaban algo grandes, al igual que las
zapatillas, tan sucias que costaba imaginar que antaño fueran de otro color, y
bajo una chaqueta de punto gris podía entrever el comienzo de una camiseta
demasiado fina para el invierno que estaban viviendo. ¡Ni siquiera traía abrigo
alguno!
¿Cómo
podía no haberse dado cuenta? Sin duda la hermosa y dulce carita pecosa del
niño la había cegado. Tal vez sí fuera cierto que llevara un mes sin comer,
pensó con amargura.
Sintió
verdadera lástima por él y se mordió el labio inferior.
—¿Qué
quieres que te ponga, Gabriel? –preguntó, haciendo grandes esfuerzos por no
dejar que su voz trasluciera la pena y la vergüenza que sentía en aquellos
instantes.
El
pequeño pareció recordar de pronto la razón de haber caminado durante tanto rato
y pidió rápidamente una barra de pan, como si quisiera recuperar el tiempo
perdido.
La
panadera escogió la más caliente que encontró y la depositó sobre el mostrador.
Gabriel se llevó una mano al bolsillo y le ofreció un euro, pero ella, ante el
asombro del niño, lo rechazó.
—Guarda
ese euro, anda –dijo –. Esta te la regalo.
Él, a
modo de agradecimiento, la obsequió con una mirada cargada de sorpresa y
alegría. A la panadera le pareció que aquello era mucho más valioso que los
ochenta céntimos que costaba la barra de pan y, justo cuando el pequeño se
disponía a marcharse del local, decidió hacerle un segundo y último regalo.
—Toma,
quédate esto también –y salió de detrás del mostrador para dejar la figura del
ángel en la mano que tenía libre –. Dicen que, aunque no los veamos, los
ángeles siempre están ahí para protegernos. Puedes llevar este contigo y que te
proteja en tu camino de vuelta.
Gabriel
cogió con cuidado la estatuilla y, después de observarla durante largo rato con
sus resplandecientes ojos, le preguntó a la panadera:
—¿El
ángel que se llama como yo también protege a las personas?
Una
sonrisa afloró en los labios de ella y no pudo evitar acariciarle el rostro.
—¿Sabes
por qué era especial Gabriel? –él negó con la cabeza –. Porque fue quien le
anunció a la virgen María que ella iba a dar a luz al niño Dios.
El
chiquillo se quedó unos segundos estudiando al ángel, pensativo.
—Mi
madre se llama María –dijo finalmente.
La
panadera rió.
—¡Mira,
otra cosa que tienes en común con el ángel! –exclamó, revolviéndole el pelo –. Ten cuidado mientras vuelves a casa, ¿eh?
Gabriel
asintió y, mientras cruzaba la puerta y una ráfaga de viento intrusa la azotaba
la cara, la panadera sintió que con aquel niñito pelirrojo se marchaba también un
pedacito de su corazón.