domingo, 30 de diciembre de 2012

Gabriel (I): El ángel


La panadera escuchó el leve tintineo mientras sacaba unas humeantes chapatas del horno. Se acercó al mostrador para atender a quien quiera que hubiese hecho sonar la campanilla de su puerta, y no fue capaz de reprimir una sonrisa al ver al niño al que enmarcaba la entrada de su establecimiento.
Era un chiquillo pequeño y pelirrojo, con unos brillantes ojos como estrellas, del color de la miel, y la blanquecina piel salpicada de pecas. Tenía los rosados labios agrietados, y tanto las orejas como las redondas mejillas, coloradas por el atroz frío con el que había amanecido esa mañana de finales de diciembre. Aquello le inspiró una gran ternura y sintió a su instinto maternal revolverse en su interior.
—Buenos días, pequeño –le saludó, con la voz tan teñida de dulzura como fue capaz –. ¿Quieres una galleta?
El niño le dirigió una mirada sorprendida y a la vez desconcertada, pero no tardó en asentir enérgicamente con la cabeza y acercarse al mostrador.
La panadera escogió una de las galletas grandes y redondas que había horneado justo antes de abrir el local, con enormes pepitas de chocolate que aún se derretían ligeramente, y se la ofreció al niño. El pequeño miró a la galleta con unos ojos desmesuradamente abiertos y estiró una temblorosa manita hacia ella. Sin embargo, a mitad de camino pareció cambiar de opinión y retiró la mirada del dulce.
—¿No la quieres? –insistió la panadera, visiblemente confundida.
El chiquillo titubeó.
—¿De verdad puedo?-preguntó con una vocecilla aguda, que no hizo sino acrecentar el súbito cariño que se había hecho hueco en el corazón de la panadera.
—¡Pues claro! –exclamó ella –. Venga, cógela. ¡Sin miedo, que no muerdo!
El niño pelirrojo aceptó la galleta, aún con ciertas reservas, y la mordisqueó. Nada más probarla, se le iluminó el rostro tanto que su cabecita podría haber sustituido sin problemas al mismo sol. Cerró sus manos con fuerza alrededor de su regalo y lo devoró como si llevara un mes sin comer.
Una vez acabó con ella, se restregó la manga de la chaqueta por la boca para limpiarse los restos de chocolate y le dedicó una radiante sonrisa a la panadera. Ella sintió que se fundía por dentro, como el chocolate que empleaba para algunos de sus dulces, y le devolvió la sonrisa.
—¿Cómo te llamas, chiquitín? –preguntó, sin poder contenerse más.
—Gabriel –respondió.
—¡Anda, mira! ¡Como el ángel!
El niño la miró con extrañeza.
—¿Qué es un ángel?
La panadera se quedó boquiabierta. ¿Cómo podía aquel niño no conocer esa palabra?
De casualidad, vio la estatuilla del ángel que reposaba sobre el mostrador como parte de la decoración navideña, y lo elevó para que el pequeño lo viera.
—Esto es un ángel –balbuceó –. ¿Ves? Es un niño como tú, pero con alas.
Gabriel observó con sus relucientes ojos la figura, desbordante de curiosidad.
La panadera, por su parte, se quedó mirando detenidamente al chiquillo, preguntándose por qué aquel niño tan tierno no sabría lo que era un ángel.
—¿Dónde está tu mamá, Gabriel? –le preguntó.
—En casa –respondió él, como si fuera lo más natural del mundo.
—Pero, ¿cuántos años tienes? –inquirió.
—Seis –dijo, henchido de orgullo.
Experimentó un nuevo ramalazo de ternura, pero esta dejó pronto paso al desconcierto. Nunca en su vida había visto antes a aquel niño, y sin embargo no debía de vivir muy lejos si su madre le había encargado ir a la panadería sin compañía. Quizás sí conociera a su madre y por algún motivo ella había tenido que quedarse en casa.
Pero, ¿por qué razón habría una madre de permanecer en el hogar y mandarle los recados a un niño de seis años? Nada encajaba en la cabeza de la anonadada panadera.
—¿Vives por aquí cerca? –fue su siguiente pregunta.
—Sí, casi no he tenido que andar, solo diez minutos –sonrió.
—¡Diez minutos! ¿Y has venido solito hasta aquí? –exclamó, dirigiendo la vista hacia el otro lado del escaparate.
Tenía que haber alguien esperándole afuera, pensó, y se sintió repentinamente estúpida por no habérsele ocurrido antes. Todo ese rato presa de la preocupación para que al final tuviera a alguna tía o tal vez a su mismo padre en la puerta de la panadería, poniéndolo a prueba para ver si era capaz de comprar una barra sin ayuda.
Sin embargo, la respuesta con la que el niño disipó sus dudas la dejó definitivamente petrificada.
—Claro –contestó, frunciendo el ceño, como si comenzara a percatarse de lo extraña de la situación.
La panadera no salía de su asombro.
¡Diez minutos! Para cualquier crío de la edad de Gabriel el simple hecho de cruzar una calle sin el amparo de un adulto habría supuesto toda una aventura, y él hablaba de una caminata de diez minutos por pleno centro de Madrid como si estuviera acostumbrado a rutas más largas. ¿Cómo podía una madre permitir tal atrocidad sin enloquecer de pánico?
Fue entonces cuando se fijó en las harapientas ropas que vestía el pequeño. Llevaba unos vaqueros desgastados que le quedaban algo grandes, al igual que las zapatillas, tan sucias que costaba imaginar que antaño fueran de otro color, y bajo una chaqueta de punto gris podía entrever el comienzo de una camiseta demasiado fina para el invierno que estaban viviendo. ¡Ni siquiera traía abrigo alguno!
¿Cómo podía no haberse dado cuenta? Sin duda la hermosa y dulce carita pecosa del niño la había cegado. Tal vez sí fuera cierto que llevara un mes sin comer, pensó con amargura.
Sintió verdadera lástima por él y se mordió el labio inferior.
—¿Qué quieres que te ponga, Gabriel? –preguntó, haciendo grandes esfuerzos por no dejar que su voz trasluciera la pena y la vergüenza que sentía en aquellos instantes.
El pequeño pareció recordar de pronto la razón de haber caminado durante tanto rato y pidió rápidamente una barra de pan, como si quisiera recuperar el tiempo perdido.
La panadera escogió la más caliente que encontró y la depositó sobre el mostrador. Gabriel se llevó una mano al bolsillo y le ofreció un euro, pero ella, ante el asombro del niño, lo rechazó.
—Guarda ese euro, anda –dijo –. Esta te la regalo.
Él, a modo de agradecimiento, la obsequió con una mirada cargada de sorpresa y alegría. A la panadera le pareció que aquello era mucho más valioso que los ochenta céntimos que costaba la barra de pan y, justo cuando el pequeño se disponía a marcharse del local, decidió hacerle un segundo y último regalo.
—Toma, quédate esto también –y salió de detrás del mostrador para dejar la figura del ángel en la mano que tenía libre –. Dicen que, aunque no los veamos, los ángeles siempre están ahí para protegernos. Puedes llevar este contigo y que te proteja en tu camino de vuelta.
Gabriel cogió con cuidado la estatuilla y, después de observarla durante largo rato con sus resplandecientes ojos, le preguntó a la panadera:
—¿El ángel que se llama como yo también protege a las personas?
Una sonrisa afloró en los labios de ella y no pudo evitar acariciarle el rostro.
—¿Sabes por qué era especial Gabriel? –él negó con la cabeza –. Porque fue quien le anunció a la virgen María que ella iba a dar a luz al niño Dios.
El chiquillo se quedó unos segundos estudiando al ángel, pensativo.
—Mi madre se llama María –dijo finalmente.
La panadera rió.
—¡Mira, otra cosa que tienes en común con el ángel! –exclamó, revolviéndole el pelo –. Ten cuidado mientras vuelves a casa, ¿eh?
Gabriel asintió y, mientras cruzaba la puerta y una ráfaga de viento intrusa la azotaba la cara, la panadera sintió que con aquel niñito pelirrojo se marchaba también un pedacito de su corazón.


miércoles, 26 de diciembre de 2012

Zoe (I): El claro


Trazos de luz se dejaban caer por las rendijas que dejaban las espesas hojas medio marchitas de los árboles y se derramaban sobre aquel claro en mitad de la nada. Un pequeño estanque relucía en mitad de aquel paisaje de cuento, como una confundida y joven gema perdida que aún no supiera que su lugar estaba donde el abrazo de la firme y dura roca pudiera protegerla de los avariciosos ojos del mundo.
Era una perezosa tarde de otoño. Las doradas hojas caídas de los árboles se hallaban desperdigadas sobre la cobriza y deteriorada hierba, como si alguien las hubiera descargado allí de cualquier manera, y a través de la cristalina superficie del estanque se podían observar las brillantes piedras del fondo con una claridad que hacía invisible al agua.
A Zoe le gustaba aquel rincón perdido, inmóvil como si de millones de gotas de pintura descansando sobre un liso lienzo se tratara, como si ese pedacito de universo se hubiera escapado de cualquier otra dimensión. Le gustaba sentarse cerca de la orilla del estanque, a una distancia prudencial, como si temiera molestarlo si se acercaba demasiado; le gustaba dejar que la suave brisa meciera su larguísima melena rubia y cerrar sus verdes ojos para disfrutar mejor de la sensación; le gustaba el hecho de que pareciera que a los segundos les costara un esfuerzo titánico pasar de largo y de que estuviera sumergida en un eterno atardecer.
Zoe había descubierto aquel lugar de casualidad, un día que se había perdido jugando al escondite de pequeña, hacía ya lo que a ella le parecía una eternidad. Amaba el arte, la música y la literatura, y se pasaba la vida dibujando en un gran cuaderno que se llevaba a todas partes. Y, desde que había tropezado con ese pequeño paraíso, se había enamorado irremediablemente de él, convirtiéndose en el modelo que más le entusiasmaba plasmar. Tenía millones de dibujos de aquel lugar, a distintas horas del día, en diferentes momentos de su vida. Nunca se había cansado de representar aquel ambiente, y sabía que jamás lo haría. La llama que encendía en ella aquel claro jamás dejaría de arder.
En realidad, Zoe no era el nombre de la chica de largos y lisos cabellos rubios, pálida tez y grandes y brillantes ojos verdes que visitaba con una frecuencia prácticamente ininterrumpida el claro en medio del bosque, pero a ella le gustaba utilizar ese pseudónimo para firmar los dibujos que realizaba de aquel lugar. El nombre había surgido del claro, aunque ella no recordara cómo. Pero, ¿cómo podía recordarlo? Era una realidad como el azul del cielo, como el calor del sol. El claro le había susurrado aquel nombre, aunque al principio de forma imperceptible. Estaba escrito en el suspirar de la brisa, en el silbar de las hojas de los árboles, en el silencio del agua del estanque. Aquel nombre brillaba en las piedras del fondo  y en los destellos de luz dorada que se derretían por todas partes. Aquel nombre había ido arraigándose poco a poco en lo más profundo de su corazón, sin explicación. Y no sabía ni cuándo, ni cómo, ni por qué, pero lo cierto era que jamás se lo había planteado. Era su conexión con el claro. Simplemente era así. Siempre había sido así.
Zoe encontraba en ese claro no solo una fuente de relajación y de inspiración, sino que creía firmemente que aquel lugar entrañaba algún tipo de filosofía, y pasaba horas y horas tratando de averiguar su lenguaje a medida que trazaba cada uno de sus detalles. Conocía mejor los rasgos de ese lugar que incluso los suyos propios. Había memorizado sin darse cuenta cada uno de ellos, los había interiorizado, los tenía grabados a fuego bajo su blanca piel. Podía caminar con los ojos cerrados por aquel claro exactamente de la misma manera que si los tuviera abiertos. Podía ver los árboles, el estanque y la deliciosa luz que los bañaba bajo el ligero peso de sus grandes párpados.
Desde que había conocido al claro, había descubierto una nueva forma de vivir. Había empezado a apreciar y disfrutar detalles en los que hasta ese momento no había reparado: el mecer de las hojas con el viento, el gorjeo de algún pajarillo en la lejanía, el rasgueo de sus lápices de colores contra la rugosidad del papel. El propio silencio. Había comenzado a amar la soledad y a dejar de necesitar a la gente.
Sí, se había enamorado del claro. Cada vez que podía se alejaba de la civilización y se adentraba en la espesura del bosque para encontrarse con su amado. Y se emocionaba con el simple pensamiento de estar acercándose a él. Cada vez que llegaba al claro, posaba sus pies sobre él con timidez y nerviosismo, como si se desnudara frente a él por vez primera y él pudiera traspasarla y leer cada uno de sus pensamientos. Y, cuando se iba, lo dejaba con la agridulce sensación de quien no se quiere despedir aunque sabe que pronto volverá.
No, Zoe no era una chica normal. Ella en el fondo lo sabía, pero no le importaba. Como sabía también, a pesar de que jamás se hubiera parado a pensar en ello, que nunca llegaría a amar a una persona como amaba a aquel claro.


martes, 25 de diciembre de 2012

Luna Nueva

Dicen que la vida es como un tortuoso sendero, repleto de obstáculos que salvar, algunos más pequeños y llevaderos, otros más grandes y costosos. Lo más probable es que en algún momento del camino hallemos uno que marque un punto de inflexión en él, un altísimo acantilado que ponga a prueba algo más que nuestro ingenio o nuestro carisma, y que tal vez no estemos preparados para saltar. O puede que simplemente lleguemos a una encrucijada sin señalar y no sepamos qué camino nos llevará a nuestra meta. Quizá ni siquiera sepamos bien a dónde se supone que deberíamos dirigirnos.
Dicen también que, llegados esos momentos, lo importante no es tropezar y caer, sino saber levantarse y seguir adelante. A veces no es cuestión de evaluar las consecuencias que puede traer lanzarse al vacío, sino de armarse de coraje y dejarse caer, si es que al final de él se halla lo que buscamos. El miedo no puede detenernos a la hora de alcanzar nuestros sueños, o al menos no debería hacerlo.
Y es que el miedo es el peor carcelero que existe. Comienza siendo un leve temor, algo insignificante en lo que apenas reparas, y a continuación va expandiéndose en tu mente como un veneno hasta convertirse en un yugo al cuello, una presión que te oprime el pecho y apenas te deja respirar, un efectivísimo paralizador capaz de bloquear tu mente e impedirte ver tu camino hacia la meta. El miedo es un asesino lento y constante, un torturador que infringe cada vez más daño conforme el tiempo va transcurriendo, un aprisionador que al que nosotros mismos damos a luz y que nos fuerza silenciosamente y sin que apenas nos demos cuenta a construirnos la jaula en la que, si nos descuidamos, permaneceremos encerrados el resto de nuestras vidas.
La mayoría de los sueños vienen de la mano del miedo, y suele ocurrir que cuanto más grande es el sueño, más aún lo es el miedo que lo acompaña. El reto está en saber distinguirlos y separarlos para que los sueños sometan y difuminen al miedo, y no dejar que sea al revés. Ahí es donde se prueba la valía de cada hombre y mujer, el sentido que al menos yo le otorgo a la vida: saber superar nuestros miedos para alcanzar nuestros sueños y, algún día, podernos sentirnos orgullosos de quiénes somos y qué hemos logrado.
“El laberinto de la luna”, nombre que le he otorgado a este blog, es la historia de un sueño y de un miedo: el sueño de una niña de seis años que quería escribir historias y, en un futuro, poder vivir de las fantasías que ella misma creaba; y el miedo de una adolescente de catorce años de fracasar en su sueño infantil y que se quedase en eso, una mera ilusión de niña pequeña carente de sentido y futuro.
Con “El laberinto de la luna” comienzo una nueva etapa en mi vida, la etapa en la que dejo de alimentar miedos para cultivar sueños y disfrutar de los frutos que engendren. En él narraré pequeñas historias de una serie de personajes bastante distintos entre sí, y tal vez mezcle estas historias con otros tipos de relatos, quizá algún poema o puede que algo relacionado con mis gustos o mi forma de pensar.
Os invito a participar de este blog leyendo y compartiendo las fantasías de esta cabeza loca y trasnochada que tengo por compañera, y espero que os entretengan y lo disfrutéis tanto como lo haré yo escribiéndolas.
Nace por fin, después de varios meses gestando la idea, “El laberinto de la luna”.
Un saludo a todos y… ¡Ah! ¡Feliz Navidad!